Latidos mortales (55 page)

Read Latidos mortales Online

Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Llegamos a la planta principal del museo.

—Va a ser peligroso —le dije—. Creo que podemos hacerlo, pero no puedo prometerte nada, no sé si podré protegerte.

Butters caminó a mi lado unos pasos más con expresión seria.

—No puedes intentarlo sin contar con la ayuda de alguien. Y si tú no detienes esto, el hechizo matará a miles de personas.

—Sí —le dije—. Pero no puedo obligarte a ayudarme. Solo puedo pedírtelo.

Se mojó los labios.

—Puedo mantener el ritmo de los latidos.

Asentí y llegué a mi destino, me bajé el improvisado yugo de los hombros y tiré las dos monturas al suelo. Mi respiración estaba un poco acelerada por el esfuerzo, a pesar de que casi no sentía dolor ni presión.

—Necesitarás un tambor.

Butters asintió.

—Había unos tamtan en el piso de arriba. Voy a por uno.

Sacudí la cabeza.

—El sonido es demasiado agudo. Tu traje de polca todavía está en el maletero del coche, ¿no?

—Sí.

Asentí. Miré hacia arriba. Más arriba. Más arriba y otro destello de luz iluminó a la altísima, pálida y terrorífica Sue, el esqueleto más completo de tiranosaurio que la humanidad haya descubierto jamás.

—Vale, Butters —le dije—, ve a buscarlo.

39

Cuando llegamos al exterior, la tormenta se había convertido en algo con su propia voluntad despiadada. La lluvia se derrumbaba ciegamente sobre nosotros como una sábana fría. El viento aullaba como una bestia famélica, los relámpagos quemaban el cielo casi continuamente y los truenos que los secundaban eran un rugido constante y atronador. Este era el tipo de tormenta que tiene lugar solo una o dos veces en el siglo y yo nunca había visto nada igual.

Sin embargo, todo aquello no era más que un efecto secundario de lo que las fuerzas mágicas estaban urdiendo en la ciudad. El temor, la tensión, el miedo, la ira de su gente se había fusionado con el poder oscuro que dominaba Chicago bajo la tormenta. La presencia del Erlking (todavía podía oír los ocasionales alaridos entre los rugidos airados de la tormenta) revolvían esa energía aún más.

Me protegí los ojos de la lluvia lo mejor que pude con una mano, mirando hacia el cielo plagado de hilos luminosos. Allí, a pocos kilómetros dirección norte, encontré lo que estaba buscando: una lenta pero masiva rotación en las nubes, una espiral de fuego y aire y agua que rodaban con pesada elegancia a través del cielo.

—¡Allí! —llamé a Butters señalando—. ¿Ves aquello?

—¡Dios mío! —dijo. Se agarró con firmeza a mis hombros con las dos manos y su tambor bajo me golpeó por detrás—. ¿Es aquello?

—Aquello es —gruñí. Me sequé el agua de los ojos y me agarré a la silla de montar para no desequilibrarme—. Está empezando.

—Menudo desastre —dijo Butters. Miró hacia atrás, hacia donde yacían los ladrillos rotos, los escombros y ruinas de la entrada principal del museo.

—¿Ella está bien?

—Solo hay una forma de saberlo —gruñí—. ¡Arre, mula!

Apoyé mi mano izquierda en la piel áspera y rugosa de mi corcel y lo hice avanzar. La silla de montar se tambaleó y me agarré firmemente con mi otra mano para no caerme.

Los primeros pasos fueron la peor parte. El sillín estaba colocado en un bulto nada propio de los caballos. Pero en cuanto mi nueva montaña cogió velocidad, la mole de su cuerpo se inclinó hacia delante, de forma que su espina dorsal quedaba casi en paralelo con el suelo.

No sabía esto antes, pero resulta que los tiranosaurios pueden alcanzar corriendo una velocidad verdaderamente increíble.

