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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (54 page)

—Si abro esta puerta ahora —dije despacio—, puede que no sea capaz de volver a cerrarla nunca.

—Pero puede que sí —dijo mi doble—. No tengo ninguna intención de darle a ella ningún control, así que serás tú quien tome esa decisión.

—¿Y qué pasa si no puedo controlarla una vez que la libere?

—¿Por qué no ibas a ser capaz de hacerlo? Es tu mente. Tu voluntad. Tu elección. Todavía crees en el libre albedrío,¿verdad?

—Es peligroso —le dije.

—Claro que lo es. Y ahora tienes que elegir. ¿Te enfrentarás a ese peligro? ¿O huirás ante él, condenando a aquellos que necesitan tu fuerza para evitar su muerte?

Me quedé mirándolo durante un minuto. Luego observé a Lasciel. Ella esperó, con la mirada tranquila y la expresión calmada.

—¿Puedes hacerlo? —le pregunté sin rodeos—, ¿puedes enseñarme lo que había en esas páginas?

—Claro —contestó con ciega sumisión, sin una pizca de resentimiento—. Me gustaría ofrecerte cualquier ayuda que tú me permitas.

Parecía humilde. Parecía que quería cooperar. Pero yo lo sabía bien. La mera sombra del ángel caído Lasciel era una fuerza vital muy poderosa. Podía parecer modesta y servicial, pero, para empezar, si esa fuese su verdadera naturaleza no habría caído. No pensaba que estuviese escondiendo impulsos asesinos ni nada así, mis instintos me decían que estaba verdaderamente contenta de ayudarme.

Después de todo, aquel era el primer paso. Y era paciente. Podía permitirse esperar.

Era realmente peligroso. Lasciel representaba nada menos que el atractivo encanto del poder en sí mismo. Nunca había querido ser mago. Dios, en muchas ocasiones había pensado en lo agradable que sería todo si no lo fuese. El poder había sido algo innato y si se había desarrollado con el tiempo había sido por una cuestión de supervivencia. Pero ya había probado el lado oscuro de la posesión de poder, la punzante satisfacción de ver a un enemigo caer ante mi fuerza. La lujuria de probarme a mí mismo contra otra persona, retada y comprobar quién es más fuerte. El hambre ciego hacía más de eso. Si te das un capricho una vez, puede que nunca puedas saciarte.

Una de las almas más frías y malvadas con las que me había encontrado me dijo que la razón por la que yo me esforzaba tanto por hacer lo correcto era porque me aterrorizaba la idea de mirar dentro de mí y encontrar el deseo de dejar la lucha y hacer lo que quisiera, libre de conciencia y de culpa.

Y ahora veo que él tenía razón.

Contemplé al ángel caído, esperando pacientemente, y sentí pavor.

Pero había vidas inocentes al borde del precipicio: hombres, mujeres y niños que necesitaban protección.

Si yo no los protegía, ¿quién lo haría?

Tomé aire profundamente y metí la mano en el bolsillo. Encontré una llave plateada y se la lancé a mi doble.

La cogió y abrió los grilletes de Lasciel.

Ella inclinó la cabeza ante él con respeto. Luego caminó hacia mí, preciosa y cálida bajo la luz desapacible, con la mirada baja. Sin rastro de timidez, se puso de rodillas, inclinó la cabeza y dijo:

—¿En qué puedo ayudarte, querido anfitrión?

Abrí los ojos y descubrí que estaba en el suelo, boca arriba. Había una vela encendida cerca. Ratón se había enroscado protegiéndome la cabeza y su lengua lamía mi cabeza, áspera, húmeda y templada.

Me dolía absolutamente todo el cuerpo. Había aprendido a bloquear el dolor gracias a las duras lecciones de Justin DuMorne, pero esto era demasiado.

Lasciel me había enseñado otra técnica.

