—Cambiarla —dije con la voz llena de escepticismo—. Cambiar la muerte.
—Sí —dijo ella.
—Simplemente… ¡Chas! Hacer que desaparezca.
—¿Y si pudiésemos? —dijo ella—. ¿Puedes imaginar lo que eso significaría? Si la edad fuese algo tan irrelevante que no significase nada para la humanidad, sí dejásemos atrás esa esperanza de vida que ronda los setenta años, ¿cuánto mejor sería el mundo? ¿Te imaginas que Da Vinci estuviese todavía vivo para estudiar, pintar e inventar? ¿Que si él no hubiese muerto en ese oscuro pasado, los increíbles logros de su vida se habrían seguido reproduciendo a lo largo de los siglos? ¿Te imaginas ver a Beethoven dando un concierto? ¿Asistír a una clase de teología impartida por Lutero? ¿Presenciar un simposio de Albert Einstein? Piensa, Dresden, te sobrecogerás.
Pensé en ello.
Tenía razón.
Suponiendo, por un segundo, que lo que acababa de decir fuese posible, significaría… Dios. Lo cambiaría todo. Tendríamos mucho más tiempo, todo el mundo lo tendría. Los magos viven tres o incluso cuatro siglos, y a ellos, incluso sus propias vidas les parecen cortas. Lo que Kumori estaba diciendo, el final de la muerte en sí mismo, daría a todo el mundo la misma oportunidad de la que disfrutan los magos. Acercaría, de un solo golpe, la vida entre los magos y el resto de la humanidad, mucho más de lo que lo ha hecho cualquier acontecimiento histórico.
Pero aquello era de locos. ¿Planear la conquista de la muerte? La gente se muere. Es inevitable.
Pero ¿y si no tuviera que ser así?
¿Y si mi madre no hubiese muerto? ¿O mi padre? ¿Cuán diferente sería mi vida hoy?
Imposible. No se puede hacer desaparecer la muerte.
¿O sí que se puede?
Quizás esa fuese la clave. Tal vez esta fuese una de esas cosas en las que el esfuerzo es más valioso que el resultado. Es decir, si existiese la posibilidad, aunque fuese ínfima, de que Kumori tuviese razón y de que el mundo se pudiese cambiar de manera tan radical,¿no debería sentirme obligado a intentarlo? Incluso aunque jamás consiguiese el objetivo, aunque nunca llegase a la meta, ¿o sería, el intento de acabar con la muerte, una búsqueda digna de llevarse a cabo?
¡Buf!
Esta pregunta era demasiado complicada. Más de lo que podía manejar.
Sacudí la cabeza y le dije a Kumori:
—No sé nada de eso. Lo que sé es que he visto la fruta en el camino. He visto a Cowl intentando asesinarme cuando me metí en su terreno. He visto lo que han hecho Grevane y la habitacadáveres. He oído mucho acerca del sufrimiento y la miseria que Kemmler causó, y que todavía provoca hoy en día, por culpa de su estúpido libro. No sé qué decir de algo tan grande como tratar de matar a la muerte. Pero por la fruta que me he encontrado en el camino, puedo adivinar de qué tipo de árbol ha caído. Y el árbol de la nigromancia no deja que caiga nada que no esté podrido.
—Nosotros hemos sentido la necesidad de hacerlo —dijo Kumori con voz Imperturbable—. Es un camino noble.
—Me gustaría mucho creerte, pero para ello sería necesario que ese camino no hubiese sido asfaltado con cadáveres de gente inocente.
Vi que sacudía la cabeza despacio, bajo la capucha.
—Pareces uno de ellos. Del Consejo. No lo entiendes.
—O tal vez es que no soy tan arrogante como para ponerme a reorganizar el universo dando por hecho que sé mejor que Dios lo que la vida debe durar. Además, lo que dices también tiene un inconveniente. ¿Qué pasaría si tuviésemos que derrocar el régimen de un Napoleón inmortal, o de un Atila o un presidente Mao? Sería tan fácil conservar a los monstruos como a las eminencias intelectuales. Esta circunstancia podría provocar resultados horrorosos y eso lo vuelve todo muy peligroso.
