Un motor rugió y un coche gris dio un giro brusco en la acera.
—¡Avante! —gritó la mujer. Acto seguido levantó la espada y la deslizó hacia el necrófago.
Li Xian no quería saber nada de aquello. Su cara inhumana desveló un miedo reconocible. Dejó caer el hacha y huyó por el callejón.
—Cobarde… —suspiró la mujer visiblemente decepcionada. Se hizo con el hacha y dijo mirando hacia mí—: Vamos.
—La conozco —le dije—. Es la señorita Gard. Trabaja para Marcone.
—Trabajo para Seguridad Monoc —me corrigió la mujer. Su mano se agarró a mi brazo como si me clavara finos tornillos de acero y me puso de pie sin esfuerzo. La herida de mi gemelo hacía que me doblara de dolor y sentía cómo las cuchillas seguían cortándome el músculo. Apreté los dientes, plantándole cara al dolor. Gard me echó un vistazo, me dio el visto bueno y me llevó hasta el vehículo gris. Todavía tenía que apoyarme en el bastón, pero con la ayuda de la chica llegué hasta el coche y me metí a tientas en el asiento de atrás, donde más manos me ayudaron a sentarme.
Durante todo el tiempo Gard mantuvo su azulada y fría mirada en el callejón y en la calle que nos rodeaba. Cuando estuve dentro cerró la puerta, envainó la espada y se desenganchó la funda del cinturón antes de subirse al asiento del copiloto. El vehículo gris arrancó y se echó a la carretera para alejarse de la escena.
El conductor se giró lo suficiente como para que yo entrara en su visión periférica. Tenía el cuello demasiado ancho como para hacer más que eso. Era pelirrojo y llevaba el pelo recogido, tenía los hombros tan anchos como para mantener un edificio en pie y como para tener que hacerse los trajes a medida.
—Hendricks —lo saludé.
Levantó la vista hacia el espejo retrovisor con los ojos brillantes y me frunció el ceño.
—Yo también me alegro de verte —le dije. Me eché hacia atrás en el asiento todo lo que pude, intentando ignorar el dolor de mi pierna y negándome a mirar al hombre que estaba sentado a mi lado.
La verdad es que no necesitaba mirarlo. Era un hombre un poco más alto que la media, tendría una edad más o menos avanzada y el pelo negro, con algunas canas grises. Su piel reflejaba haber vivido mucho tiempo a la intemperie, pues lucía el bronceado propio de un pescador y los ojos del color de los viejos y arrugados dólares. Seguramente llevaba un traje que costaba más que muchos coches y le hacía sentir bien. Era guapo y de aspecto saludable, tenía más pinta de entrenador de un equipo ganador que de gánster. Pero John Marcone era la persona más poderosa de la subciudad de Chicago.
—¿No es un poco infantil —me preguntó con voz divertida— que te niegues a mirarme?
—Permítemelo —le dije—, he tenido un día duro.
—¿Es muy seria tu herida? —se interesó.
—¿Te parezco médico? —le espeté.
—Más bien me pareces un cadáver —me contestó.
Lo miré de reojo. Estaba sentando tranquilamente en su asiento, observándome.
—¿Es una amenaza? —pregunté.
—Si quisiera matarte —dijo Marcone—, no habría venido a ayudarte justo ahora. Tienes que admitir, Dresden, que acabo de salvarte la vida. Otra vez.
Cerré los ojos y puse mala cara.
—Esta coordinación me resulta sospechosa.
Parecía divertido.
—¿En qué sentido?
—Que aparezcas a rescatarme justo en el momento en el que están a punto de mandarme al otro barrio. Tienes que admitirlo, Marcone, esto huele a trampa.
—La verdad es que a veces tengo mucha suerte —contestó.
Sacudí la cabeza.
—Te llamé hace menos de una hora. Si no me tendiste una trampa, entonces, ¿cómo me has encontrado?
—No fue él —dijo Gard—. Fui yo. —Miró a Marcone por encima del hombro y frunció el ceño—. Esto es un error. Su destino era morir en aquel callejón.
—¿Qué sentido tiene contar con el libre albedrío si no podemos, de vez en cuando, escupirle en un ojo al destino? —preguntó Marcone.
—Habrá consecuencias —insistió ella. Marcone se encogió de hombros.
—¿Y cuándo no las hay?
Gard volvió a mirar hacia delante y sacudió la cabeza.
—Qué arrogancia. Los mortales jamás lo entenderán.
—Dímelo a mí —dije—. Todo el mundo comete ese error, salvo yo.
Marcone me miró, sus ojos brillaban en los extremos. Estaba a punto de sonreír. Gard giró despacio la cabeza, me echó una mirada y vi que ella no estaba para nada a punto de sonreír.
—Vayamos a esa parte de la conversación en la que me dices lo que quieres —sugerí—. No tengo tiempo para bromas.
—¡Ah! —dijo Marcone—. Sospechaba que acabarías mezclado en todos estos acontecimientos de una manera u otra.
—¿Y cuáles son estos acontecimientos? —le pregunté.
