—¿Quién eres tú? —preguntó el hombre con un fuerte acento británico.
—La Gran Calabaza —respondí—. He abandonado el huerto de calabazas tan pronto porque Butters es así de ingenioso. ¿Y tú eres…?
El hombre me estudió en silencio durante un largo segundo. Sus ojos se concentraron en mi brillante muñeca y luego se fijó en el pentáculo que llevaba en el cuello, el amuleto de plata que mi madre me había regalado y que, probablemente, me colgaba por fuera de la camisa.
—Puedes llamarme Grevane. Márchate, chico.
—¿O qué?
Grevane mostró una pícara sonrisa y, golpeándose con el libro y asintiendo a sus inmóviles compañeros, dijo:
—En mi coche hay sitio para uno más.
—Yo ya tengo trabajo —le dije—. Pero no hay razón para que esto se ponga desagradable. Te vas a quedar ahí de pie, mientras yo y Butters nos despedimos.
—Butters y yo —dijo con voz molesta.
—¿Qué dices?
—Se dice Butters y yo, idiota. ¿De verdad crees que un escudo defensivo, apenas sostenido por un pequeño y torpe foco, me va a intimidar y voy a dejar que os vayáis?
—No —le dije y saqué mi pistola del 44 del bolsillo de mi guardapolvo. Lo apunté y, tras quitar el seguro, puse el dedo en el gatillo—. Por eso traje esto.
Levantó las cejas.
—¿Vas a intentar matarme
in cruor gelidus
?
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—No, lo haré aquí mismo —contesté—. Butters, levántate. Ven aquí conmigo.
El hombrecillo se puso de pie como pudo, temblando, y huyó de la mirada fija y vacía del difunto Phil.
—Bien —dije—. Esto está marchando bien, Grevane. Haz que continúe así y los forenses no tendrán que recuperar tus dientes de la pared que hay detrás de ti.
Butters se hundió detrás de mí, mientras Grevane seguía batiendo el libro en su pierna. El nigromante me miraba tan fijamente que apenas tenía tiempo para pensar en Butters. De pronto, una lenta y aterradora sonrisa se dibujó en su cara.
—No eres un centinela.
—Suspendí caligrafía.
Se le encendieron las fosas nasales.
—No eres uno de los perros guardianes del Consejo. Eres, de hecho, algo parecido a mí.
—Lo dudo mucho —le dije.
Grevane tenía pocos dientes y eran amarillos, le concedían a su sonrisa cierta similitud con la boca de un cocodrilo.
—No juegues conmigo. Puedo oler magia verdadera en ti.
La última persona que me había hablado de «magia verdadera» había sido el nigro-Bob. Tuve que sobreponerme a un escalofrío.
—Bueno, pues esta será la última vez que compre un desodorante genérico.
—Tal vez podamos llegar a un acuerdo —dijo Grevane—. Esto no tiene por qué terminar en un derramamiento de sangre, sobre todo no ahora, tan cerca del fin de la especie. Únete a mí contra los demás. Un teniente vivo me resulta de mucha más utilidad que un idiota muerto.
—Tentador —le dije con el tono de voz que utilizaría si estuviese frente a un retrete atascado. Butters me agarró y yo lo empujé hacia la puerta con la cadera; lo entendió enseguida. Di un paso lateral con él hacia la puerta de la sala. Mantuve los ojos y la pistola en Grevane, mientras mi brazalete seguía expulsando una llovizna de chispas no muy luminosas—. Pero no creo que me guste tu forma de gestionar el negocio. Butters, comprueba el estado del vestíbulo.
Butters estiró el cuello y miró alrededor, muy nervioso.
—No veo a nadie.
—¿Puedes cerrar esa puerta?
Tras un ruido de llaves, contestó:
—Sí.
