Latidos mortales (11 page)

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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

—Mitad chow-chow, mitad mamut lanudo. Un chowmut lanudo.

La mandíbula de Ratón se abrió y dio paso a una sonrisa perruna.

—¡Uau! ¡Menudos dientes que se gasta! —dijo Butters—. No muerde, ¿no?

—Solo a los malos —le dije. Cogí la correa y se la enganché al collar—. Voy a llevarlo a dar una vuelta. Cuando venga a dejarlo quiero que te cierres con llave y que te quedes aquí quietecito.

Nervioso y preocupado preguntó:

—¿Te vas?

—Estás a salvo —le dije—. Tengo medidas de seguridad que no dejarían que Grevane te encontrase aunque utilizase su magia.

—¿Estás hablando de conjuros y cosas de esas?

—Sí —le dije—. Mis hechizos contrarrestarán los de Grevane e impedirán que te localice mientras resuelvo un par de asuntos.

—¿No vas a estar aquí? —me preguntó Butters. No parecía muy confiado.

—Grevane no te encontrará —sentencié.

—¿Y si lo hace?

—No lo hará.

—Ya, ya, seguro que no. Te creo —dijo Butters tragando saliva—. Pero ¿y si lo hace?

Intenté sonreírle de manera tranquilizadora.

—También tengo otros hechizos que impiden que nadie cruce la puerta. Ratón te vigílará y le voy a dejar una nota a Thomas pidiéndole que se quede en casa esta noche, solo por si acaso.

—¿Quién es Thomas?

—Mi compañero de piso.

Cogí un trozo de papel y un bolígrafo de una caja que estaba bajo la mesita y escribí una nota.

Thomas:

Han salido a la palestra unos nuevos malos y se quieren cargar al hombrecillo que está en el cuarto de estar. Se llama Butters. Lo he traído aquí para mantenerlo fuera del radar mientras negocio con ellos. Hazme un favor y vigílalo hasta que vuelva.

Harry

Doblé la nota y la dejé allí encima.

—Es listo y bastante fuerte. No sé cuándo volverá, pero cuando lo haga dile que yo te traje aquí y dale esta nota. Estarás bien.

Butters exhaló despacio.

—Vale, ¿y adónde vas?

—A la librería —le dije.

—¿Por qué?

—Grevane estaba leyendo un ejemplar del libro llamado
Die Lied der Erlking
. Quiero saber por qué.

Butters se quedó mirándome durante un segundo y dijo:

—En aquella situación, entre amenazas, pistolas, zombis y no sé qué más, ¿te fijaste en el libro que tenía en la mano?

—Pues sí. Joder, soy un fuera de serie.

—¿Y yo
qué
hago? —me preguntó.

—Duerme un poco. —Estiré el brazo y señalé la estantería—. Puedes leer, si lo prefieres, y coge lo que quieras de la cocina. ¡Ah! Una cosa más: no abras la puerta bajo ningún concepto.

—¿Por qué no?

—Porque el hechizo podría matarte.

—¡Oh! —dijo—. Claro, por supuesto, el hechizo.

—No estoy de broma, Butters. Está ahí para que nadie pueda entrar, pero si abres la puerta puede tener un efecto de absorción. Thomas y yo tenemos un talismán que nos permite entrar. A cualquier otra persona, la destrozaría.

Tragó saliva.

—Bien. Vale. ¿Y qué pasa si el perro tiene que salir?

Suspiré.

—Sería imposible que el perro estropease este lugar más de lo que lo hace Thomas. De todas formas, vamos, Ratón, tenemos que asegurarnos de que te quedas relajado.

Ratón tenía un sexto sentido: sabía que cuando teníamos prisa no debía hacerse el remolón en el patio de la pensión. Fuimos hasta nuestra pequeña zona designada y volvimos sin retrasos. Lo metí dentro de casa con Butters, aceleré el Escarabajo y me dirigí a Bock Ordered Books.

Artemis Bock, el propietario de la tienda de ciencias ocultas más antigua de Chicago, era un viejo conocido de la zona del parque Lincoln, y la librería llevaba abierta desde mucho antes de que yo llegara a la ciudad. Aquel barrio, que era una extraña mezcla de lo peorcito de la gran ciudad, convivía, codo a codo, con el erudito ambiente de la universidad de Chicago. A pesar de ser mago aquel no era el tipo de lugar por el que me gustaba pasear de noche, pero esta vez no tenía elección.

Aparqué el Escarabajo una manzana más abajo de donde estaba la tienda, al otro lado de la calle. En las ventanas de las casas baratas de aquella zona ondeaban los colores de las bandas callejeras a las que pertenecían sus inquilinos. No me preocupaba que alguien intentara forzar y robar el Escarabajo azul mientras iba a la tienda, ya que no resultaba un coche muy tentador como para molestarse. De todas formas, para no correr riesgos, no hice ningún esfuerzo por esconder la pistola: con mucha calma, mientras me alejaba del coche, me la coloqué en la funda del hombro, bajo el abrigo. También tenía el bastón conmigo y, cuando cerré la puerta del coche, lo cogí con firmeza con la mano derecha. Empecé a andar calle abajo, muy consciente de mis actos, manteniendo una expresión tranquila y fría. No tenía permiso para llevar armas ocultas, así que podría acabar en la cárcel por pasearme con aquello. Por otro lado, aquella zona de la ciudad era el lugar favorito de algunos de los malvados habitantes del mundo sobrenatural, así que más probable que acabar en la cárcel era acabar en la tumba, y tendría muchas más papeletas para la segunda opción si se me ocurriese pasearme sin la pistola. Cuando me encuentro frente a este tipo de encrucijadas, me suelo inclinar por la supervivencia, gracias.

