—Por la misma razón por la que reaniman humanos en vez de animales —le dije—. Cuanto más antiguo es el cadáver, más profunda es la huella metafísica que deja. Son más difíciles de invocar, pero una vez que se consiguen son más fáciles de controlar, son más fuertes y es mucho más complicado herirlos.
—Los cadáveres viejos se convierten en los muertos vivientes más fuertes —dijo.
—Eso es —le dije. Podía ver cómo giraban las rueditas dentro del cerebro de Butters mientras procesaba la información. Parecía muy ocupado preparando decenas de preguntas que le iban surgiendo ante la primera ronda de respuestas, y me dio la impresión de que no pararía hasta hartar su insaciable curiosidad.
—Vale, pero ¿y si…?
—Butters —le dije lo más suavemente que pude—. Ahora no. Lo único que quiero es tomarme una taza de té tranquilamente. —Tuve un momento de inspiración—. Pregúntale a Bob —le dije—. En realidad Bob sabe mucho más que yo.
—Ah —dijo Butters. Y apartó la vista de mí dirigiéndola a la calavera—. Eh, sí, creo que Thomas ha estado hablando con eso.
—¡Con él! —dijo Bob indignado—. ¡Soy él, no eso! ¿O te has creído que soy algún tipo de robot rarito de Tinkertoy?
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—Bueno —dijo Butters—, lo siento, Bob. ¿Te importa si te hago algunas preguntas?
—Sería desperdiciar mi inmenso intelecto y mi talento —replicó Bob adoptando un aire despectivo.
—Hazlo, Bob —le ordené.
—Oh, tío… —Las luces naranjas de los ojos giraron dentro de las cuencas de la calavera—. Está bien. Tampoco tengo nada mejor que hacer que dar una clase de primaria.
—¡Genial! —Butters se entusiasmó y se volvió a sentar a la mesa. Cogió más folios y un lápiz—. Bien, ¿qué te parece si empezamos con…?
Cogí una taza de té para mí y otra para Butters. Le dejé la taza cerca, pero apenas se dio cuenta. Estaba completamente inmerso en la conversación con Bob.
Me escabullí a la sala de estar, coloqué la pierna dolorida encima de la mesa y me dejé caer en el sofá con mi taza de té. Me senté en la penumbra, con el calor humeante y el sabor dulce de la menta, o lo que fuera, e intenté poner en orden mis pensamientos. Estaba tan cansado que no me llevó mucho tiempo.
Estaba a punto de llamar a un coetáneo de la reina Mab para tenderle una trampa durante toda la noche. Una araña de jardín tendría las mismas posibilidades si se propusiese atrapar a un tigre de Bengala. Sin embargo, el tigre de Bengala probablemente ni se molestaría en aplastar a la araña. El Erlking sí.
Todo eso convertía a este en el más estúpido de mis planes hasta el momento, pero tampoco es que tuviese otra opción. La presencia del Erlking en la zona aumentaría dramáticamente el número y la potencia de los muertos vivientes que los kemmleritos intentarían invocar esta noche. Si pudiera bloquear la entrada del Erlking en Chicago, sería como eliminar gran parte del poder que los nigromantes pretendían reunir. Grevane y compañía eran ya formidables sin la ayuda de ningún ejército de súper zombis ni de los peores fantasmas. Si pudiese evitar que eso ocurriera, tal vez podría ofrecer a Luccio y a sus centinelas una oportunidad real de derrotarlos.
Si no consiguiese ser suficientemente rápido e invocar al Erlking antes de que lo hiciese cualquier otro kemmlerito, o si acabase escapando de mi trampa y quedase suelto por Chicago, moriría mucha gente. El Erlking daría comienzo a la Caza Salvaje en la apagada ciudad de Chicago durante la noche de Halloween, y cualquier persona que se cruzase en su camino acabaría reducida a cenizas.