No podría haberle explicado a nadie cómo lo había hecho. No estaba seguro de entenderlo, por lo menos, a un nivel consciente. Simplemente lo sabía. Reuní todo mi dolor y lo eché a una hoguera en llamas en la que ardían mis pensamientos. Enseguida empezó a remitir lentamente.

Cogí aire y me senté. Mi cerebro registró la punzante tortura de los músculos de mi estómago, la verdad es que fue tan horrible que requirió que me concentrase.

—¡Dios santo, Harry! —dijo Butters. Su voz era densa y arrastraba las palabras, parecía que se estuviese tapando la nariz. Su mano tocó mis hombros—. No te levantes.

Dejé que me empujase de vuelta hacia el suelo. Necesitaba un par de minutos para que el dolor acabara de apagarse.

—¿Estás muy mal?

Solté aire.

—Estoy fatal, pero creo que no me ha llegado a perforar la pared abdominal. La piel y el tejido están dañados, pero podrás frenar la hemorragia. —Tragó saliva y vi que se le estaba poniendo la cara un poco verde—. Bueno, en el mejor de los casos. ¿Estás bien?

—Sí, sí, estoy bien. Eso solo que… trabajo con cadáveres porque me cuesta manejar la situación con personas vivas.

—Ah. ¿Puedes tomarte el almuerzo delante de un cadáver de tres meses de edad, pero unos primeros auxilios en mi estómago es pedir demasiado?

—Sí. Quiero decir, sigues vivo, es muy raro. Sacudí la cabeza.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —Estaba sorprendido de lo calmada y tranquila que parecía mi voz.

—Unos quince minutos —dijo Butters—. Encontré algunas vendas y alcohol en el petate del viejo. Tu estómago está ya limpio y cubierto, pero no tengo mucha idea de lo que puedes tener. Debes ir a un hospital.

—Tal vez después —le dije. Me eché hacia atrás y empecé a repasar lo que Lasciel me había proporcionado sobre lo que había visto en el libro. Joder, estaba escrito en alemán. Yo no sabía alemán, pero Lasciel había traducido un libro sobre el Darkhallow. Me parecía como si hubiésemos estado hablando durante una hora o más, pero el tiempo de los sueños y el de la vida real no siempre se corresponde.

La nariz de Butters estaba hinchada. Todavía tenía algo de sangre por la cara, pero resultaba ya como una cuestión de estilismo que le favorecía, especialmente con esos ojos negros. Se acercó y se puso a colocar los vendajes de mi estómago.

—Oye —le dije en voz baja—. Te dije que corrieses. Estaba haciéndome el héroe y cubriendo la retaguardia. Lo estropeaste todo.

—Lo siento —contestó con tono serio—. Pero… cuando llegué afuera no pude correr. Es decir, quería hacerlo. Realmente quería, pero después de todo lo que has hecho por mí… —Sacudió la cabeza—. Simplemente no podía hacerlo.

—¿Y qué hiciste?

—Di vueltas alrededor del museo e intenté buscar ayuda, pero con toda la lluvia y la oscuridad no había nada por allí. Así que corrí hasta el coche y cogí a Ratón, pensé que tal vez él podría ayudarte.

—Y pudo —le dije—. Y tanto.

El rabo de Ratón se balanceó, chocando con el suelo, y siguió lamiéndome la cabeza. Me di cuenta, débilmente, de que me estaba limpiando las docenas de picaduras de serpiente.

—Pero no podría haberlo hecho sin ti, Butters —le dije—. Me has salvado la vida. Cinco minutos más tarde y yo habría pasado a la historia.

Parpadeó y luego dijo:

—Es verdad, te he salvado la vida.

—Fuiste muy valiente —le dije. Su espalda se puso más recta.

—¿Tú crees? —me preguntó.

—Claro.

—Y mira esto —dijo, señalándose a la cara, con la boca abierta en una dentuda sonrisa—, me he roto la nariz, ¿no?

—Completamente.

—Como si fuese un boxeador, o como uno de esos detectives aguerridos.