Sería más o menos tan grande como un autobús urbano, pero Sue, a pesar de su peso, se movía con fuerza y elegancia. Había concentrado energía cargada de ectoplasma para vestir aquellos huesos tan antiguos, que se habían cubierto de músculos, de piel densa y de un amago de carne sorprendentemente fina y sensible. Era gris oscura y tenía una marca negra a lo largo de la cabeza y por los costados, casi como un jaguar. Y una vez que le di forma a aquella vasija, localicé y encontré al antiguo espíritu del depredador que lo había reanimado.

Puede que los animales no tengan el potencial que tienen los restos humanos. Pero cuanto más antiguos sean los restos, más magia se puede verter en ellos; y Sue tenía sesenta y cinco millones de años.

Tenía poder. Tenía poder para dar y tomar.

Había instalado las sillas para sentarnos en su espalda, justo en la curva donde se junta el cuello con el cuerpo. Tuve que improvisar cómo atárselas y decidí utilizar las cuerdas para ajustarlas en un lugar fijo. Fue algo peliagudo conseguir que Butters se subiera sin dejar de marcar el ritmo para que no anulase mi control sobre el dinozombi. Pero Butters dio la talla.

Sue emitió un sonido bajo que hizo que los edificios cercanos se estremeciesen sobre sus cimientos y rompió algunas ventanas a su paso, raudo y veloz, por las calles de la ciudad. La lluvia cegadora y la salvaje tormenta habían dejado las calles completamente desérticas, pero, aun así, había terremotos más discretos que aquel pedazo de tiranosaurio. Las calles se sacudían literalmente bajo sus pies. De hecho, dejamos atrás acres de asfalto destrozado.

Y aquí tengo otro dato que estoy seguro que desconocíais sobre los tiranosaurios: no toman las curvas nada bien. La primera vez que intenté girar a la izquierda, Sue osciló hacia un lado y, dada la increíble velocidad a la que iba, perdió el control de su cuerpo y sus músculos dejaron de acatar órdenes. Se montó en la acera y se cargó tres coches aparcados pasando por encima de ellos, tiró dos farolas y golpeó un coche compacto que salió despedido para acabar cayendo sobre su techo. Rompió también todos los cristales de los dos primeros pisos del edificio que había detrás de nosotros cuando su cola se agitaba a izquierda y derecha, en un intento por mantener su cuerpo en equilibrio.

—¡Dios mío! —gritó Butters. Se mantenía colgado de mí, agarrado con las manos, y golpeando alternativamente con una u otra pierna para cada lado, para hacer que sonase el tambor que llevaba a su espalda.

—¡Probablemente estén asegurados! —le grité. Gracias a Dios que las calles estaban vacías esa noche. Tomé nota para cerciorarme de que Sue había bajado un poco el ritmo antes de volver a girar, y mantuve la concentración de mi energía en ella, centrando su atención en la tarea que nos ocupaba en cada momento.

Justo antes de que girásemos hacia el lago Shore Drive, nos cruzamos con un puesto de control de la Guardia Nacional. En unos controles policiales de madera había dos soldados desafortunados con chubasqueros y un par de Hummers armados, con los faros apuntando a conos de luz inútiles en medio de la noche y la tormenta. Cuando Sue corrió hacia ellos, los dos hombres se quedaron boquiabiertos con las caras pálidas. A uno de ellos se le cayó el rifle de asalto de sus manos entumecidas.

—¡Salid del medio, idiotas! —les grité.

Los dos hombres corrieron para esconderse. El pie de Sue se cargó el capó de uno de los Hummers, machacándolo contra el asfalto y enseguida habíamos dejado atrás el puesto policial y estábamos aporreando nuestro camino en dirección a Evanston.

—Oye —dije mirando hacia atrás por encima del hombro—, me encantaría ver cómo le explican esto a sus superiores.

—¡Has machacado su coche! —gritó Butters—. ¡Eres como una bola demoledora humana! —Hizo un silencio para reflexionar y luego dijo—: Oye, el sitio adonde vamos, ¿está cerca de la casa de mi jefe? Porque el tío no para de hablar de su nuevo Jaguar.

