Junto con los nuevos juegos, la plaza también empezó a sonar distinto. Las voces en el arenero habían ido cambiando de a poco, sin que nadie lo notara, hasta que un día se hicieron oír. Eran las mismas risas y gritos de chicos, pero las voces adultas hacían la diferencia. Hasta principios de los noventa predominó el canto de alguna provincia del interior y la tonada paraguaya. Era el tiempo de «la patrona», o del «che, patrona». Pero a partir de los noventa la tonada peruana fue tapando las otras. Tapando a pesar de ser una voz más dulce, más calma, y más educada. «Bota eso que te vas a ensuciar…» «Este muchachito es un demonio.» «Esta niñita anda siempre calata.» «Yo le vi, esa muchachita entreveraba la arena y molestaba a los otros.» Pero todo dicho en un tono bajo, como si no quisieran incomodar. Y entre medio, como siempre, las risas y los gritos que subían y bajaban por los distintos circuitos de colores.
A partir de la reforma hubo toboganes amarillos, rojos y azules, túneles y pasadizos. Hubo barras «pasamanos» para atravesar colgando y balanceándose de un lado al otro del cajón de arena. Hamacas de plástico símil madera para los más grandes y de plástico verde para los más chicos, con traba de seguridad. Columpios, argollas, un sube y baja y una calesita. Sobre unos pilotes instalaron una casa de techo azul y puerta amarilla que importaron directamente de la fábrica
Fisher Price
de los Estados Unidos para Altos de la Cascada, una especie de «casita del árbol», con redes en las ventanas para que los chicos se asomaran pero no se cayeran, desde la que se podía llegar al tobogán por un puente colgante. La plaza, más limpia que nunca, brillaba en sus colores primarios. Lo único que quedó de la plaza anterior fueron las cadenas de las hamacas, unas cadenas gruesas de esas que ya nadie fabrica. Los arquitectos no pudieron convencer a nadie de que la soga de plástico que venía con los nuevos juegos permitiría enroscarse y hamacarse hasta el cielo como lo permitían esas cadenas.
Romina y Juani se conocen en la placita de La Cascada. A pesar de ir al mismo colegio, no se cruzaron antes. Se conocen una tarde. Juani llega en bicicleta, solo. Es uno de los pocos chicos que va a la plaza solo. Todos los demás están acompañados. Por sus «chicas que los cuidan». Las empleadas domésticas de sus familias. Juani ya no tiene; tuvo, pero ahora no, sólo viene una mujer a limpiar la casa por las mañanas, pero a la mañana él va al colegio. Los chicos se hamacan demasiado rápido. Algunos se enroscan y luego giran descontrolados. Romina no los mira para no marearse. Dibuja con una rama en la arena. Dibuja una casa, y un río. Los borra. Un chico muy alto enrosca la cadena de la hamaca al travesaño superior para quedar más lejos del suelo. Antonia balancea a Pedro en una hamaca de bebés mientras charla con otra empleada. Hablan el mismo idioma, pero suenan distinto. El chico muy alto se aburre y se va. Juani se sube a la hamaca que deja. La desenrosca. Se hamaca solo. Dos nenas se pelean por otra hamaca. Una de jean bordado le tira del pelo a otra de vestido rosa. La otra llora. Nadie las mira, sólo Romina. Llora más fuerte. Grita. Entonces se acercan las chicas que las cuidan. «Qué demonio eres», le dice una a la que no llora. «Déjale la hamaca a tu amiguita, no le hagas llorar.» La chica no quiere, no suelta la hamaca. La del