—Prepárate para hacerlo —le dije y salí hacia el vestíbulo—. ¡Ciérrala!, ¡corre! Butters manipuló torpemente la llave. Por fin la metió en la ranura y la giró. El tosco cerrojo de seguridad se deslizó produciendo un fuerte y reconfortante chasquido, un instante antes de que algo muy sólido y pesado golpeara la puerta tan fuerte como para sentir cómo temblaba el suelo bajo mis botas. Un segundo después la puerta volvió a temblar y una abolladura del tamaño de un puño sobresalió unos dos centímetros por el centro.
—¡Ay, Dios! —gimió Butters—. Ay, Dios mío, eso era Phil. ¿Qué es esto?, ¿qué está pasando?
—Ahora estoy contigo, tío —le dije. Cogí al hombrecillo y empecé a arrastrarlo hacia abajo, en dirección al vestíbulo, lo más rápido que pude—. ¿Quién más tiene llaves de esa puerta?
—¿Qué? —Butters parpadeó un segundo—. Ah, ah, sí, los otros médicos, los guardias de seguridad del turno de día… y Phil.
La puerta volvió a moverse, otra abolladura y luego silencio.
—Grevane también ha llegado a esa conclusión —dije—. ¡Vamos! Antes de que encuentre la llave correcta. ¿Llevas encima las llaves de tu coche?
—Sí, sí, espera, ah, sí, justo aquí —dijo Butters. Le castañeteaban tanto los dientes que casi no se le entendía al hablar y tropezaba cada dos pasos—. Ay, Dios, Dios, esto es real.
En la entrada, detrás de nosotros, se oía que chocaban entre sí trozos de metal. Alguien estaba probando a meter las llaves en la cerradura.
—¡Butters! —dije agarrándolo por los hombros y conteniéndome para no pegarle una bofetada como en las películas—. Haz lo que yo te diga. Deja de pensar. Piensa después. Ahora muévete o no habrá un después.
Se me quedó mirando y durante un segundo pensé que iba a vomitar. Pero tragó saliva, asintió una vez y me dijo:
—Vale.
—Bien. Corramos hasta tu coche, ¡venga!
Butters asintió y se dirigió hacia la parte frontal del edificio en una auténtica contrarreloj. Aceleró mucho más rápido que yo, pero, como tengo las piernas más largas, lo alcancé enseguida. Butters frenó para darle al timbre del servicio de vigilancia y yo sostuve la puerta lo suficientemente abierta como para que él pasara primero. Giró a la derecha y corrió por el aparcamiento conmigo a medio metro de distancia.
Rodeamos la esquina del edificio y Butters salió disparado hacia una pequeña furgoneta de reparto. Lo seguí y, comparado con el silencio de la morgue, el ruido nocturno de la ciudad me pareció atronador. El tráfico siseaba en un río automotor que llenaba la autopista. Las sirenas se oían en la distancia, más ambulancias que coches patrulla. En algún lugar en un radio de trescientos kilómetros, en uno de esos enormes aparatos estéreos, sonaba un bajo que marcaba un ritmo constante demasiado suave para apreciarlo.
En el aparcamiento no había luz y convertía aquello en un lugar oscuro y confuso, pero el olor a gasolina llegó con fuerza a mi nariz y agarré por el cuello a Butters. El hombrecillo se atragantó y casi se cae, pero se detuvo.
—¡No! —le advertí. Deslicé los dedos bajo el capó de la minúscula furgoneta. La palanca saltó, ya estaba abierto.
El motor había sido desgarrado. Un cinturón de seguridad arrancado colgaba por fuera como la lengua de un buey muerto. Los cables estaban esparcidos por todos lados y había unos agujeros del tamaño de unos dedos en los tanques de plástico para líquidos. El refrigerante y el jabón para el parabrisas goteaban por el suelo del aparcamiento, y por el olor se podía adivinar que habían sido mezclados con la gasolina del depósito.
Butters se quedó mirando con los ojos abiertos de par en par y pataleando.
—¡Mi furgoneta! ¡Se han cargado mi furgoneta!