—Tal vez después. Por ahora, mantén los ojos abiertos —le dije—. Es mucho más rápida de lo que creía. Llegaremos en un minuto. —Me agaché bajo la esquina de una valla publicitaria cuando Sue se metió por ahí—. Hagas lo que hagas, no dejes de marcar los latidos con el tambor, ¿me has entendido?

—Bien —dijo Butters—. Si paro, se acabó el dinosaurio.

—No —le corregí—. Si paras, el dinosaurio podrá hacer lo que quiera.

Unos gritos surgieron desde un lado de la calle cuando una pareja de soldados de la Guardia Nacional nos vio pasar. Sue giró la cabeza hacia ellos, volvió a soltar uno de sus alaridos desafiantes y a romper más ventanas. Asustó tanto a los guardias que se cayeron al suelo. Sentí una oleada de hambre poderosísima recorriendo el cuerpo de la bestia que yo había invocado; el animal prehistórico que había convocado del mundo de los espíritus estaba empezando a recordar las cosas buenas de la vida. Volví a tocar el cuello de Sue, enviando una oleada de mi energía hacia ella, tirando de su cabeza hacia atrás con una ruidosa tos de protesta.

En mis oídos resonó el golpe de ese vasto sonido y miré hacia atrás para asegurarme de que Butters se encontraba bien. Estaba pálido.

—Si esta cosa se nos escapa —me dijo—, puede ser un mal asunto.

—Y esa es la razón por la que no debes dejar de tocar el tambor —le contesté. Si Sue se liberaba, no quería ni imaginarme la carnicería que podría llevar a cabo. Quiero decir, ¡cielo santo! Y si no, mira todas las víctimas que murieron absurdamente en
Parque Jurásico II
.

Llegamos a Evanston. Fue la primera zona residencial de las afueras de Chicago y se diferencia de la ciudad básicamente por la presencia de árboles en las calles y porque poseía más casas que rascacielos. Pero teniendo en cuenta que solo está a una o dos manzanas del corazón de la Segunda Ciudad
{16}
y que tiene árboles y casas, parece más bien un parque acurrucado a los pies de Chicago.

Guié a Sue para girar a la izquierda, con mucha suavidad, hacia Sheridan, aminorando la marcha lo suficiente como para estar seguro de que no hacíamos un viraje muy brusco en la calle. En cuanto
Sue
se fue adentrando, se apoderó de mí la idea de que aquellas casas eran demasiado frágiles. Madre mía, otro accidente de conducción como el que habíamos tenido en la ciudad, aquí podría significar una casa aplastada en lugar de abolladuras o ventanas rotas. Nos estábamos moviendo con mucha precisión entre personas que estaba intentando proteger, familias, casas con niños y padres, y abuelos, y mascotas. Gente decente, la mayoría, que solo quería vivir en sus casas tranquilamente y a salvo y seguir adelante con sus vidas.

Por supuesto, si no me daba prisa y detenía el Darkhallow, cada una de estas casas se inundaría de muerte.

Miré hacia el cielo cuando volvió a iluminarse y no me gustó lo que vi. Las nubes se movían más rápido, por una zona más amplia, y aparecieron unos colores antinaturales y estriados. Estábamos prácticamente bajo su centro gravitatorio.

Dirigí a Sue hacia otra calle, y ahí fue cuando sentí el nubarrón de poder arremolinándose por detrás de nosotros. Se retorció contra mis sentidos de mago enviando rayos cosquillean tes de calor y frío y otras sensaciones menos reconocibles que me recorrieron el cuerpo. Me estremecí ante la fuerza desorientadora.

Bajo aquella sensación había resistencia mágica. Mucha.

—¡Mira! —gritó Butters, señalando—. ¡Ahí abajo, toda esa manzana es el campus!