vestido rosa llora más. Juani se baja de su hamaca y estira las cadenas hacia donde está la chica que llora. «Tomá», le dice. Romina mira, mientras dibuja en la arena. «Yo quiero la otra», le contesta la chica. Juani le acerca su hamaca a la chica que no llora, le propone cambiarla por la que quiere la que llora. La que no llora no acepta. Juani se fastidia y se vuelve a hamacar, alto, cada vez más alto. «Le voy a decir a tu mamá», le dice la chica que la cuida a la que no llora y no larga la hamaca. «Puta», le contesta la chica y sale corriendo. La chica que llora deja de llorar y sale corriendo detrás de ella. Le pisan el dibujo a Romina. Se suben al tobogán amarillo, se tiran, se ríen. Las chicas que las cuidan vuelven a sentarse en el banco y otra vez hablan. Una se queja de que su patrona no le deja dormir la siesta y que por eso se le hinchan las piernas. Juani se hamaca cada vez más alto. Romina lo mira. Sepulta el dibujo pisado pasando sobre él la rama y vuelve a mirarlo. Desde donde está ella parecería que Juani tocara el cielo con los zapatos marrones. Le falta un cordón. Romina se para, va a la otra hamaca. Se hamaca. Trata de alcanzarlo. Cuando cree que está a punto de hacerlo Juani se arroja desde lo alto y cae sobre la arena. La hamaca vacía sigue moviéndose, pero ahora lo hace sin peso, incierta. Romina quiere saltar, pero no se atreve. «Dale, tírate que no pasa nada», le dice Juani desde abajo. Ella va y viene sin decidirse. «Dale, que yo te espero.» Romina se lanza. Se deja caer en el aire y por primera vez desde que vino de Corrientes se siente liviana. Cae a la arena y se tuerce un pie. Juani la ayuda a levantarse. «¿Te lastimaste?», le pregunta. «No», le contesta ella y se ríe. «¿Cómo te llamas?», le pregunta él. «Ramona», escribe ella sobre la arena.
Pararse frente a la salida del hoyo 1 y dejar que la vista se pierda en el verde que parece nunca acabar es un privilegio que los que vivimos en Altos de la Cascada a veces no valoramos lo suficiente. Hasta que lo perdemos. Uno se acostumbra a lo que tiene, más cuando lo que tiene es maravilloso. Muchos de nosotros pasamos meses sin dar una vuelta por alguno de sus dieciocho hoyos como si no nos importara que estuvieran ahí, a metros de nuestra casa y a nuestra entera disposición. No hace falta ser golfista para disfrutar de semejante belleza natural. Natural porque es pasto, y árboles, y lagunas. Pero no natural porque el paisaje haya estado allí antes que nosotros. Antes eso era un pantano. La cancha la diseñó el ingeniero Pérez Echeverría, famoso por la cancha que dibujó para un club de la zona sur arriba de un helicóptero mientras sobrevolaba el bosque que tenía que talar. Hoy es imposible imaginarse que nuestros
fairways
hayan sido alguna vez un pantano. Hay especies arbóreas que fueron especialmente traídas de distintos viveros del país. Arbustos puestos por paisajistas, renovados todas las temporadas y mantenidos todas las semanas. Riego automático que se enciende todas las noches. Fertilizantes, insecticidas, abonos. El arroyo que cruza el hoyo 15 sí estaba antes de que nosotros llegáramos. Pero lo purificamos. Ahora es de un verde más turquesa, gracias a un tratamiento del agua y a ciertas algas que mantienen más aireado el ecosistema. Murieron los peces que estaban antes de la purificación. Peces sin nombre, una especie de mojarritas marrones. Nosotros sembramos percas naranjas que se reprodujeron y hoy son las dueñas del arroyo. Ellas, las nutrias y los patos. Aunque las nutrias y los patos en los últimos años son cada vez menos. Algunos dicen que porque hay gente que los mata. Para comerlos. Pero eso es muy improbable. Aunque lo hicieran, personal de mantenimiento,