La luz empezó a extinguirse fuera, todo estaba tan oscuro que, de alguna manera, parecía antinatural. Un rato después un relámpago cruzó el cielo y sacudió la pequeña casa. Empezó a levantarse viento y las gotas de lluvia comenzaron a golpear las ventanas con el ir y venir de las impacientes ráfagas de aire.
No me sentía como un mago. No me sentía como un centinela letal y poderoso. No me sentía como el hombre más valiente de Chicago con poderes sobrenaturales, ni como un intrépido enemigo del mal ni como un temerario emplazador capaz de lanzarse desafiante ante los dientes de un titán sobrenatural ni como un auténtico sabio conocedor de las artes místicas. Me sentía deteriorado, maltrecho, dolorido; como un manco con planes de futuro poco halagüeños y con un ridículo pantalón con una pierna completamente cortada.
Ratón se acercó atravesando esa nebulosa. Chocó cariñosamente contra mí y apoyó la cabeza en mi pierna. Tenía los ojos cerrados, pero podía oír cómo se balanceaba su rabo suavemente contra el sofá. Apoyé mi mano mala en la cabeza de Ratón y lo acaricié de manera peregrina. A Ratón no le importaba. Simplemente se apoyaba en mí, prestándome su cálido pelaje y tendiéndome la silenciosa fidelidad de su presencia.
Me hizo sentir mejor. Ratón no sería la criatura más lista de la tierra, pero era firme, amable, leal y poseía la asombrosa sabiduría que hace a las bestias saber en quién confiar. Tal vez yo no era ningún superhéroe, pero a Ratón le parecía un tío bastante guay. Eso quería decir algo. Tenía que ser suficiente.
Dejé mi taza de té, quité mi pierna de encima de la mesita de centro de Murphy y me levanté. Recogí mi bastón sin mirarlo, respiré profundamente y apreté la mandíbula.
Me dirigí a la cocina andando como un tullido.
—Butters —le dije—. Quédate aquí con Bob y Ratón. Vigílame. Si ves a alguien acechándome, pega un grito.
—Bien —afirmó Butters—. Lo haré.
Me despedí de él con la cabeza y salí a la lluvia para poner a prueba mi fuerza frente al legendario maestro de la Caza Salvaje.
La lluvia ya me había empapado el pelo cuando logré sacar del maletero del Escarabajo todo el material necesario para la invocación. Lo metí todo a presión dentro de mi bolsa del gimnasio y me dirigí al centro del patio trasero. Todavía no estaba demasiado oscuro como para no ver, todavía no. Pero no quería cometer ningún error, así que utilicé la última de las antorchas químicas que Kincaid me había dado antes de nuestro enfrentamiento con el azote de Mavra había un año. La cogí y la sacudí. La luz amarilla y verdosa se extendió formando una especie de nube a mi alrededor. La lluvia limitó su alcance y provocó la ilusión de que el mundo entero se había reducido a un círculo de tres metros de lluvia, hierba y luz verdosa.
Empecé a preparar el círculo en el cual pretendía atrapar al Erlking. La espiral de alambre de espino todavía brillaba por su acabado de fábrica. Desenrollé un trozo que fuese suficientemente largo como para clavármelo varias veces en los dedos y que cubriese un círculo de unos dos metros de diámetro. A pesar de que no era hierro frío en sentido estricto, era muy parecido a lo que querían decir las hadas cuando hablaban de «hierro frío». El alambre tenía mucho hierro, y el hierro frío era la perdición del mundo de la magia.
Estiré la espiral de alambre y la fui grapando a la húmeda tierra con un ganchito de metal, con forma de herradura, del tamaño de mi dedo meñique. Comprobé dos veces cada grapa y luego cogí un trozo de alambre del rollo grande para utilizarlo como alicates para unir ambos extremos. Después de eso, marqué los picos de una invisible estrella de cinco puntas dentro del círculo y coloqué varios objetos relacionados con el Erlking; un collar muy pesado que podría llevar un sabueso de caza, una piedra de afilar, un pequeño cuchillo con filo por ambos lados, sílex y acero, y varias cabezas de flechas, también de acero.
