Latidos mortales (39 page)

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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

—¿Quieres decir… un necrófago de verdad? ¿Un necrófago auténtico?

—Sí.

Se le descompuso la cara y una expresión de consternación se apoderó de ella.

—¡Oh! Caray… Había oído historias, pero nunca pensé que…, ya sabes. Es difícil creer que realmente estén ahí fuera. ¿Me convierte eso en una idiota?

—No, te convierte en una persona afortunada. Daría lo que fuera por no volver a ver otro necrófago.

Su apartamento era el típico de aquella clase: pequeño, gastado, algo destartalado, pero limpio. Prácticamente todos los muebles eran de segunda mano y tenía una vieja nevera. Distintas estanterías, que no hacían juego, desbordadas con libros de tapa rústica y libros de texto. Tenía también una pequeña y vieja televisión que no parecía que usase mucho.

—Siéntate —dijo mientras recogía unas mantas y una almohada que estaban en el sofá, liberando espacio para que pudiese sentarme. Me tambaleé por encima del sofá y me dejé caer. Me sentó genial. Resoplé y puse la pierna encima de la mesa de café. Me sentí aun mejor.

—Gracias —le dije.

Sacudió la cabeza mirándome fijamente.

—Tienes un aspecto horrible.

—He pasado un par de días muy duros. Me estudió con ojos muy serios.

—Supongo que lo habrán sido. ¿Qué estás haciendo aquí?

—El libro —le dije—. El libro del Erlking que me compré en la tienda de Bock.

—Lo recuerdo —afirmó.

—¡Eso es!

—¿Eh? ¿Qué?

—Por eso estoy aquí —le dije—. Tú lo recuerdas y yo no. Y los malos me quitaron mi ejemplar. Necesito que lo recuerdes para mí.

Frunció el ceño.

—¿El libro entero?

—No creo —le dije—. Había varias poesías y estrofas. Creo que lo que necesito estará en una de ellas.

—¿Qué es lo que necesitas? —me preguntó.

La miré durante un segundo. Luego contesté.

—Sería mejor que no lo supieses.

Levantó la barbilla y me miró durante un momento, como si hubiese insultado a su madre o algo así.

—¿Perdona?

—Es un asunto muy escabroso —le dije—. Tal vez sea más seguro para ti que no
te
cuente demasiado sobre ello.

—Bueno —dijo ella—. Eso es bastante condescendiente por tu parte, Harry. Gracias.

Levanté una mano.

—Las cosas no son así.

—Sí —dijo ella—. Sí que lo son. Quieres que te proporcione una información, pero no me dices por qué la quieres ni qué vas a hacer con ella.

—Lo hago para protegerte —le dije.

—Tal vez —contestó ella—. Pero si te entrego esta información, voy a cargar con la responsabilidad de lo que hagas con ella. No nos conocemos demasiado. ¿Qué pasa si utilizas la información que yo te dé para hacer daño a alguien?

—No lo haré.

—Y puede que eso sea verdad —dijo ella—. Pero tal vez no lo sea. ¿No te das cuenta? Tengo obligaciones en este asunto —continuó—. Tengo que emplear mi don con responsabilidad. Eso significa no usarlo ciegamente ni de modo temerario. ¿Entiendes lo que te digo?

—La verdad es que —le dije—, lo entiendo.

Se mordió los labios y asintió.

—Entonces si quieres que te ayude, dime por qué lo necesitas.

—Puedes ponerte en una situación arriesgada si te implicas en esto —le dije—. Podría ser muy peligroso.

Intercalé un silencio entre las dos últimas palabras para enfatizar.

—Lo entiendo —me contestó—. Y lo acepto. Cuéntame.

La miré durante un segundo y luego suspiré, con cierta frustración. Tenía razón en lo que decía, después de todo. Pero, joder, no quería que los discípulos de Kemmler pudiesen herir a nadie más. Y menos aun a alguien con aquellos pechos tan encantadores.

