Eran las once de la mañana y Carmen seguía en la cama. No juntaba fuerzas para levantarse. Se había dormido con las imágenes del noticiero que mostraba el avión que no podía levantar vuelo, correteaba por la costanera y se estrellaba contra el driving de la Asociación de Golf. El mismo driving donde juega Alfredo todos los viernes, había pensado. Cerca de cien muertos, le pareció escuchar. Terminó durmiéndose, pero la perspectiva de enfrentar esa mañana se le venía encima con todo su peso. La mucama, otra, la que la servía en ese momento, golpeó en el marco de la puerta y desde el pasillo dijo: «¿Le traigo el desayuno, señora?», por tercera vez en lo que iba de la mañana. Carmen se dio por vencida, se levantó y se fue a bañar. «Alcánzame una copa de Rutini al baño.» Otra vez estaba intentado dejar el cigarrillo, y en lugar de comer más, como le pasó cuando lo dejó por primera vez, no podía levantarse sin tomar un vaso de vino. Menos esa mañana. Abrió la ducha y se metió bajo el agua caliente. Las primeras gotas le dolieron sobre el cuerpo. Por la ventana se veía el jardín, el sol ya había derretido la escarcha de la mañana. Pensó a qué dedicaría el resto del día. No se le ocurrió nada demasiado atractivo. Lo único que había aprendido a hacer en sus años en La Cascada era jugar al burako, antes no sabía, y le encantó hacerlo, pero desde hacía un tiempo ese juego ya no la divertía. No le interesaba más armar escaleras. Como el tejido para otras mujeres, colocar las fichas sobre la mesa le sonaba a engaño, la inutilidad disfrazada de otra cosa por tener las manos ocupadas. Durante años fue postergando distintas actividades, convenciéndose de que las haría cuando sus hijos fueran todo el día al colegio. Creía que entonces se tomaría revancha y tendría la oportunidad de llevar a cabo sus propios proyectos. Pero los mellizos estaban a punto de terminar el secundario y todavía Carmen no terminaba de definir qué proyecto encarar primero. Le gustaba la decoración de interiores, pero los cursos que se daban en institutos terciarios a Alfredo le parecían «de poco vuelo, tirar la plata». Le gustaba dibujar y pintar. Tal vez fuera el momento de anotarse en las clases de pintura de Liliana Richard. O tal vez fuera mejor dejarlo para dentro de unos meses. No estaba segura. También le gustaba psicología. Nunca se había analizado, pero le había empezado a interesar el tema después de charlar en un par de sesiones con una psicóloga cuando la vaciaron. Histerectomía total, había dicho el médico, y ella nunca había escuchado esas palabras, pero sabía de qué le estaban hablando. Desde la operación no había vuelto a ayudar en el comedor de Santa María de los Tigrecitos. «Anda, te va a hacer bien», decía Alfredo. Pero ella no volvió. Le hubiera gustado ser psicóloga. O estudiar
Counseling
, una carrera más corta, como Sandra Levinas. Eso a Alfredo le parecería bien. A su marido le caía bien Sandra Levinas, decía que era «mona». Pero para cualquiera de las opciones, antes tenía que rendir las materias que le habían quedado del secundario, y como nadie sabía que no lo había terminado, ni siquiera Alfredo, era muy difícil hacerlo sin levantar sospechas.
A las doce bajó al jardín. Puso una reposera frente al sol, y se tiró a leer la revista de decoración que le llegaba todos los meses. A las doce y media apareció la mucama y preguntó: «¿La señora qué va a almorzar?». Carmen pidió una ensalada de lechuga y berro. «Traémela acá», le gritó cuando la mujer ya casi entraba en la casa. La mucama volvió a los diez minutos con la bandeja. Llevaba una ensaladera de tamaño mediano con las verduras elegidas condimentadas con oliva y aceto balsámico, «como le gusta a la señora», los cubiertos, una servilleta de tela, una copa, una jarra de agua, y un plato con un churrasco «por si le viene ganas». Carmen le devolvió el churrasco; le pareció impertinente que se metiera con su alimentación, ella no era Gabina, ella apenas la conocía. «Traeme el Rutini que tomé esta mañana, la botella», dijo con un tono severo y la empleada se fue con el churrasco y volvió con el vino sin más objeciones.
Después de almorzar se quedó dormida al sol. Soñó. Pesado, dulce, caliente como el sol que la iba sedando. Un sueño que la atrapaba y no la dejaba volver a la superficie. Soñaba rojo. Pero sin imágenes, sin historia. La despertó la mucama con el teléfono. «La llama la señora Teresa Scaglia», dijo. A un costado de la reposera, la copa estaba caída y los restos de vino habían manchado la revista. Carmen atendió. La invitaba a un seminario de Feng Shui que daban en una hora en el colegio de sus hijos «a beneficio de un hogar de chicos carenciados, ¿no te enteraste?». Carmen preguntó si era para el comedor de «Los Trigrecitos». «No, otros pobres, no los nuestros.» A Teresa le sobraba una entrada. La convenció: «A vos te encanta la decoración, y te digo que las entradas me salieron cien mangos cada una, así que más allá de la beneficencia debe ser algo de nivel».