—Los que rodean la muerte de Tony Mendoza.
Lo miré extrañado.
—¿Qué quieres?
—A no ser que me esté equivocando —dijo Marcone—, quiero ayudarte.
—Ya —afirmé—. Vale.
—Voy en serio, Dresden —me dijo—. Yo no permito que nadie ataque a mis empleados. Quien haya matado a Mendoza será castigado inmediatamente, sean nigromantes o no lo sean.
Parpadeé.
—¿Cómo supiste lo que eran?
—La señorita Gard —contestó sereno—. Ella y sus compañeros tienen unos medios aventajados.
Me encogí de hombros.
—Me alegro por ti. Pero no estoy interesado en ayudarte a mantener tu imperio.
—Naturalmente. Pero estás interesado en detener a esos hombres y a esas mujeres para que no logren el objetivo que se hayan propuesto.
Me encogí de hombros de nuevo.
—Eso tú no lo sabes.
—Sí. Lo sé —insistió, con un tono a medio camino entre el distanciamiento y la frialdad. Me miró a los ojos y dijo—: Porque te conozco. Sé que te opondrás a ellos. Igual que tú sabes que yo no permitiré que se lleven a uno de los míos sin recibir un castigo.
Lo miré. No me preocupaba la visión del alma. Eso solo puede ocurrir una vez entre dos personas, y Marcone ya lo había hecho conmigo. Cuando dijo que me conocía, era a lo que se refería. Yo también había visto su alma y había comprobado que era un lugar frío e inhóspito, pero también con principios. Si Marcone daba su palabra, la mantenía. Y si alguien iba a por alguno de sus hombres, él iría a por ellos pasando por encima de las dudas, los temores y las penas.
Eso no lo hacía noble. Marcone tenía el alma de un tigre, de un depredador que protege su territorio. Eso simplemente lo volvía más dispuesto y más peligroso
—No soy un sicario —le aclaré—. Y no trabajo para ti.
—Tampoco te lo estoy pidiendo —me contestó—. Solo quiero proporcionarte información que puede que te sea de ayuda.
—No me estás escuchando. No voy a matar a nadie para ti.
De repente enseñó sus dientes. Estaban muy blancos en contraste con el bronceado.
—Pero irás a por ellos.
—Sí.
Se echó hacia atrás en la silla.
—Ya he visto lo que le haces a la gente que interfiere en tu camino. Estoy dispuesto a sacarle partido.
Esa idea, esa actitud, era más estremecedora que reconfortante. Yo no era un asesino. Quiero decir, claro que a veces luchaba y algunas veces las personas y las no personas acababan muriendo. Pero no era porque yo fuese Jack el Destripador. De vez en cuando las cosas se ponían demasiado peligrosas entre los habitantes del mundo sobrenatural y yo, pero yo solo había matado…
Lo pensé durante un minuto.
Había matado a más de los que no había matado. Unos cuantos más.
Se me revolvió el estómago.
Marcone me miraba a través de sus ojos camuflados mientras esperaba.
—¿Qué quieres decirme? —pregunté.
—No quiero que pierdas el tiempo —me dijo—. Pregúntame lo que quieras y contestaré lo que esté en mi mano.
—¿Qué sabes acerca del trato por el que mataron a Mendoza?
Golpeó los dedos de la mano derecha en su muslo durante un momento.
—Mendoza se estaba preparando para retirarse —dijo Marcone—. Tenía un encargo final para terminar. Estaba en deuda con el tipo por un conflicto de lealtades del pasado, y como me lo pidió, le permití ciertas libertades.
—¿Estaba haciendo ventas por libre? Marcone asintió.
—El contenido de un almacén. Mendoza había encontrado una llave en una inmobiliaria.
Aquella era la jerga criminal para referirse a la venta de mercancía robada por atracadores o ladrones comunes.
—Sigue.
—Esa llave abría un depósito que llevaba cerrado desde 1945. Contenía varias obras de arte, joyas y otras cosas culturales parecidas.
Levanté una ceja.
—¿Un almacén de la segunda guerra mundial?
—Eso es lo que creía Mendoza —dijo Marcone—. Me ofreció una selección de objetos y a cambio yo le dejé que dispusiera del resto en la manera que creyese oportuna.
—¿Y tú qué sacabas de eso? —le pregunté.
—Dos Monets y un Van Gogh.
—¡Joder! —Sacudí la cabeza—. ¿Y qué pasó después?
—Mendoza quiso liquidar su alijo. Estuvo varias semanas hasta que le comentaron que una persona que había ido por allí buscando un libro antiguo contaba con recursos no habituales.
—¿Te dio un nombre? —le pregunté.
—Era un tipo llamado Grevane —dijo Marcone—. Mendoza me pidió consejo.
—Y tú le contaste que los magos y la tecnología no se llevan bien.
—Entre otras cosas —me dijo asintiendo.
—Pero el trato no cuajó.
—Eso parece —dijo Marcone—. Desde que murió Mendoza le he pedido a la señorita Gard que recoja información sobre los acontecimientos recientes en la comunidad local sobrenatural.