Después coloqué los objetos relacionados conmigo frente a los del Erlking, fuera del círculo: un ejemplar viejo de
El Hobbit
, la esquirla del extremo de mi último tirachinas, mi 44, un tique de un aparcamiento que todavía no había pagado y, por último, el amuleto de mi madre, el pentáculo de plata. Di un paso atrás, volví a entrar en el círculo y me aseguré de que estuviese bien fijado y de que nada le hubiese caído encima.
Desde las profundidades de mi mente, desde algún lugar, me llegaba información de que el sol estaba a punto de ponerse. La verdad es que no sé de dónde salían esos datos. Ya estaba mucho más oscuro que cualquiera de las otras noches y a decir verdad no sabría decir cuándo se pondría el sol, con todas esas nubes por el medio. Pero la falta de visión no parecía importar. Sentí la luz del sol, todavía resplandeciendo pero a punto de ser atrapada por las tinieblas, pude apreciar su presencia y su calidez en alguna parte de mi mente que no dependía solo de lo físico. Advertí cómo se apagaba y en ese momento noté cómo las fuerzas mágicas de la noche se alzaban simultáneamente.
La energía de la noche era muy diferente a la del día, no era intrínsecamente mala, pero sí más salvaje, más peligrosa y más impredecible. La noche era el momento de los finales, y esta noche, Samaín, todo el día de Halloween, lo era especialmente. Esta noche, las fuerzas del mundo de los espíritus, los seres salvajes que cazaban en el Más Allá, arrastrados a la muerte y a la podredumbre, revoloteaban libremente de un lado a otro. Los espíritus estaban inquietos en sus tumbas y deambulaban por el mundo, pero la mayoría eran invisibles a los ojos de los mortales. Las bestias salvajes sentían que la noche se acercaba y sus primos de la metrópolis sentían el peligro del filo de un cuchillo y la energía del aire. Los perros comenzaron a aullar en los vecindarios de alrededor, primero uno, luego otro y luego docenas; y sus largos, bajos y afligidos aullidos se fueron convirtiendo en una marea inquietante de bramidos.
La oscuridad estaba a punto de llegar, me quité el guante de cuero negro de mi mano mala y me arrodillé al lado del círculo de alambre de púas. Luego acerqué y presioné la palma de la mano izquierda, toda la cicatriz salvo la marca del sello de Lasciel, que parecía una marca viva, contra el diente más cercano de alambre, presionando mi carne hacia abajo deliberada aunque cuidadosamente. No sentía que el alambre me cortase, pero noté un hilo de calor sobre un trozo del sello y mi sangre (negra, bajo la luz química) se extendió sobre el alambre de espino, mezclándose con mi voluntad y esparciendo mi energía alrededor de la prisión de hierro frío que acababa de construir.
La prisión se había levantado y la trampa estaba preparada. Deseé haber tenido más tiempo para reunir los artículos que necesitaba. Si hubiese tenido meses para prepararlo, podría haber investigado con Bob la mejor forma de hacerlo. Los materiales podrían haber sido más escogidos, caros y peculiares, pero aun sin todo eso, existían posibilidades de crear un círculo del que incluso un ser como el Erlking no podría escapar fácilmente.
Además, no había tenido más tiempo y si me proponía sacar esto adelante con mi mercadillo exprés de Alcatraz, iba a necesitar toda mi concentración y voluntad.
Encerré mis dudas en un armario al fondo de mi mente, junto con mis miedos. Me arrodillé dentro de mi abrigo, con el bastón firme en mi mano derecha, y empecé a respirar despacio y profundamente. Me descubrí reuniendo fuerza con cada expiración y expulsando la debilidad y la distracción con cada exhalación. Empecé a concentrar mi energía y a almacenar mi fuerza hasta que en la hierba mojada se empezaron a encender puntos de luz verde y amarilla y el vello de mi cuello se erizó de pronto.