En el paseo hacia la tienda me crucé con un par de borrachuzos y traté de ignorar a una mujer que, pálida, escuálida y con la mirada vacía, se tambaleaba hacia mí, ataviada únicamente con unas medias de leopardo, un abrigo de piel y un sujetador. Sus pupilas se habían dilatado tanto que sus ojos azules parecían negros, y estaba demasiado colocada para caminar. Probablemente no fuese muy mayor, pero la vida había sido dura con ella. Me vio y por un segundo pareció que iba a ofrecerme sus servicios. Pero al acercarse y fijarse en mi cara, se hizo a un lado deseando volverse invisible. Pasé a su lado sin abrir la boca.

Era una noche muy fría. En pocas semanas haría tanto frío que personas como aquellas, los borrachos o la yonqui, verían su vida peligrar. Alguien encontraría un cuerpo y otro alguien, más tarde, llamaría a la policía. El agente de turno aparecería y cubriría el informe policial en el que constaría que el cuerpo encontrado se habría quedado sin vida por congelación letal. Algunas veces no era un accidente. Las bajas temperaturas facilitaban mucho la situación para que un camello, por ejemplo, matase a esa persona que tanto le sacaba de quicio. Solo es necesario un empujoncito para rematar la faena: quitarles alguna prenda de abrigo y dejar que la noche los devore. La mayoría de esos cuerpos solían encontrarse a unas manzanas de donde yo estaba.

Puede que estuviera a unos treinta metros de la tienda, cuando crucé la línea invisible donde la atmósfera opresiva y peligrosa de la parte diabólica de la ciudad disminuye varios grados. Algunos pasos después atisbé, en la distancia, un edificio del campus de la universidad de Chicago. Me proporcionó cierta tranquilidad, pero esa promesa tácita de seguridad y de cumplimiento de la ley era solo una ilusión. Los crímenes disminuían a medida que te acercabas al campus, sin embargo, lo único que evitaba que los elementos oscuros traspasaran las fronteras de los dos mundos eran puros convencionalismos y patrullas de policía relativamente frecuentes.

Bien, había algo más, pero yo no me podía permitir su implicación. Mavra me había prohibido que nadie más se involucrase, y eso quería decir que, aunque necesitase ayuda, no debía ni pensar en pedirla. Solo dependía de mí. Y si los problemas venían a visitarme, tendría que resolverlos solito.

Los depredadores responden al lenguaje corporal. Circulé como si estuviese de camino a arrancarle la cara a alguien, hasta que llegué a la tienda y entré.

Artemis Bock,
el
propietario, estaba sentado detrás del mostrador, mirando hacia la puerta. Era un hombre enorme, de unos cincuenta y tantos años, muy ancho de hombros y sin afeitar, estaba bastante gordo pero se adivinaban unos curtidos músculos bajo aquella capa de grasa. Sus nudillos parecían, por el tamaño y la textura, pelotas de golf; en ellos tenía cicatrices de heridas que debía de haberse hecho antes de ser vendedor. Probablemente no fue nada tan potente como un mago, pero sabía bien cómo moverse por Chicago entre la teoría básica de magia. Su tienda estaba protegida con media docena de sutiles hechizos que eran de gran ayuda para ahuyentar a quien estuviese buscando problemas.

Las campanillas de la puerta tintinearon cuando entré y simultáneamente otra más grave sonó por algún sitio más allá del mostrador. Bock tenía un brazo en el tablero y otro oculto en la parte de abajo. No lo puso a la vista hasta que se encontró con mi cara a través de sus gafas de leer. Asintió. Cruzó los brazos encima del mostrador otra vez, se encorvó sobre lo que parecía una revista de coches y dijo:

—Señor Dresden.

—Bock —contesté asintiendo.

Sus ojos brillaron cuando vio mi bastón y me dio la sensación de que, por alguna razón, sabía que llevaba una pistola bajo la chaqueta.

—Necesito meterme en la jaula —le dije.

Sus pobladas cejas se convirtieron en una sola.

—Los centinelas estuvieron aquí hace menos de un mes. Mi tienda está limpia y lo sabe.

Levanté la mano del guante en un gesto pacífico.

—No estoy en visita de inspección. Son asuntos personales.

Hizo un ruido sordo con la garganta, la intención era algo intermedio entre reconocimiento y disculpas. Echó la mano hacia atrás sin mirar y alcanzó una llave que colgaba de un gancho en la pared. Me la pasó. Tuve que dejar que mi bastón cayese sobre la sinvergüenza de mi mano izquierda para poder coger la llave con la derecha. Estoy seguro de que no fue nada elegante, pero por lo menos no se me cayeron al suelo las dos cosas, que habría sido más propio de mí.