—Eso parece —dije echando un ojo alrededor.
—¿Por qué se han cargado mi furgoneta?
El sonido del bajo seguía resonando en estéreo a través de la noche de octubre. Me tomé un segundo para concentrarme en el sonido. Estaba cambiando, estaba subiendo con cada golpe. Reconocí lo que quería decir, y el pánico se apoderó de mi cabeza en un segundo.
El efecto Doppler. La fuente del sonido del bajo se estaba acercando a nosotros.
En la oscuridad de los caminos del parque industrial, un par de faros se encendieron y distinguimos un coche que aceleraba en dirección al instituto forense. Los faros estaban bastante alejados entre sí, lo que quería decir que era un coche antiguo, y a juzgar por el sonido del motor sería algún dinosaurio de esos que chupan tanta gasolina, probablemente sería un Caddy
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u otro parecido.
—¡Venga! —Golpeé a Butters y empecé a correr hacia el aparcamiento de al lado, de vuelta a mi Escarabajo azul. Puesto que ya habíamos sido descubiertos encendí de nuevo mi brazalete escudo, como si mi mano se hubiese convertido en un pequeño cometa. Butters me seguía a buen ritmo porque, las cosas como son, era un gran corredor.
—¡Ahí! —grité—. ¡Ve hacia mi coche!
—¡Vale!
Detrás de nosotros oímos el ruido sordo del Cadillac al girar bruscamente en el aparcamiento. Enseguida empezó a dar bandazos al pasar por encima del cemento del suelo engrasado y el chasis comenzó a despedir chispas. El coche rugió al salir al césped y patinó sobre un costado hasta que se frenó. La puerta se abrió y apareció un hombre.
Gracias a los faros del Caddy pude ver con bastante detalle el aspecto de aquel tipo. Era de estatura media como mucho, tenía el pelo largo y fino, estaba pálido y tenía piel flácida con manchas de vejez. Se movía rígidamente, como si tuviese artritis, pero consiguió arrastrar una escopeta fuera del coche que, deliberada y cuidadosamente, se colocó en el hombro.
Me coloqué de manera que quedara directamente en línea entre el conductor y Butters, giré la cadera y estiré el brazo hacía atrás a la vez que levantaba el escudo. Volvió a brillar y formó medía cúpula fantasmagórica justo un segundo antes de que el cañón de la escopeta se llenara de luz. El escudo brilló y envió una nube de chispas del tamaño de una pequeña casa. Sentí en la muñeca cierto titubeo del brazalete, ya que estaba medio defectuoso, pero se volvió a solidificar a tiempo de atrapar la segunda explosión que lanzó el segundo cañonazo de la escopeta. El viejo soltó unos escandalosos e indescifrables alaridos, abrió el cañón y empezó a cargarlo de nuevo con cartuchos nuevos.
Butters y yo nos pusimos a gritar, echamos a correr hasta el Escarabajo y nos metimos dentro. Encendí el motor con todas mis ganas y el Escarabajo petardeó una vez y luego encendió valientemente lo mejor que pudo. Fue chirriando hasta salir del aparcamiento y luego por la carretera. Resbaló, giró sobre sí mismo, derrapó una vez y se lanzó a la calle.
—¡Cuidado! —gritó Butters señalando algo.
Giré la cabeza y miré sobre mi hombro para encontrarme con Phil y con los otros tres muertos de la sala de análisis corriendo hacia nosotros. No es que estuvieran corriendo. Es que era una auténtica carrera de velocidad, Phil corría más rápido de lo que habría sido capaz cuando era joven. Pisé el acelerador y mantuve los ojos en la carretera.
El Escarabajo dio unos bandazos y Butters gritó.
—¡Me cago en la leche!