Carmen se cambió. Mientras lo hacía, intentó comunicarse con Alfredo. Estaba en una reunión, no la pudo atender. Siempre, cerca del mediodía, Alfredo decía estar en reuniones y apagaba su celular. No había encontrado más pistas en los resúmenes de la tarjeta, pero no hacía falta, cada vez era más evidente que Alfredo la engañaba con alguien, y que no le importaba que ella supiera. A lo mejor hasta quería que supiera, pensó. Pero qué quería que hiciera, no iba a ser ella quien blanqueara la situación. Insistió con el teléfono, necesitaba que le trajera una chequera nueva, se había quedado sin cheques. La secretaria tampoco estaba. «Deben estar en un telo», pensó mientras se maquillaba frente al espejo.
A las tres de la tarde Teresa Scaglia tocó la bocina de su cuatro por cuatro. Carmen salió. «Vienen Lala, y Nane Pérez Ayerra también», le dijo entusiasmada cuando se subía a la camioneta. A Carmen le sorprendió que a Nane le gustara ese tipo de actividades, era muy deportista, se la pasaba jugando al tenis o en el gimnasio. «No, no tiene ni idea de qué se trata, pero está con un tirón en la pierna que la tiene parada y se prendió.»
El auditorio del
Lakelands School
estaba repleto. Carmen contó, sólo tres hombres entre el público. El resto, todas mujeres. Los aromas de los perfumes importados se mezclaban en el aire y sintió un sopor parecido al de su siesta. Pero no era dulce, ni rojo. El orador entró al escenario rodeado de aplausos. Carmen también aplaudió. No tenía rasgos orientales, seguramente no era chino. Se definió como «un maestro de Feng Shui de Palo Alto, California», según la traducción simultánea que recibió Carmen en su oído derecho. Miró a su alrededor y notó que muy pocas mujeres tenían puesto el audífono, ni siquiera Teresa, que apenas si sabía algo de inglés gracias a sus viajes a Miami. «Lo que voy a enseñarles no es el Feng Shui tradicional como se conoce en Oriente, sino un Feng Shui occidentalizado», dijo, e hizo una pausa, casi un suspenso de final de bloque de programa de televisión antes del siguiente comentario: «No me atrevería a transformar las maravillosas casas que he visto por la zona, en pagodas». El auditorio rió, halagado. «Tomemos del Feng Shui lo que nos sirve, y dejemos el resto para los otros.» Carmen se colgó de la palabra «otros» y se perdió la siguiente frase. Pensó si los otros serían los chinos, o los que no estaban allí escuchando al maestro, o su padre, que desde que su madre lo había dejado había vivido solo en un departamento de un ambiente en Caballito que mantenía Alfredo, y que ahora descansaba en la parcela del Memorial comprada por Alfredo. Los otros también podrían ser la secretaria de su marido, en su versión «la otra». O su madre, con la que no hablaba desde el entierro de su padre y a la que consideraba más muerta aún que a él. Las mujeres que participaban de los torneos de burako que ella organizaba en otra época con Lala o Teresa no eran «los otros», porque estaban allí, y la saludaban. «Otros» que nunca fueron definidos, o que tal vez se perdieron en la traducción simultánea. Pero que no eran ellos.
La segunda frase que la hizo desoír las siguientes fue «la vivienda es como la segunda piel del ser humano». Carmen se estremeció. Se frotó los brazos, tenía la piel erizada. Sintió frío y calor todo junto, como cuando era chica y tenía fiebre. Como cuando se le ponía la piel de gallina y su mamá la corría para ponerle un buzo. Como las primeras veces con Alfredo. Buscó a los tres hombres en la platea. Juzgó que ninguno valía nada. Tener un amante por la zona implicaba, en el mejor de los casos, salir con el arquitecto que llevaba la reforma de la propia casa, y en el peor con el jardinero. En el medio: los profesores de tenis, los
caddiesr
, algún
personal trainer
, el profesor de piano del hijo de alguna amiga, y no mucho más de lunes a viernes en Altos de la Cascada y sus alrededores. Siempre que una no estuviera dispuesta a salir con un vecino casado —en Altos de la Cascada todos los vecinos son hombres casados—, lo que traería ciertas complicaciones que Carmen no estaba en condiciones de sobrellevar. La peor de ellas, que si la cosa salía a la luz, alguno de los involucrados o ambos tendrían que mudarse. Como cuando Adán y Eva fueron echados del Paraíso, pensó, ajena a lo que hablaba el maestro de Feng Shui. Alfredo sí había tenido una historia dentro del barrio, pero con una mujer «en vías de separación», que había alquilado la casa de los Urovich durante un verano, y a la que el otoño se llevó otra vez a la ciudad, y ya no hubo necesidad de que Carmen tuviera que seguir fingiendo no darse cuenta de nada.