—Te lo has ganado —le dije—, ¿te duele?

—Muchísimo —dijo, aunque seguía sonriendo. Parpadeó un par de veces, y casi se podía ver cómo funcionaba el engranaje de su cerebro aumentando la velocidad—: No huí. Y peleé contra él. Salté encima de él.

Me quedé en silencio y dejé que lo procesase.

—Dios mío —dijo—. He hecho algo… estúpido.

—De hecho, cuando sobrevives, debes cambiar el adjetivo y decir que has hecho algo valeroso. —Le extendí mi mano derecha y Butters la sacudió, cogiéndola con fuerza.

Miró al cuerpo de Cassius y la sonrisa se desvaneció.

—¿Y qué pasa con él? —preguntó.

—Está muerto —le dije.

—No me refería a eso.

—Ah —le dije—. Dejaremos aquí el cuerpo. No tenemos tiempo para moverlo. Será un John Doe
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en los archivos públicos, y probablemente no lo investiguen demasiado. Si conseguimos salir de aquí rápido, no será ningún problema.

—No. Quiero decir… Dios mío, está muerto. Lo hemos matado.

—Desengáñate, soy yo quien lo ha matado. Tú solo intentaste ayudarme. Frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Tampoco estaba hablando de eso. Me da pena.

—Pues que no te dé —le dije—. Era un monstruo.

Butters frunció el ceño y asintió.

—Pero también era un hombre. O alguna vez lo fue. Estaba muy amargado. Tenía mucho odio. Tuvo una vida horrible.

—Nótese el tiempo pasado —le dije—. «Era».

Butters apartó la vista del cadáver.

—¿Qué fue lo que pasó al final? Hubo una luz y su voz sonó… extraña. Creí que iba a matarte.

—Me lanzó el hechizo de muerte —le dije.

Butters tragó saliva.

—Supongo que no funcionó, ¿no? Quiero decir, estás respirando.

—Funcionó —le dije. Sentí esa magia despiadada agarrándome y hundiéndome—. Creo que no era lo bastante fuerte como para matarme en el acto. Así que se decidió por otra cosa.

—¿Morir solo? —preguntó Butters en voz baja—. ¿Qué significa eso?

—No lo sé —le dije—. Y no sé si quiero saberlo. —Cogí aire y lo expulsé lentamente. No tenía mucho tiempo para quedarme allí tumbado esperando a recuperarme—. Butters, no tengo ningún derecho a preguntarte esto. Ya estoy en deuda contigo, pero necesito tu ayuda.

—Ya la tienes —me dijo.

—Ni si quiera te he dicho para qué —le dije.

Butters sonrió un poco y asintió.

—Lo sé, pero ya la tienes.

Sentí que mis labios se estiraban y daban paso a una sonrisa.

—Un pequeño asalto y ya estás acostumbrado. Creo que lo próximo que sabré de ti es que has montado un club de lucha. Ayúdame a levantarme.

—No deberías —dijo muy serio.

—No tengo elección.

Asintió, se levantó y me tendió su mano. La agarré y me levanté, esperando tambalearme, o desmayarme, o vomitar, por aquel dolor que sentía. No hice ninguna de esas cosas. El dolor seguía ahí, pero no me frenaba para moverme o pensar. Butters me miraba fijamente cuando sacudió la cabeza.

Encontré mi bastón y lo recogí. Caminé hacia la exposición de Búfalo Bill. Butters cogió la vela y luego él y Ratón empezaron a caminar. Miré alrededor durante un segundo y después tiré de una cuerda larga y pesada que salía de un agujero en la pared y encendía las luces de la exposición que había en el medio de la sala. Tiré un poco de ella para enrollarla en círculos. En cuanto terminé se la pasé a Butters.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.

—Preparándome —le dije—. He averiguado cosas sobre el Darkhallow.

Butters parpadeó.

—¿Sí? ¿Cómo?