La miré durante un largo y silencioso segundo. Después suspiró y dijo:
—Creo que hemos agotado las posibilidades de esta conversación.
—¡Estás segura? —le pregunté—. La oferta sigue sobre la mesa. Si quieres salir de donde estás, el Consejo te protegerá.
—Nuestra oferta también sigue en pie. Hazte a un lado y no te guardaremos rencor.
—No puedo —respondí.
—Yo tampoco —me contestó—. Entiende que yo no te deseo ningún mal, pero no dudaré en golpearte si te cruzas en nuestro camino.
Volví a mirarla fijamente y luego dije:
—Os detendré. Te detendré a ti, a Cowl, a Grevane, a la habita cadáveres y a todos vuestros tamborcitos. Ninguno de vosotros ascenderá a la categoría de dios porque ninguno de vosotros lo es.
—Creo que morirás —dijo ella. Su tono era plano, sin altibajos.
—Puede ser —le dije—. Pero os detendré a todos antes de desaparecer. Dile a Cowl que abandone la lucha ahora y no lo perseguiré cuando todo haya terminado. Puede abandonar ahora. Tú también.
—Siento que no hayamos llegado a un acuerdo.
—Sí —le dije.
Dudó un momento y luego me preguntó, con voz calmada y revelando una curiosidad real:
—¿Por qué?
—Porque esto es lo que debo hacer —le dije—. Siento que no dejes que te ayude.
—Todos actuamos como creemos que debemos —contestó—. Te veré por ahí, Dresden.
—Cuenta con ello —repliqué.
Kumori desapareció sin decir nada más, deslizándose silenciosamente escaleras abajo hasta perderse en la oscuridad.
Me quedé allí sentado durante un momento. Me sentía dolorido, cansado y más asustado de lo que había revelado unos minutos antes.
Luego me levanté y me fui con mi dolor y mi miedo a otra parte. Me subí al Escarabajo azul.
Tenía mucho trabajo por delante.
Cuando llegué hasta el coche, me subí y me propuse ir a buscar los objetos que necesitaría para invocar al Erlking de la forma menos suicida posible. Un ritual de invocación serio tiene que estar personalizado, de manera que incluya ambas entidades, la del ser que se invoca y la de quien lo hace. Me llevó un rato encontrar abiertas las tiendas que necesitaba para hacerme con todo lo que quería. El tráfico de las calles crecía a ritmo constante a medida que iba atardeciendo y aquello me estaba retrasando todavía más.
El tenor de la ciudad había empezado a cambiar lentamente y eso sí que era un mal presagio. Lo que había sido un ambiente de tranquilo desconcierto, ante unas inesperadas vacaciones liberadoras de la rutina diaria, se había convertido ahora en irritación. En cuanto la luna se colocó en las alturas, las calles se llenaron de policía, bien en coches patrulla, motos, bicicletas o a pie.
—¿Eso es todo? —me preguntó un vendedor con iniciativa. Era un jardinero panzudo y calvo que vendía la fruta y la verdura fresca que llevaba en la parte de atrás de su furgoneta. La había aparcado en una esquina y me pareció que era la única persona que estaba intentando sacar partido al sufrimiento de los habitantes de Chicago. Metió en una bolsa de plástico la calabaza que había elegido y cogió el dinero que le tendí.
—Esto es todo —le dije—. Gracias.
Unos gritos surgieron de algún sitio de por allí cerca y levanté la vista hasta encontrar a un joven, largo como un fideo, corriendo calle abajo y cruzando la carretera. Una pareja de policías lo perseguía y uno de ellos iba, a la vez, vociferando inútilmente por
su
radio.