caddiesr
, parquistas, o quien se atreviera, sería imposible que pudieran sacar su presa del club cuando tuvieran que atravesar nuestras barreras. Una vez encontraron un caddie tirando un pato muerto del otro lado del alambrado, donde lo esperaba una mujer. Dijo que lo mató accidentalmente de un pelotazo al tirar una salida del hoyo 4. Pero nadie le creyó. A la mujer del otro lado le faltaba traer la cacerola. Le hicieron un sumario que labraron la Comisión de Golf y la de Medio Ambiente en forma conjunta. Las lagunas son en realidad los únicos verdaderos restos de aquel pantano. Pero nadie puede darse cuenta. No debe haber cancha de golf que no tenga alguna laguna. Por un sistema de bombas desagotamos en ellas toda el agua de lluvia acumulada en las zanjas del barrio para evitar inundaciones; se bombea el agua y luego el mismo arroyo la saca fuera del club. Alguna vez se quejó la Municipalidad porque el problema del agua aparece ahora en el barrio de Santa María de los Tigrecitos, pero hubo un par de reuniones entre la gente de la intendencia y la nuestra, y de alguna manera el asunto se solucionó. Sería lo mismo que echarle la culpa a Córdoba por las inundaciones de Santa Fe. Hubo que hacer una pequeña obra, poca plata. La última inversión importante fue en baños químicos, que se hicieron imprescindibles a partir de que las mujeres coparon la cancha. Un hombre, apremiado por la necesidad, puede orinar en cualquier parte. Detrás de un árbol, contra unos arbustos. Hasta en una cancha de golf. Una mujer no.
Nuestra cancha se resiembra todos los años. No en todos los clubes lo hacen. La mayoría resiembra sólo las salidas de cada hoyo. Pencross en los
greens
y bermuda en los
fairways
. La resiembra, sumada al costo de las máquinas, al personal involucrado, a los sistemas de riego y desagote, etcétera, hacen que el costo de mantenimiento de la cancha de golf sea uno de los renglones más abultados de nuestro presupuesto. Los tenistas se quejan. Hay pica entre quienes practican uno y otro deporte. Dicen que el club invierte mucho más dinero en golf que en tenis, y que todo sale de las mismas expensas y de los mismos bolsillos. Pero invertir en la cancha de golf no es sólo una cuestión deportiva. Los socios pueden caminar por la cancha, tomar algo en la terraza del hoyo 9 frente a un paisaje envidiable, escuchar música mirando una puesta de sol sobre el hoyo 15, hacer safaris fotográficos para retratar distintos tipos de aves. La Comisión de Medio Ambiente hizo un muy buen trabajo de divulgación y en cada hoyo hay un letrero de madera con la foto de cada especie de pájaro que puede avistarse y sus características principales. Pero más allá del placer que cada uno pueda sacarle a nuestra cancha, hay un importante factor económico, y eso lo sabemos todos. El valor de nuestras casas está relacionado directamente, en un porcentaje indeterminado pero sin duda significativo, con su cercanía a un buen
link
de golf. La misma casa, en un barrio sin cancha de golf, no valdría lo que vale.