Separé la vista de ellos y dije:

—Las personas que has estado viendo por la tienda van a usar el libro para invocar al Erlking.

Frunció el ceño.

—Pero… es un hechicero extremadamente poderoso, ¿no? ¿Pueden hacer eso?

—¿Quieres decir si es posible? —le pregunté—. Claro. Yo mismo invoqué con un silbido a la reina Mab hace unas cuantas horas. —Lo cual era técnicamente verdad.

—Oh —dijo con un tono más suave—. ¿Por qué?

—Porque necesitaba información —le dije.

—No, eso no. ¿Por qué quieren esas personas invocar al Erlking?

—Van a usar su presencia durante la noche de Halloween para invocar a muchísimos antiguos espíritus. Luego los van a destrozar y a devorar para otorgarse a sí mismos una buena porción de Valhala de poder sobrenatural.

Se quedó mirándome, con la boca medio abierta.

—¿Es… un rito de ascensión? —me preguntó—. ¿Uno de verdad?

—Sí —le dije.

—Pero eso es… es de locos.

—Precisamente lo que son estos tíos —respondí—. Lo que me digas podría evitar que esto ocurra. Podría salvar muchísimas vidas. La mía, entre otras.

Cruzó los brazos sobre su estómago como si tuviese frío. Su cara se volvió pálida y preocupada.

—Necesito que recuerdes las poesías porque yo voy a invocar al Erlking antes de que lo hagan ellos, para mantenerlo entretenido el tiempo suficiente como para arruinar sus planes.

—¿Eso no es peligroso? —me preguntó.

—No es tan peligroso como no hacer nada —le dije—. Ahora ya sabes por qué. ¿Me ayudarás?

Se mordió el labio, como si estuviese reflexionando mientras sus ojos brillaban.

—Pídemelo por favor.

—Por favor —le dije.

Su sonrisa se agrandó.

—¿Por favor, por favor?

—No me presiones —dije medio gruñendo y dudé si me habría salido demasiado intimidatorio.

Me sonrió.

—Esto podría llevarme unos minutos. Hace mucho que leí ese libro. He de prepararme. Tengo que meditar.

—¿Es tan complicado? —le pregunté.

Suspiró y se le escapó una sonrisa.

—Es algo peliagudo. A veces siento mi mente como si fuese una biblioteca. No tengo ningún problema para recordar, pero el reto está en encontrar dónde pongo cada cosa. Y no todo lo que se almacena son cosas agradables de recordar.

—Sé a qué te refieres —le dije—. He visto cosas que preferiría que mi cabeza no las almacenase.

Asintió y se sentó en el sofá a mi lado. Subió los pies, se sentó encima de ellos y se revolvió un poco hasta que encontró la postura. El momento que invirtió en acomodarse me resultó interesante. Intenté que no se me notase demasiado interés y saqué mi bloc de notas y mi fiel lápiz del bolsillo de mi guardapolvo.

—Vale —dijo ella y cerró los ojos—. Dame un momento y te lo iré diciendo.

—Vale —le dije.

—Y no me mires.

Miré para otro lado.

—No lo hacía.

Se rió suavemente.

—¿No habías visto un escote antes?

—No estaba mirando —protesté.

—Por supuesto. —Abrió un ojo y me echó una mirada oblicua. Luego cerró los ojos sonriendo un poco y respiró hondo.

—Eso es hacer trampas —le dije.

Volvió a reírse y su expresión cambió, sus rasgos se volvieron distantes. Los hombros se relajaron y de repente abrió los ojos y resultaron oscuros, distantes, desenfocados. Miró al infinito y, durante unos minutos, su respiración aminoró y los ojos empezaron a moverse como si estuvieran leyendo un libro.

—Aquí está —dijo. Hablaba despacio, con calma y parecía estar soñando—. Peabody. Él fue quien recopiló varios ensayos.