—¿Quiere venir conmigo? —le pregunté. Bock no dejaba que los clientes examinaran los libros de la jaula sin su supervisión.

—¿Y qué le voy a decir? —me dijo mientras pasaba una hoja de la revista.

Asentí y decidí empezar por el final de la tienda.

—Señor Dresden —dijo Bock.

—¿Sí?

—Circula el rumor de que un asunto muy escabroso está teniendo lugar. Bill ha venido hoy por aquí y dice que la gente está muy nerviosa.

Hice una pausa. Billy Borden era el líder de una banda de auténticos hombres lobo que se hacían llamar los Alphas y vivían en el vecindario del campus. Unos cuatro años atrás, los Alphas habían aprendido a transformarse en lobos y habían declarado los alrededores del campus, zona libre de monstruos. Para demostrarlo despellejaron a unos cuantos, y lo hicieron tan bien que el inframundo local (compuesto por vampiros, necrófagos y otros del estilo) decidió que seria más fácil ir a cazar a otra parte.

La comunidad mágica de Chicago, es decir, los humanos, se ubicaban en torno a unos cuantos barrios de la ciudad. El grupo que vivía en la zona del campus era el más pequeño, pero probablemente el más informado de todos. Los rumores siempre encuentran la manera de infiltrarse en los ambientes del ocultismo, cuando algo malvado se desata todos se apresuran a resguardarse o esconderse. Es el instinto de supervivencia, que yo defiendo a capa y espada, de aquellos que desarrollaron algún talento para la magia, pero no el suficiente para considerarse una amenaza. La situación ya estaba en la cuerda floja, como para que el novato de Billy, que no tiene más que un truco para todo, pretendiera lanzarse al vacío y enfrentarse él solo a los malos.

Por supuesto, eso era exactamente lo que Billy Borden había hecho. Billy y compañía no le llegaban ni a la suela de los zapatos a Grevane. Que no se me malinterprete: son una auténtica amenaza para un nivel medio de magia negra, sobre todo si trabajan unidos, pero no estaban acostumbrados a enfrentarse a alguien de la talla de Grevane. Billy tenía que quitarse del medio, pero no podía ponerme en contacto con él para decírselo. Joder, incluso aunque lo hiciera, se pondría a gritarme como un poseso y me diría que podía encargarse de esto él solo. Si quería que se escondiese, tendría que hacerlo de otra manera.

—Si lo vuelve a ver —le propuse a Bock—, dígale de mi parte que se oculte, pero que mantenga los ojos bien abiertos. Y que se ponga en contacto conmigo antes de hacer nada.

—Algo está pasando —dijo Bock. Sus ojos brillaron al mirar el calendario.

De repente me di cuenta de que había tres o cuatro pares de ojos más en la tienda. Eran otros clientes. Es verdad que era tarde, pero la comunidad ocultista no es que tenga precisamente unos horarios muy convencionales y, además, solo faltaban dos días para Halloween. Miento, ya era casi la una de la madrugada, así que Halloween sería al día siguiente. Eso significaba para muchos el famoso «truco o trato», pero para otros era el temido Samaín, por no hablar de todas las creencias relacionadas con ese día que existían dentro de los círculos del ocultismo. Había que hacer ciertas compras.

—Puede ser —le dije a Bock—. Quizás estaría bien que se resguardase detrás del umbral después de la medianoche los próximos dos días. Por si acaso.

La expresión de Bock me reveló que pensaba que yo no le estaba contando todo lo que sabía. Le contesté, también con la mirada, que se metiese en sus putos asuntos, y me dirigí hacia el fondo de la tienda.

La tienda de Bock era más grande de lo que parecía desde fuera. Hubo un tiempo en el que la parte de atrás fue una taberna clandestina y la de delante una tienda ultramarinos de barrio. La parte delantera contaba ahora con una zona donde se exponían bolas de cristal, incienso, velas, aceites, varitas mágicas y todo tipo de instrumentos simbólicos para rituales de magia. Todo muy
new age
para los clientes interesados. Había varias estatuas e imágenes para santuarios personales, esterillas para meditación, algunos muebles y otros objetos de decoración de cualquier religión alternativa que se te pueda ocurrir, incluyendo figuras de Buda y Ganesh.

Detrás de la zona de ocultismo había varias filas de estanterías repletas de libros que convertían aquello en la más amplia sección de ocultismo, del mundo sobrenatural, paranormal y místico de la ciudad. La mayoría de los libros estaban cargados de filosofía o religión, sobre todo, de cualquier tipo wicca; pero también había textos hindúes, cabalísticos, de vudú… e incluso en un par se trataban las antiguas religiones nórdicas y griegas. Sorteé todo aquello. La magia no era algo que necesitase de Dios, o de un dios, o de varios dioses para que te ayudasen, sin embargo, mucha gente así lo creía. Incluso algunos magos del Consejo eran profundos creyentes y sentían que era precisamente aquello lo que los obligaba, de alguna manera complicada, a practicar su magia.

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