—Magia —gruñí.

—Vale —dijo—. ¿Y qué has averiguado?

—Que no es un rito. Es un gran hechizo —le dije—. Y que todo depende de que puedan juntar una tonelada de energía espiritual negra.

—¿Como qué? —preguntó.

—Como un montón de cosas. La energía nigromante, que va por ahí animando cadáveres, se manifiesta en sombras. Los espíritus depredadores de los cazadores ancestrales. Todo el miedo que parece estar creciendo desde anoche. Además, durante los últimos años se han vivido unos momentos de turbulencia mágica seria en Chicago. Los discípulos de Kemmler pueden poner esa turbulencia a su disposición también.

—¿Y luego qué?

—Se reúnen y mantienen la energía flotando en un gran círculo. Se crea algo así como un gran torbellino que se va tragando, como un embudo, a quien intente consumir la energía… Y de repente, ¡chas!: ¡un nuevo dios!

Frunció el ceño.

—No es que yo entienda mucho de todas estas cosas mágicas, pero suena peligroso.

—Y tanto que lo es —dije y crucé la habitación hasta un estante con equipamiento de hípica—. Es como intentar inhalar un tornado.

—Joder —dijo Butters—. ¿Y eso cómo nos ayuda?

—Antes de nada, he averiguado que el torbellino es mortal en sí mismo. Acabará con la vida de cualquier ser vivo que se acerque a él.

Butters tragó saliva.

—¿Matará a cuanto lo rodea?

—En un primer momento no, pero cuando el mago que esté en el torbellino haga que el poder descienda, se creará una especie de efecto aspirador en el lugar en el que solía estar la fuerza. El aspirador acabará con cualquier ser vivo que esté a un kilómetro y medio de distancia.

—¡Dios mío' ¡Eso matará a miles de personas!

—Solo si logran terminar el hechizo —le dije—. Cuando llegue el momento, lo menos que puedes hacer es alejarte de allí todo lo posible —comenté—. Pero acercarse al torbellino, la única forma de sobrevivir es rodeándote con energía nigromántica propia.

—¿Solo de esa con fantasmas y zombis? —me preguntó.

—Exactamente —cogí una montura del estante. Después cogí otra. Colgué ambas en los dos extremos de mi bastón y lo levanté como si fuese el yugo de un labrador, con las dos sillas colgando. Empecé a bajar las escaleras.

—Pero espera —dijo Butters—. ¿Qué vas a hacer?

—Meterme en el centro del torbellino —le dije—. El esfuerzo que requiere este hechizo es increíble. No me importa lo bueno que sea Cowl. Si lo golpeo cuando intente bajar el torbellino, lo desconcentraré. El hechizo se arruinará. El contragolpe lo matará.

—¿Y nadie saldrá herido? —me preguntó.

—Ese es el plan.

Asintió y luego se detuvo de golpe. Sentí su mirada ardiendo en mi espalda.

—Pero Harry. Para llegar hasta ahí vas a tener que invocar a los muertos tú mismo.

Me detuve yo también y lo miré por encima del hombro.

Su mirada mostró que había comprendido la situación.

—Y necesitarás un tambor.

—Sí.

Tragó saliva.

—¿No te buscarás problemas con tu gente por hacer esto?

—Es posible —dije—. Pero es un detalle técnico que debo explotar.

—¿Qué quieres decir?

—Las leyes de la magia se refieren específicamente al abuso de la magia cuando se usa contra seres humanos como nosotros. Técnicamente solo cuenta SI invocas cadáveres humanos.

—Pero tú me dijiste que la gente solo invocaba humanos.

—Sí. Por eso las leyes de la magia solo hablan de la nigromancia cuando utiliza cadáveres humanos, porque casi nunca hace falta especificar. Los chalados de los nigromantes solo pueden invocar humanos y los magos sensatos no practican la nigromancia en absoluto. No creo que nadie haya intentado nada como esto.

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