Hace años, jugar al golf era algo muy exclusivo. En otros países lo sigue siendo. En la Argentina ya no. Es caro, pero el uno a uno acortó muchas distancias, y caro y exclusivo dejó de ser lo mismo. En el bar del golf hay plaquetas de madera con los nombres de quienes ganaron los torneos anuales del club. Y los apellidos tallados, a medida que corren los años, van perdiendo prosapia. En 1975 ganó un Menéndez Behety. En 1985 un Mc Allister. Y en 1995 un García. Y no García Moreno. Ni García Lynch. Ni García Nieto. García a secas. Los miércoles la cancha se llena de japoneses. Los jueves se alquila a empresas. Cuando llaman coreanos el
starter
tiene la instrucción de decir que no queda lugar o de mentir el valor del
greenfee
, el derecho que deben pagar quienes no son socios para poder jugar. Dicen que los coreanos no son bienvenidos en ninguna cancha, no sólo en la nuestra. Los golfistas se quejan de que gritan, se pelean, revolean palos y apuestan monstruosas sumas de dinero que generan violentos episodios. Pero más allá de los coreanos, ya para comienzos de los noventa se veía que el golf iba camino a dejar de ser un deporte de caballeros. Cada vez son menos los que se preocupan por llevar remera de cuello tipo chomba o pantalones pinzados. Hay socios que también gritan. Y socias que pretenden jugar en musculosa. Hay socios que revolean un palo porque hicieron un golpe de más en el hoyo que definía un torneo. Hay quien juega lento y no cede el paso, o quien se queja a los gritos porque el lento no lo deja pasar hasta le lanza una pelota intimidatoria. Hay quien presenta una tarjeta con más golpes que los esperados para mantener un
handicap
social deseado. A esa clase de golfista no le importa jugar bien o mal si poder decir que tiene 10 menos de
handicap
. Hay por el contrario, quien no presenta tarjetas con pocos golpes porque intenta mantener un
handicap
to para luego sacar ventaja en algún torneo. En definitiva, hay cada vez más socios que mienten en tarjeta donde se anotan los golpes. Hay de todo. Pero el colmo fue lo de Mariano Lépera. En la Copa del Club hizo un «hoyo en uno» y lo negó para no pagar la vuelta de champán a todos. Le pegó a la pelota la salida del hoyo 6 y la bola después de describir una órbita perfecta cayó en el green, rebotó tres veces, rodó y se metió en el hoyo marcado por la bandera. Un solo tiro, certero. No hicieron falta más golpes. Sólo uno. En cualquier cancha de cualquier lugar del mundo quien hace un hoyo en uno debe, por cortesía y ley que no está escrita pero nadie objeta, pagar una bebida a todos los que están en la cancha en ese momento. Generalmente champán. A veces whisky. Todos, en cada línea, del hoyo 1 al 18. Mariano Lepera le preguntó al
starter
cuánta gente había sacado esa mañana e hizo un cálculo rápido: 120 jugadores a un promedio de cinco pesos cada uno, seiscientos pesos. «Yo no pago eso ni muerto», y se fue antes que nadie pudiera cobrarle la deuda. Eso no se hace o no se hacía. No pasa nada, no hay sanción, pero no es de caballero. Para eso existe el seguro de hoyo en uno. Lo hace cualquier aseguradora. A la mayoría de nosotros nos lo ofrecen cuando aseguramos la casa. Incendio, robos y hoyo en uno, por unos pocos centavos más al mes. Se asegura un particular siniestro que no es ni un incendio, ni un robo, ni un daño a terceros. En realidad se asegura una alegría, porque quien mete una pelota en el hoyo a casi 150 yardas de un solo golpe es alguien verdaderamente afortunado. No en vano hay en el país un registro donde puede anotarse todo quien haya tenido la suerte de hacerlo. Aunque la mayoría elige anotarlo en el registro de los Estados Unidos, para darlo a conocer a nivel internacional. Un trámite sencillo, una carta, unos formularios. Es una picardía no asegurarlo y disfrutarlo como corresponde. En toda una vida es baja la probabilidad de hacer un hoyo en uno, pero la de dejar de ser un caballero, no.
La primera vez que me citaron del colegio de Juani fue un shock. El
Lakelands
. Abrí el cuaderno rojo y debajo de la nota invitando a un acto por el Día de la Bandera, y antes del recordatorio para el pago de la cuota, habían pegado una citación oficial, en hoja con membrete. El membrete del
Lakelands
es un escudo con cuatro palabras en inglés alrededor. Nunca me acuerdo qué palabras exactamente. «
In God we Trust
», dice Ronie que dice y no se ríe de su chiste. Señores padres, los esperamos el día lunes 15 de junio a las nueve horas en la Dirección del Colegio para hablar acerca de, puntos suspensivos completado a mano: Juan Ignacio Guevara. Juani. Nunca antes me habían citado tan formalmente para hablar de mi hijo. Me preocupé. Juani estaba en quinto grado. Firmaban el citatorio la directora y la psicopedagoga.