Miré a la mujer y asentí.
—Y te dijo que hay nigromantes revoloteando.
—Una vez que se llegó a esa conclusión, intentamos localizar a estos individuos, especialmente a Grevane, pero no tuvimos mucho éxito.
—Sé dónde han estado —puntualizó Gard sin darse la vuelta—, o por lo menos dónde han hecho algún conjuro.
—Y hay varios lugares marcados con energía nigromante por toda la ciudad —le dije—. Ya estoy al tanto.
Marcone quedó pensativo y puso cara de interesante.
—Pero lo que sospecho que no sabes es que la noche anterior, en el punto de Wacker, un miembro de mi organización tuvo un altercado con representantes de intereses rivales de fuera de la ciudad. Hubo un tiroteo. A mi hombre lo hirieron gravemente y lo dejaron morir.
—Eso no
es
propio de la práctica de la nigromancia —dije frunciendo el ceño—, ¿qué fue lo que
se
hizo allí para que haya quedado energía nigromante?
—Esa es la cuestión —dijo Marcone. Sacó un trozo de papel doblado del bolsillo del pecho y me lo pasó—. Estos son los nombres de los médicos de la unidad móvil que estuvieron allí —me dijo—. Según mi hombre, ellos llegaron antes al lugar.
—¿Habló contigo antes de morir? —pregunté.
—Sí —contestó Marcone—, de hecho, no murió.
—
Me pareció que habías dicho que lo habían herido de muerte.
—Así fue, señor Dresden —dijo Marcone, con cara distante—. Así fue.
—Sobrevivió.
—Los cirujanos del condado de Cook pensaron que un auténtico milagro había tenido lugar. Naturalmente pensé en ti en ese mismo momento.
Me rasqué la barbilla.
—¿Qué más
te
contó?
—Nada —dijo Marcone—. No recuerda nada de lo sucedido hasta que vio llegar la ambulancia.
—Entonces, ¿quieres
que
hable con los médicos de la unidad móvil? ¿Por qué no lo has hecho tú ya? —le pregunté.
Arqueó las cejas.
—Dresden, intenta no olvidar que soy un criminal y que por alguna razón me resulta muy difícil conseguir que las personas de uniforme me abran su corazón.
Apreté los dientes y sentí otro dolor afilado en la pierna.
—Vale.
—Entonces —dijo él—, volvemos a la pregunta del principio. ¿Cómo de seria es tu herida?
—Lo superaré —le dije.
—Será mejor que veas a un médico, ¿verdad? Si te parece que es poca cosa me encantaría decirle a la señorita Gard que la haga parecer más grave.
Lo miré durante un momento.
—¿Me vas a llevar a urgencias lo necesite o no, verdad?
—Con la suerte de que estamos muy cerca de un hospital. Justo el del condado de Cook, de hecho.
—Sí. El corte es muy profundo. —Miré el trozo de papel y me lo metí en el bolsillo—. Seguro que habrá algún oficial por ahí. Tal vez sea mejor que me dejes en la puerta de urgencias.
Marcone sonrió pero sus ojos permanecieron impasibles.
—Muy bien, Dresden. Tienes todo mi apoyo para superar tu dolor.
Marcone y compañía me dejaron a cien metros de la entrada de urgencias y tuve que ir cojeando hasta la puerta. Era duro y estaba muy cansado, pero había salido peor parado en otras ocasiones. No es que quisiera acabar así todos los días, ni mucho menos, lo que pasa es que una vez superada la ridícula incomodidad, el dolor es casi siempre el mismo.
Cuando llegué a urgencias no pasé desapercibido. Entrar en un sitio renqueando y dejando un reguero de huellas de sangre a tu paso causa cierta impresión. Un celador y una enfermera me ayudaron a subir a una camilla y en unos segundos la enfermera ya examinaba la herida.
—Tu vida no corre peligro —dijo después de cortarme un trozo de la pierna del pantalón y echar un vistazo. Luego me miró de forma reprensiva—. Por la forma en la que entraste aquí… parecía que creías que te ibas a morir.
—Bueno —dije—. Soy algo quejica.
—Qué feo —comentó el corpulento celador. Fue cubriendo con un bolígrafo unos formularios sujetos a una tablilla y me los ofreció—. Van a tener que cortar.
—Dejaremos que decida el doctor —dijo la enfermera—. ¿Cómo le ha ocurrido esto, señor?
—No tengo ni idea —le dije—. Estaba caminando por la calle y de repente sentí que me ardía la pierna.
—¿Caminó hasta aquí? —me preguntó ella
—Un
boy scout
muy amable me ayudó casi todo el camino —le contesté.
Suspiró.
—Bueno, ha sido un día tranquilo. Lo atenderán pronto.
—Genial —dije—. Porque me duele una barbaridad.
—Le puedo dar algo de Tylenol —dijo la enfermera remilgadamente.
—No me duele la cabeza, tengo un trozo de acero de diez centímetros clavado en la pierna.
Me pasó un vaso de papel y dos pastillas blancas. Resoplé y me las tomé.