Odiaba la sangre. Como elemento decorativo dejaba mucho que desear. Y olía fatal. Mi estómago volvió a sublevarse y tuve que insistir mucho para que los donuts que me había comido no abandonaran sus posiciones. Cerré los ojos y luego me obligué a volver a abrirlos. Tenía que mirar. La única manera de evitar más escenas de este tipo era observando esta, intentando adivinar quién lo había hecho y saliendo en su busca para impedir que lo volviera a hacer.
Dejé a un lado mis náuseas y me centré en la escena buscando detalles.
Había unas manchas de sangre en el suelo, pero ninguna en los lados, ni en la superficie ni en los bordes del escritorio que estaba al lado. Eso significaba que la víctima no se había movido mucho desde el momento en el que había caído al suelo. O bien la tenían sujeta o bien se desangró tan rápido que no tuvo tiempo de arrastrarse hacia el teléfono más cercano, el de encima de la mesa, para pedir ayuda. Miré hacia arriba. No había mucha sangre en el techo. Eso no probaba nada, pero si a alguien le hubiesen abierto la garganta, estaría todo manchado. Cualquier otra forma de herida sangrienta podría haber dejado a la víctima, evidentemente el doctor Bartlesby, capaz de moverse por lo menos durante unos minutos. Por lo tanto, lo más probable era que lo hubiesen sujetado.
Miré hacia abajo. Había media huella de una pisada en la sangre del suelo y llevaba hacia la puerta. Parecía el talón de un zapato deportivo, uno no muy grande. Probablemente un zapato de mujer o uno grande de niño. Deseé que fuese el pie de un adulto con la intención de evitarme un insomnio inminente. Los niños no deberían ver aquellas cosas.
Pero bueno, ¿y quién sí?
A un nivel completamente diferente, la habitación tenía algo mucho más perturbador. La magia negra que se sentía allí no era la fría, pura y silenciosa que había sentido en la acera en Wacker. Esta tenía algo de podrida, oscura y mutilada. Había quedado una sensación de regocijo malicioso como residuo de la magia que se había utilizado. Alguien había usado sus poderes para asesinar a un hombre y había disfrutado mucho haciéndolo. Y aun peor, la que había allí era un aura completamente distinta a la que había sentido con Cowl o con Grevane. La actividad mágica nunca deja una pista exacta que un mago pueda seguir, pero la intuición me decía que aquello había sido demasiado chapucero y desesperado para Grevane, y más turbio de lo que a Cowl le hubiese gustado.
Allí había resquicios de una magia muy impetuosa, más potente de lo que yo podría haber activado jamás. Quien estuviese detrás del conjuro que había causado aquellos estragos era por lo menos más poderoso que yo. Quizás también más fuerte.
—¡Eh! —Oí una voz detrás de mí—. Me había parecido que eras tú.
Cogí fuerza y me di la vuelta. El mayor de los dos policías del piso de arriba estaba a treinta metros de mí, con una mano disimuladamente apoyada en la culata de su pistola. La expresión de su oscura cara era precavida pero no abiertamente hostil, trasmitía cautela, pero no alarma. En la etiqueta de su chaqueta ponía «Rawlins».
—¿Quién te pareció que era? —le pregunté.
—Harry Dresden —dijo—, el mago. El tío que contrata Murphy para el IE.
—Sí —contesté—, supongo que soy yo.
Asintió.
—Te vi en el piso de arriba, no parecías el típico visitante de museos.
—Es por este abrigo de piel, ¿verdad? —le dije.
—Eso ayuda —reconoció Rawlins—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Echando un vistazo —le dije—. No he entrado en la habitación.
—Ya. Esa es la razón por la que todavía no te he arrestado.
Rawlins miró por encima de mí, hacia la habitación, con expresión seria.
—Menudo infierno lo de ahí dentro.
—Ya —dije.
—Hay algo en todo esto que no tiene buena pinta —Ji jo—. No… no sé lo que es. Hace que se me ponga la piel de gallina. Más de lo habitual. Ya he visto acuchillamientos antes. Este es distinto.
—Sí —le dije—. Lo es.
El viejo policía me miró con los ojos brillantes y cogió aire.
—¿Es esto algo de lo que se ocuparía el IE?
—Sí.
—¿Te ha enviado Murphy? —gruñó.
—No exactamente —contesté.
—Entonces, ¿por qué estás aquí?
—Porque no me gustan las cosas que les ponen la piel de gallina a los policías —le dije—. ¿Tenéis algún sospechoso?
—Para ser alguien que solo pasaba por aquí tienes muchas preguntas —apuntó.
—Para ser un policía de calle encargado de vigilar la escena del crimen tú también tenías muchas —le dije—. Arriba, con los guardias de seguridad del museo.
Sonrió y enseñó unos dientes muy blancos.
—Vaya. He sido detective antes. Dos veces.
Levanté las cejas.
—¿Te degradaron?
—Las dos veces por culpa de un problema de actitud —dijo Rawlins. Le eché una sonrisa torcida.
—¿Me vas a arrestar?
—Depende —dijo.
—¿De qué?