—Dios mío, ¡fíjate en eso! —dijo el vendedor—. Hay policías por todos lados. ¿Para qué necesitamos policías por todos lados si esto no es más que un apagón?
—Probablemente solo intenten evitar los motines —le contesté.
—Puede ser —replicó el vendedor—. Es que yo ya he oído cada locura…
—¿Cómo qué? —le pregunté.
Sacudió la cabeza.
—Que es todo obra de un grupo terrorista que ha volado la central eléctrica. Que puede que hayan detonado armas nucleares y que podrían desbaratar los sistemas electrónicos y esas cosas, ya sabes.
—Creo que, si hubiese tenido lugar una explosión nuclear, alguien se habría dado cuenta —le dije.
—Ya, claro —me dijo—. Pero ¿quién sabe? A lo mejor alguien se enteró. Prácticamente no funcionan las líneas telefónicas y la radio apenas está siendo de utilidad. ¿Cómo podríamos saberlo?
—No lo sé. ¿Quizá por el gran estruendo que produciría?, ¿o porque la ciudad se llenaría de humo?
El vendedor resopló.
—Tienes razón, sí. Pero algo ha pasado.
—Sí —le dije—. Algo ha pasado.
—Y toda la puta ciudad se está asustando.
El vendedor sacudió la cabeza de nuevo mientras iban surgiendo más gritos en los alrededores de aquella manzana. Un coche de policía, con las luces encendidas y las sirenas ululando, intentó, sin mucho éxito, esquivar todo el tráfico para llegar hasta donde estaba el alboroto.
—Esto está empeorando —dijo el vendedor—. Esta mañana todo eran sonrisas, pero ahora el miedo está haciendo mella.
—Halloween —dije.
El vendedor me miró y se estremeció.
—Tal vez eso contribuya. O tal vez sea simplemente que se está haciendo de noche. Y se está nublando. La gente se está dejando impresionar. Lo mismo que sucede con los rebaños. Si no consiguen encender las luces, esta noche va a ser una de las malas.
—Tal vez —le dije. Hice malabarismos con mi bastón intentando organizarme para cargar las dos cosas hasta llegar al Escarabajo.
—Espera —me dijo el vendedor—. Yo te ayudo, hijo.
—Gracias —le contesté. Para ser honesto he de decir que me dio vergüenza sentir que realmente agradecía su ayuda, por no decir que la necesitaba—. Voy a aquel viejo Escarabajo de allí.
Caminó a mi lado unos quince metros calle abajo. Apoyó la bolsa en el maletero de la parte delantera del Volkswagen, asintió mirándome y dijo:
—De todas formas es cuestión de tiempo que me largue de aquí. Las cosas se están poniendo muy tensas. Se avecinan tempestades.
—El hombre del tiempo dijo que iba a estar despejado —le dije.
El vendedor resopló y se golpeó la nariz.
—He vivido cerca de este lago durante toda mi vida. Se avecina una tormenta.
Y tanto que se avecinaba. No cabía duda.
Asintió mirándome.
—Deberías volverte a casa. Es una buena noche para no salir y leer un libro.
—Suena bien —asentí—. Gracias otra vez.
Me subí al Escarabajo y lo sumergí en el tráfico sin remilgos, ya que probablemente era al conductor que menos le importaba que su coche se rayase. Tenía todo lo que necesitaba para intentar invocar al Erlking, pero había perdido buena parte del día. Había estado intentando llamar a casa de Murphy cada vez que paraba el coche, pero no había conseguido conectar con Thomas y Butters; y ahora que el sol del ocaso se escondía tras el horizonte, me había quedado sin luz del día.
Había llegado la hora de la cita con los centinelas, así que me dirigí a la taberna McAnally's.