Volví a mirar para atrás y vi a Phil el Muerto aferrado a la parte trasera del coche. Debía de haberse puesto de pie sobre el parachoques. Los otros tres no estaban nada lejos de él ni del coche. Phil el Muerto llevó su mano hasta la parte baja del coche y empezó a producir un sonido como si estuviese arrancando algo. Primero un golpe fuerte y luego otros más débiles y unos chirridos, parecía que intentaba arrancar la parte trasera de la carrocería, dejando el motor al descubierto.
—¡Coge el volante! —le grité a Butters. Se estiró por encima hacia él. Estiré la mano derecha y la saqué hacia Phil el Muerto. Canalicé toda mí atención hacia el anillo de plata de mi dedo anular. Es otro foco, como el brazalete escudo, pero este se ha diseñado para almacenar un poco de energía cinética cada vez que muevo el brazo. Me centré en el anillo, apreté mi mano cerrando el puño y lo dirigí empujándolo directamente a Phil el Muerto, dejando salir la energía.
Phil el Muerto había vuelto a levantar el brazo, esta vez para arrancar el motor del Escarabajo, pero me adelanté. La fuerza invisible expulsada por el anillo lo golpeó en los muslos, castigando toda la parte inferior de su cuerpo. La potencia hizo que se le soltasen las manos del coche y que se derrumbase, hasta desplomarse sobre la calle con mucho impulso y de manera ruidosa, despatarrado de brazos y piernas. Los otros muertos corrieron por encima de él, saltándolo de cualquier manera, y Phil el Muerto se quedó tirado, moviéndose nerviosamente como un juguete roto.
Volví al volante y cambié de marcha. Por el espejo retrovisor vi que el más rápido de los muertos estaba otra vez corriendo hacia nosotros, y no llegó a alcanzar el coche por muy poco. El resto se perdieron en la oscuridad, desperdigándose por el parque industrial y por las vías públicas.
Conduje durante un rato, cogiendo un montón de curvas innecesarias. No creía que nadie nos estuviese siguiendo, pero no quería correr el riesgo de que el viejo se hubiese vuelto a subir a su Caddy y nos estuviese pisando los talones. Puede que pasaran unos veinte minutos antes de que volviera a respirar a ritmo normal y me sintiera lo suficientemente seguro como para hacerme a un lado y detener el coche en un aparcamiento bien iluminado.
Empecé a temblar en cuanto pude frenar el coche. La adrenalina me hace eso. Normalmente me controlo bastante bien cuando estoy en plena crisis, pero una vez que termina, mi cuerpo se pone a sufrir por el terror pasado. Cerré los ojos e intenté mantener la respiración lenta y tranquila, pero tuve que esforzarme para conseguirlo. No había nada que pudiera hacer para no temblar.
Se me había vuelto más y más duro mantener la compostura, sobre todo desde la batalla en la que casi pierdo la mano. Las emociones que sentía siempre parecían hacerme más daño después, y a veces tenía que cerrar los ojos literalmente y contar hasta diez para no perder el control. Justo en esos momentos es cuando quiero gritar y vociferar, un poco por la alegría de estar vivo y otro poco por la furia de que alguien haya intentado matarme. Me gustaría usar mi poder y arrasar con él. Así sentiría la auténtica energía de la creación abrasándome los pensamientos y el cuerpo, guiado por mi pura voluntad. Quería liberarme.
Pero no podía hacer eso. Incluso entre los magos más poderosos del planeta, no soy poca cosa. Tal vez no tenga la finura, la clase o la experiencia de la que presumen los practicantes más viejos, pero cuando se trata de puro músculo metafísico, estoy entre los treinta o cuarenta mejores magos vivos. Tengo una tonelada de fuerza, pero no siempre tengo el control preciso para ponerla en acción. Esta es la razón por la que tengo que usar utensilios especialmente preparados, como el brazalete o el anillo, para canalizar el poder. Incluso con ellos, no siempre es fácil ser preciso. La última vez que renuncié a mi autocontrol y realmente liberé mi fuerza, quemé a una docena de personas y las convertí en esqueletos abrasados.