—De por qué estés aquí. —Me miró a los ojos, directa y abiertamente, con la mano todavía en su pistola.
No le aguanté la mirada durante mucho tiempo. Miré por encima de mi hombro pensando en qué contestar y me decidí por un poco de sinceridad.
—Hay gente mala en la ciudad. No creo que la policía pueda atraparlos. Estoy intentando encontrarlos antes de que hagan daño a alguien más.
Se quedó mirándome durante un largo minuto. Después quitó la mano de la pistola y la metió en su abrigo. Me alcanzó el periódico.
Lo cogí y lo doblé. Era una especie de boletín informativo académico y en la portada había una foto de un anciano corpulento con patillas hasta la mandíbula, una chica sonriente y un joven de facciones asiáticas. El titular decía: «El profesor invitado, Charles Bartlesby, y sus asistentes, Alicia Nelson y Li Xian, se preparan para examinar la colección de Cahokia, que presenta el museo Field de Historia Natural de Chicago».
—El del medio es la víctima —dijo Rawlins—. Sus asistentes compartían oficina con él. No contestan a sus teléfonos móviles ni están en sus apartamentos.
—¿Sospechosos? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—No mucha gente asesina a desconocidos —dijo—. Eran los únicos de la ciudad que conocían a la víctima. Vinieron con él desde algún lugar de Inglaterra.
Levanté la vista del periódico, miré a Rawlins y fruncí el ceño.
—¿Por qué me estás ayudando?
Levantó las cejas.
—¿Ayudándote? Eso lo has podido averiguar en cualquier sitio. Además, yo no te he visto.
—Entendido —le dije—. Pero ¿por qué?
Se apoyó en la pared y cruzó los brazos.
—Porque cuando era un joven policía entré corriendo en un callejón tras oír los gritos de una mujer. Allí vi algo. Algo… —Su cara parecía distante—. Algo que me ha provocado pesadillas durante los últimos treinta años. Esa cosa estaba estrangulando a aquella niña. Se la quité de encima, vacié mi pistola en ella. Me levantó y golpeó mi cabeza contra la pared repetidamente. Creí que el hijo de mi madre iba directo a la tumba.
—¿Qué pasó? —le pregunté.
—El padre de la teniente Murphy apareció con una recortada cargada de piedras de sal y lo mató. Y en cuanto salió el sol, el cadáver de aquella cosa ardió como si estuviese bañada en gasolina. —Rawlins sacudió la cabeza—. Estoy en deuda con su viejo. Y conozco bastante bien las calles como para saber que ella está haciendo un gran trabajo. Y tú la has estado ayudando.
Asentí.
—Gracias —le dije.
Afirmó.
—No es que me apetezca perder mi trabajo por ti, Dresden. Desaparece antes de que alguien te vea.
Se me ocurrió una cosa.
—¿Sabes algo del instituto forense?
Se encogió de hombros.
—Claro. Todos los polis lo conocemos.
—Quiero decir si sabes algo sobre lo que pasó la otra noche —le dije.
Rawlins sacudió la cabeza.
—No he oído nada.
Fruncí el ceño. Debería estar por todos lados la noticia de un asesinato truculento en la morgue, si no en los periódicos, por lo menos debería haber rumores entre la policía.
—¿No? ¡Estás seguro?
—Seguro. Estoy seguro.
Asentí y atravesé aquella antesala.
—¡Oye! —me llamó.
—¿Puedes detenerlos? —me preguntó.
—Eso espero.
Miró la habitación llena de sangre y luego me miró a mí.
—Bien. Que tengas buena caza, chico.
—¡Uau! —dijo Butters, jugueteando con el panel de control del todoterreno—. Esta cosa tiene de todo, estaciones de radio por satélite… y te apuesto lo que quieras a que cabe toda mi colección de cedés en el cambiador del reproductor. Y, ¡eh!, ¡qué maravilla! Mira esto. También tiene un navegador, así no nos perderemos —dijo mientras le daba a uno de los botones.
Una voz tranquila salió del salpicadero:
—Entrando en Helsinki.
Levanté las cejas al salpicadero y luego miré a Butters.
—Tal vez este coche ya esté perdido.
—A lo mejor también estás interfiriendo en su ordenador —dijo Butters.
—¿Tú crees?
Sonrió y comprobó, por décima vez, que se había abrochado el cinturón.
—Aclaremos una cosa, a mí no me importa esconderme, Harry. Es decir, si estás preocupado por mi orgullo o algo así, no lo estés. Estoy bien escondiéndome Contento, incluso.
Salí de la autopista. Los verdes pastos y los cuidados árboles del parque industrial del instituto forense fueron apareciendo a medida que el todoterreno iba subiendo.
—Intenta relajarte, Butters.
Negó con la cabeza de forma nerviosa.
—No quiero que me maten. Ni que me arresten. Llevaría muy mal ser arrestado. O asesinado.
—Hay un riesgo calculado —le dije—, tenemos que averiguar para qué te necesitaba Grevane.
—¿Y me estás llevando al trabajo… porque…?