La Mac's estaba celosamente ubicada en el bajo de un edificio que, a su vez, rodeado por otros. Para llegar a la taberna había que meterse por un callejón, pero por lo menos tenía su propio aparcamiento de mala muerte. Por suerte, encontré un en el aparcamiento y acto seguido me metí por el callejón para llegar al bar. Salté
una
vez varios escalones y caí frente a la gran puerta de madera.
Abrí el portón, dando paso a un suave zumbido de actividad. En tiempos de del mundo sobrenatural, McAnally's se había convertido en una especie de oficinas centrales para el cotilleo y la reunión de feligreses. Entendía muy bien por qué. taberna era vieja, estaba iluminada por una docena de velas y lámparas de keroseno. Olía a madera quemada y a las chuletas que Mac cocinaba para rellenar unos jugosos bocadillos. En aquel lugar se respiraba seguridad y quietud. Trece columnas de madera, todas ellas esculpidas a mano, con toda clase de escenas y criaturas sobrenaturales, sujetaban el bajo techo. Los ventiladores del techo, que normalmente no eran más que vagos redondeles, hoy no
se
movían por culpa del apagón, pero la temperatura del bar era la de siempre. Había trece mesas repartidas de forma irregular por la sala, y trece banquetas colocadas a lo largo de la barra.
La disposición del lugar estaba pensada para dispersar y desviar las energías peligrosas y destructivas que cualquier mago cascarrabias podría arrastrar hasta allí. Era una especie de
feng
shuí bien pensado que disminuía el número de accidentes que los malhumorados practicantes podrían ocasionar. Pero esa forma de disolver las energías también influía en los conjuros de protección de fuerzas mayores. El lugar no estaba protegido de un ataque de fuerzas mágicas concentradas: McAnally'
s
no era ningún refugio antiaéreo. Era más bien como una sombrilla de playa, y nada más entrar sentí que, repentinamente, se me aliviaba la presión que cargaba sobre mis hombros. Cerré la puerta a mi paso y gran parte del miedo y la tensión desapareció; la oscura energía de Cowl se deslizó por la taberna, como si se tratase de un riachuelo que lleva atado tras de sí una pequeña pero pesada piedra.
En la pared, justo al pasar la entrada, había un cartel que anunciaba: «Territorio neutral». Aquello quería decir que los firmantes de los Acuerdos de Hadas Diabólicas, incluyendo el Consejo Blanco y la Corte Roja, habían pactado que aquel lugar sería tratado con respeto. Se suponía que nadie podía empezar ningún tipo de conflicto dentro del bar y quien lo hiciera sería obligado por su honor a llevar fuera, lo más rápido posible, cualquier pelea que pudiera haber surgido. Este tipo de acuerdo funcionaba siempre dependiendo de la calidad del honor de las personas implicadas. Pero si, por ejemplo, a mí se me ocurriese romper el pacto en aquel edificio, el Consejo Blanco me dejaría seco. De acuerdo con experiencias pasadas, daba por hecho que la Corte Roja trataría de la misma manera a cualquiera de los suyos que violase la neutralidad de aquel lugar.
La taberna estaba llena de miembros de la comunidad sobrenatural de Chicago. No había magos. La mayoría solo tenía poder para llenar uno de sus bolsillos. Un hombre de barba oscura que había allí tenía fuerza de quinetomancia como para cambiar la caída de cualquier dado que se le ocurriese tirar. Una mujer mayor que había en otra mesa tenía el don de comunicarse de una manera muy poco frecuente con animales y se había convertido en un miembro activo de la organización municipal para la beneficencia y el cobijo animal. Estaban también allí dos hermanas de cabello oscuro que compartían un asombroso vínculo mental y se encontraban en aquel momento sentadas en una de las mesas jugando una partida de ajedrez. De alguna manera aquella imagen resultaba masturbatoria. En una de las esquinas, cinco o seis veteranos y arrugados practicantes, que aunque no eran lo suficientemente fuertes como para unirse al Consejo sí eran muy competentes en su propio campo, se reunían alrededor de jarras de cerveza y hablaban en voz baja.