«Habitar una vivienda significa: estar en casa, sentirse bien, permanecer en un ambiente familiar, que en gran medida ha sido diseñado por uno mismo.» Carmen confirmó la frase en silencio. La plata la había puesto Alfredo, pero era ella la que había diseñado su casa; cada orden a los arquitectos la había dado ella, cada mueble lo había elegido ella, cada color había sido su decisión. Así que si se sentía bien o no con el resultado, era responsabilidad suya. Ya no era una nena. Hacía tiempo que había aprendido que quejarse o llorar no dan alivio, ni resucitan muertos, ni devuelven úteros. El maestro de Feng Shui acababa de decirlo, lo de la casa, lo de sentirse bien adentro. Ese otro adentro, no el que ella tenía vacío. Alfredo casi no había participado en el diseño. Sólo se había ocupado de su escritorio y de la bodega. Allí sí fue preciso. Él mismo eligió los humidificadores, los termómetros y la ubicación de cada uno de los estantes. Alfredo fue el que le enseñó a oler el vino, a esperar el aroma, a rechazarlo cuando no estuviera en su punto justo. «Y ahora se queja», pensó. «Las alteraciones en el sueño, la falta de equilibrio, las crisis matrimoniales y hasta las enfermedades pueden originarse en un Feng Shui negativo», escuchó decir al maestro, a cuenta de alguna otra frase que ya se había perdido entre el sopor que le provocaban los perfumes del auditorio.
A las cinco y media sonó su celular. Varias mujeres abrieron la cartera para verificar que no fuera el de ellas. Carmen se enredó con el cable del audífono para la traducción y tardó en atender. Una mujer que estaba sentada delante de ella se dio vuelta para mirarla con mala cara. El maestro de Feng Shui aprovechó para decir que no se les ocurriera cargar las baterías de sus celulares en las mesas de luz porque eso atrae ondas negativas al dormitorio. Era Tadeo, uno de los mellizos, la estaba esperando para que lo llevara a comprarse ropa, como habían quedado. Carmen se disculpó: «Me surgió un inconveniente a último momento, ¿no te avisó la chica?» Tadeo se enfureció. «Si querés tomate un remís y anda con ella.» Tadeo estrelló el tubo de teléfono contra la base y ella volvió al auditorio donde el maestro estaba diciendo algo en inglés de lo que sólo entendió «Bill Clinton». Se calzó otra vez los auriculares y llegó a escuchar que «el Salón Oval de la Casa Blanca tenía una distribución negativa de los muebles que le trajo muchos problemas maritales al presidente americano». Hubo sonrisas en la platea. Sintió que era demasiado obvio pensar en la ubicación de los muebles de la oficina de su marido. Pero no pudo evitarlo.
Uno de los tres hombres se paró y se fue. El maestro lo siguió con la mirada. Quiso dar un golpe de efecto a quien lo abandonaba y dijo, con tono de verdad revelada: «Expertos de Taiwán, Hong Kong y Singapur han sido consultados por responsables de grandes imperios económicos de Occidente para garantizar el éxito de sus emprendimientos». Carmen se acordó de su abuelo paterno, un gallego comunista que llegó a la Argentina escapando, de polizón, y se preguntó qué pensaría él del Feng Shui occidentalizado. Miró a sus costados y se dio cuenta de que no sabía quiénes habían sido los abuelos de ninguna de las amigas que la acompañaban, de la mayoría ni siquiera conocía a sus padres. Ella tampoco había mostrado a su padre mientras vivía, prefería visitarlo en su departamento, una vez al mes, cuando le llevaba la plata para el alquiler. Dicen que el padre de Nane alguna vez estuvo preso por estafa. Pero nadie conoce detalles que garanticen la veracidad del rumor. Lo cierto es que la casa del country está a nombre de su madre. O al menos eso le dijo Mavi Guevara, en confianza. Nane pidió la palabra para confirmarle la audiencia que «en la empresa de mi marido, hicieron una revisión de todas las instalaciones con un asesor de Feng Shui, y terminaron construyendo un Ta Ta Mi en la terraza para equilibrar la energía negativa». El maestro se mostró complacido con «una interrupción tan oportuna y ejemplificadora». «Habría que hacer revisar la casa de los Guevara, ¿no?», dijo Nane, y Teresa y Lala se rieron, aunque Lala agrego «No seas guacha, que si Martín no consigue trabajo pronto la que voy a tener que terminar reformando la casa voy a ser yo». «O laburando», se burló Teresa. «Eso ni lo sueñes», se rió Lala. «Lo tuyo es pasajero pero ¿cuánto hace que los Guevara viven de lo que aporta Virginia? A lo mejor Ronie no consigue laburo por el Feng Shui», insistió Nane. «No estaría mal que probaran algún cambio de muebles», remató Teresa, «en esta vida hay que probar de todo». Carmen pensó que en esta vida le gustaría probar marihuana; de chica no se había atrevido y ahora no sabía cómo conseguirla. En la televisión, una tarde de lluvia que se la pasó en la cama sin poder levantarse, había escuchado a un chico en un a
talk show
contando que fumaba porros porque le producía más o menos el mismo efecto que el vino, pero sin la resaca. Y ella estaba un poco preocupada por sus resacas. Sus hijos la habían visto un par de veces, ya que la empleada nueva no sabía manejar el tema como Gabina y cada vez que apenas se tambaleaba corría a buscarlos para que la ayudaran.