Un relámpago volvió a iluminar el cielo cuando encaminé a Sue hacia la calle, y fue por encima de la cabeza del dinosaurio que vi a los centinelas luchando por sus vidas en las calles principales.

Estaban en problemas. Luccio los había organizado en un grupo ensamblado en torno a un conjunto de… ¡Campanas infernales!, ¡alrededor de un conjunto de niños con llamativos disfraces de Halloween! Morgan lideraba el grupo, Luccio se hallaba en la retaguardia y Yoshimo, Kowalskí y Ramírez se situaban en los flancos.

Mientras miraba descubrí docenas de formas horrendas que salían de las sombras y cargaban contra ellos. Vinieron más corriendo tras ellos, emitiendo alaridos de ira desaforada.

Luccio se desplazaba en círculos para enfrentarse a ellos. Y madre mía, de repente descubrí la diferencia entre un mago joven fuerte pero tosco y un maestro de la magia de batalla.

De su mano izquierda salía fuego, no eran gotas de llamas como podría emitir yo, era una delgada aguja de fuego tan brillante que dañaba los ojos al mirarla. Hizo un arco con ella, apretando tirantemente, y cada uno de los zombis que venían detrás de ella cayó al suelo entre chasquidos y sonidos de rotura de huesos y de carne chamuscada. Otra ola surgió después de la primera. Luccio atrapó a uno de ellos en una atadura invisible y arrojó al muerto viviente hacia los otros que venían a por ella. Derribó otros tantos, pero un par de zombis consiguieron atravesar su fortaleza.

Luccio esquivó los brazos codiciosos del primero, lo agarró por la muñeca y lo lanzó hacia un lado, golpeándolo con un giro de su cuerpo que me recordó a uno de los movimientos de Murphy. El segundo zombi intentó golpearla en la cabeza con un pesado martillo, pero desenvainó la fina espada que llevaba y le cortó el brazo a la altura del codo. Otro movimiento levantó una oleada de sonido de un poder que sentía incluso a media manzana de distancia. Se trataba de un silbido
que
surgía del acero plateado de su espada, que blandió con ligereza y decapitó al zombi. En cuanto la espada lo tocó, hubo un resplandor y el zombi cayó bruscamente al suelo; la magia que lo había animado se desactivó ipso facto.

En menos de cinco segundos, Luccio había acabado con treinta muertos vivientes y ni siquiera había tenido complicaciones.

Supongo que tampoco se llega a ser líder de los centinelas repartiendo chapitas en la calle.

Mi mirada volvió a dirigirse al lugar donde estaba el resto del grupo y vi a Morgan enfrentarse a otra oleada. Su estilo era mucho más duro y brutal que el de Luccio, pero obtenía resultados similares. Un fuerte pisotón envió una frecuencia a través de la tierra que acabó golpeando a los muertos vivientes y los tumbó como si fueran bolos. Un gesto que hizo con la mano, un movimiento de muñeca y un grito de esfuerzo dieron paso a ondas en el asfalto y en la tierra que hicieron caer a todos los zombis cercanos. Cerró el puño y la tierra se tensó, los hizo retroceder y los tiró al suelo; destrozó y agrietó su camino a través de los trozos de muertos vivientes, arrancándoles la piel a los que todavía estaban animados. Una de esas criaturas todavía se movía, así que Morgan, con mirada desdeñosa dibujada en la cara, desenvainó un sable que llevaba en la cadera, el que utiliza para las ejecuciones de los magos que rompen las leyes de la magia, paró un segundo para coger fuerza y se balanceó, una vez, dos veces, pin, pan, pun, y el zombi se deshizo en no sé cuántos trocitos.

Other books

Venus Moon by Desiree Holt
Dread Murder by Gwendoline Butler
Sten by Chris Bunch; Allan Cole
Charmed and Dangerous by Jane Ashford
How to Date a Millionaire by Allison Rushby
Far From Home by Anne Bennett
Killer Scents by Adelle Laudan
Rebel Lexis by Paul Alan