—Solo necesito los poemas —le dije—. Olvídate de la paja.

—Silencio —me reprochó—. Esto no es tan fácil como parece. —Tenía tics en los dedos y en las manos mientras sus ojos iban barriendo las páginas de un libro invisible. Me di cuenta, un momento después, de que estaba pasando las hojas del libro en su memoria—. Vale —dijo un minuto después—. ¿Estás preparado?

Apoyé el lápiz sobre mi libreta.

—Preparado.

Empezó a dictarme poesía y empecé a escribirla. No era el primer poema ni el segundo, pero en el tercero reconocí el ritmo y los patrones de una frase de invocación, cada línea resultaba inocente si se entendían independientemente, pero no era lo mismo si se atendía al conjunto. Con la concentración, la intención y la fuerza adecuadas, aquel poema tan simple podría alcanzar las fronteras del mundo de los mortales y arrastrar la noticia hasta el depredador letal del mundo mágico conocido como el Erlking, el señor de los trasgos.

—Es este —dije despacio—. Necesito que estés completamente segura de la exactitud del recuerdo.

Shiela asintió con la mirada perdida en la lejanía. Su mano hizo el movimiento opuesto al que estaba haciendo para pasar las páginas y me repitió el poema, más despacio. Comprobé que lo hubiese escrito todo correctamente.

No estaría nada bien fastidiar la invocación. Si no tienes las palabras exactas puede tener todo tipo de efectos negativos. En el mejor de los casos, la invocación no funciona y malgastas todo tu esfuerzo sin ningún resultado. Algo peor sería que se invoque al ser equivocado, tal vez uno al que le alegre el día machacarte la cara con sus fauces repletas de tentáculos. Finalmente, en el extremo de las consecuencias negativas, una invocación fallida podría llamar al ser que querías, en este caso el Erlking, solo que ofendido por no haberte molestado en invocarlo correctamente. Los seres excesivamente poderosos del mundo de los espíritus tienen el tipo de poder y temperamento del que están hechas las películas de terror, y es muy mala idea hacer que uno se enfade contigo.

Si invocas a un ser de manera incorrecta, habrá muy poco que puedas hacer para protegerte de él. Ahí reside el peligro de la práctica de la invocación. Si pensaba llamar al Erlking desde Chicago, tenía que estar absolutamente seguro de hacerlo correcta­ mente, porque en caso de equivocación, lo pagaría con mi vida.

—Una vez más —le dije a Shiela en voz baja cuando hubo terminado. Tenía que estar seguro.

Asintió y volvió a empezar. Fui comprobando mi versión escrita. La tercera vez todo se repitió de la misma manera, así que estaba tan seguro como razonablemente podía estarlo de que era una versión precisa.

Me quedé mirando la libreta durante un momento, empezando a absorber la invocación, para recordar el ritmo, el sonido envolvente de las consonantes y de los verbos, que solo estaban incidentalmente relacionados con la lengua. Aquello un poema, era una frecuencia, una señal de un sonido y un tiempo. Y yo me comprometía a memorizarlo con precisión metódica, de la misma forma que almacenaba las inflexiones precisas requeridas para llamar a un espíritu utilizando su verdadero nombre. En cierto sentido, el poema era como otro nombre del Erlking. Iba a responder a él como si lo fuera.

Cuando volví a levantar la vista, unos minutos después, sentí la dulce presión de la mirada de Shiela. Me estaba mirando y sus ojos revelaban preocupación.

—No sé si es que eres increíblemente estúpido o uno de los hombres más valientes que he visto jamás.

—Me decantaría más por lo de estúpido —dije suavemente—. Teniendo en cuenta mis experiencias, creo que la estupidez describe bastante bien muchas de ellas.

—Si realizas la invocación —dijo despacio, sin sonreír a mis tonterías—, y algo malo te pasa, yo seré la culpable.

Sacudí la cabeza.