—Piénsalo. ¿Qué hubiese pasado si llegan y no estás, si hay sangre por todos lados, el edificio saqueado y el cadáver de Phil tirado por ahí dentro o por el campo?
—Habrían despedido a alguien —dijo Butters.
—Sí. Y habrían cerrado el edificio para buscar pistas. Y te habrían cogido y te habrían encerrado en alguna parte, por lo menos para interrogarte.
—¿Y? —preguntó Butters.
—SI Grevane ha limpiado todo lo que pasó en la morgue significa que no quería llamar la atención de la fuerzas oficiales. Lo que quiera de ti, estoy seguro de que sigue en el edificio. —Llegamos al parque industrial—. Y tenemos que encontrarlo.
—¿Eduardo Mendoza? —me preguntó.
—Así de golpe, no se me ocurre otra razón para que alguien quiera los servicios de un simpático médico forense —le dije—. Grevane tiene que estar interesado en un cadáver de la morgue y ese era el único que parecía un poco extraño.
—Harry —dijo Butters—, si este tío es un nigromante de verdad, un hechicero de la muerte, entonces, ¿para qué iba a querer a un simple y anticuado científico friki como yo?
—Esa es la pregunta del millón —le dije—. Y tenemos otra razón, además.
—¿Ese doctor del museo? —preguntó Butters.
Asentí y aparqué al lado de la pequeña furgoneta estropeada de Butters.
—Claro. Necesito averiguar qué fue lo que lo mató. Vamos, cualquier información nos puede ser de utilidad.
Butters cogió aire.
—Bueno. No sé lo que seré capaz de hacer.
—Cualquier cosa supondrá más de lo que tenemos ahora mismo.
Miró alrededor con cautela.
—¿Crees que… Grevane o su amigo… todavía están por aquí? ¿Esperando a que llegue… ya sabes… yo?
Me abrí el abrigo y le enseñé a Butters la funda de la pistola que llevaba colgada del hombro. Después me estiré hacia atrás y cogí mi bastón de la parte trasera del coche.
—Si aparecen los voy a joder el día.
Se mordió el labio.
—Podrías hacerlo, ¿verdad?
Miré alrededor y le dije:
—Butters, confía en mí. Si hay una cosa que hago bien es joderle el día a la gente.
Se rió nerviosamente.
—Repite eso.
—Si hay una cosa que hago bien… —Empecé a hablar, pero Butters me dio un pequeño puñetazo en el brazo y le sonreí—. Vamos a entrar y salir lo más rápido que podamos, te voy cubriendo la espalda. Creo que lo tenemos todo bajo control.
Apagué el motor del todoterreno y saqué la llave. El vehículo tembló y trinó; algo parecido a un lamento salió del salpicadero. Por un momento pensé que alguien gritaría: «¡Alerta roja, todos a sus puestos!». Pero en vez de eso, el coche emitió un hipido y con voz relajada dijo: «Cuidado, la puerta está entreabierta. La puerta está entreabierta».
Parpadeé mirando al salpicadero. Repitió el aviso varias veces más, ralentizándose pero bajando el tono cada vez hasta que se perdió en un sonido sordo y desapareció.
—Eso no es una buena señal —afirmé.
—Es verdad —contestó Butters en voz baja—. Porque siempre que estás cerca todas las cosas se tuercen.
—Exactamente —le dije. Intenté pensar darle a esa última frase un sentido positivo, pero no estaba preparado para ejercicios mentales—. Venga. Cuanto antes nos pongamos en marcha, antes nos iremos.
—Vale —dijo él, y los dos nos bajamos del coche y nos dirigimos al instituto forense. Según nos fuimos acercando a la puerta empecé a cojear y a apoyarme en bastón un poco, como si necesitase el soporte. Butters me abrió la puerta y renqueé con cara de dolor hacia dentro, camino de la mesa del vigilante de seguridad.
No lo conocía. Tendría unos veintitantos y parecía muy atlético. Nos vio entrar y bizqueó un poco; cuando estuvimos dentro levantó las cejas.
—¡Doctor Butters! —dijo sorprendido—. Hacía mucho tiempo que no lo veía.
—Casey —dijo Butters saludándole varias veces con la cabeza—. Oye, me gusta tu nuevo corte de pelo. ¿Está el doctor Brioche aquí?
—Ahora mismo está trabajando —dijo Casey—. En la sala uno, creo. ¿Qué está usted haciendo aquí?
—Pues intentando librarme de una charla —dijo Butters secamente. Se colgó la identificación del abrigo—. Me olvidé de archivar unos formularios y si no los dejo listos antes de que salga el correo, Brioche me sermoneará hasta que me sangren los ojos.
Casey asintió y me miró.
—¿Quién es él?
—Harry Dresden —dijo Butters—. Tiene que firmar los formularios. Es asesor del Departamento de Policía. Harry, este es Casey O'Roarke.
—Encantado —le dije enseñándole el carné que Murphy me había dado para poder colarme en las escenas de los crímenes. Cuando lo hacía sentí otro embate de aire frío de la magia negra. Grevane había asesinado y reanimado a Phil! cuando el pobre hombre estaba sentado en aquella mesa.