—No —le dije—. Sé lo que estoy haciendo. Será, única y exclusivamente, culpa mía.

—No estoy segura de que tu aceptación pueda absolverme a mí de la responsabilidad —dijo frunciendo el ceño—. ¿Hay alguna otra cosa que pueda hacer para ayudarte?

—No hace falta que te ofrezcas —le dije.

—Sí —contestó muy seria—. Sí que hace falta. Necesito saber que he hecho todo lo que he podido. Que si te ocurre una desgracia, no será por algo que yo no hice.

Estudié su cara durante un momento y me di cuenta de que le estaba sonriendo.

—Te tomas todo este tema de la responsabilidad muy en serio —le dije.

—¿Hay alguna razón por la que no debería hacerlo? —me preguntó.

—Ninguna en absoluto —contesté—. Es solo que no es habitual que alguien que… Bueno, no me malinterpretes, pero es poco frecuente viniendo de alguien tan ajeno a este mundo, cuando se trata de un poder tan salvaje.

Sonrió un poco.

—No hace falta mucho poder para hacer daño a alguien —replicó—. Es mucho más fácil que curar la herida. Siempre es así con todo. No solo con la magia.

—Sí. Pero no mucha gente es capaz de ver eso. —Me acerqué y puse mi mano derecha sobre la suya. Tenía unas manos muy suaves y cálidas—. Gracias por ayudarme. Si hay algo que pueda hacer, en cualquier momento, para devolverte el favor…

Sonrió y me dijo.

—Hay una cosa.

—¿Sí? —pregunté. Asintió.

—Una amiga me dijo una vez que se podía saber mucho de una persona por la forma en la que se hace algo por primera vez.

Parpadeé un par de veces y pregunté:

—¿Eh? ¿Como qué?

—Como esto —dijo ella y se me acercó. Se movió de una forma maravillosa, con fluidez y con elegante femineidad. Sus curvas eran cálidas y su piel suave olía a flores silvestres. Deslizó una pierna por encima de la mía sentándose a horcajadas sobre mí. Sus delicadas manos tomaron mi cara con ligereza mientras se echaba hacia atrás para besarme, fue cerrando los ojos lentamente antes de que su boca se encontrase con la mía.

El beso comenzó despacio, tranquilo, sensual pero no apasionado, paciente pero sin recelos. Sus labios estaban tibios y suaves cuando se juntaron con los míos. Su boca se arremolinó alrededor del beso. Existía una sensación de exploración subyacente. Puede que estuviera muy cansado, o muy herido o muy preocupado por mis planes inmediatos de supervivencia, pero me sentía a gusto. Me sentía muy a gusto. La boca de Shiela no ardía en necesidad. No pedía nada con aquel beso. Todo lo que quería era probar mi boca, sentir mi piel bajo sus manos.

Y entonces, sin previo aviso, un anhelo desesperado por obtener más de aquel simple contacto, de aquel calor humano, se despertó dentro de mí como una llamarada de necesidad.

Casi todo el mundo subestima lo poderoso que puede llegar a ser el contacto con una mano ajena. La necesidad de contacto es algo primario; ese acercamiento es parte fundamental de nuestra existencia como seres humanos y, a su vez, resulta casi imposible describirlo con palabras. Esa fuerza que transmite no está necesariamente relacionada con el sexo. Desde que somos niños, aprendemos a relacionar el contacto de la mano humana con sensaciones como la seguridad, el consuelo o el amor.

A mí no me habían tocado mucho desde… bueno, desde hacía demasiado tiempo. Thomas sería mi hermano, pero evitaba el contacto físico, tanto el casual como el incidental, como si fuese a contagiarse una enfermedad. Y tampoco es que yo despertase un interés abrumador en el sexo opuesto. Lo más cercano a ese tipo de contacto que había tenido recientemente fueron las insinuaciones de una súcuba recién convertida, y aquello había sido cualquier cosa menos cariñoso.

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