Cogí aire profundamente por última vez y, cuando lo expulsé, la noche cayó por fin.
Abrí la boca y empecé a recitar la invocación con firme cadencia. Mi voz sonaba hueca entre el viento y la lluvia, parecía amortiguada, pero también era fuerte. Fui dejando salir algo de mi energía con cada palabra, hasta que el poder que en ellas habitaba empezó a mecer el aire de alrededor, según iban saliendo de mi boca. Allí en la oscuridad, descendí hasta el mundo de los espíritus para llamar a uno de los seres más mortíferos del reino de las hadas.
Y el Erlking contestó.
En ese momento el círculo estaba vacío, pero enseguida un rayo de luz y el estallido de un relámpago dieron paso a una sombra negra incorpórea que apareció sobre la hierba dentro del círculo. La sombra era alta y estaba erguida, pero no proyectaba ninguna apariencia física.
Todavía no había terminado y ya me estaba estremeciendo mientras seguía recitando la oración y pensaba en el error que estaba cometiendo; en el mejor los casos habría liberado al Erlking para que se escapase y en el peor de los casos para que me matase. Pero me recompuse y continué con la letanía hasta el final. Cuando terminé, mi voz recordaba al estridente y plateado sonido de un clarín, y cuando llegué a la última palabra, la tormenta despidió un destello de luz cegadora amarilla y verdosa. La luz se estrelló contra el círculo, chocó contra él y luego se dispersó alrededor de él siseando como una mezcla entre electricidad, vapor y magia y definiendo la pared de forma de cilindro mágico con su brillo. La luz se elevó en la noche durante un segundo y luego se disipó.
Cuando se apagó la sombra que había en mi círculo ya no estaba solo.
El Erlking medía casi dos metros y medio. Sin contar con eso, parecía más o menos humano, vestido con ropa de cuero ajustada y mallas oscuras de algún material negro mate. Llevaba un casco con forma de cubo que le cubría la cara y del que salían unos enormes cuernos de ciervo. Dentro de la hendidura de la visera del casco descubrí dos bolas de fuego que no eran otra cosa que dos ojos posados en mí. Sentí la presencia del ser tras ellos como una furia cruda y salvaje que presionaba la parte exterior de mi piel. Reconocí el deseo salvaje del Erlking hacia la noche, hacia la Caza y la necesidad de matar. Un resplandor volvió a iluminarse y la lluvia empezó a caer con más fuerza. Levantó las manos despacio, rechazándome y ensanchando su cuerpo con satisfacción bajo la lluvia.
Ha llegado la hora, mortal. Libérame.
Sus palabras aparecieron de repente en mi cabeza sin pasar por mis oídos, hirviendo al rojo vivo. Esta vez sí que me estremecí. El Erlking me había enviado aquello directo a mis pensamientos, como un arpón bien dirigido. Aparté mi atención de esa lanza de pensamiento y hablé en voz alta en respuesta.
—No te liberaré.
Sus ojos brillantes se fijaron en mí desde el interior del casco, aumentando su luz y su tamaño.
No soy una bestia que puedas atrapar, mortal. Libérame y únete a mí en la Caza.
Esta vez los pensamientos iban acompañados de imágenes. Estaba cayendo un torrente de agua, el viento golpeaba mi cara, mi estómago estaba a punto de liberar la ira salvaje, la fuerza y el poder de mi cuerpo y de todo lo que había a mis pies, la gloriosa emoción de la persecución de la presa que huye porque es para lo que ha sido creada… Era la puesta a prueba de mi fuerza, mi velocidad, mi fortaleza y mi voluntad mientras la noche me llamaba y la furia de la tormenta se agitaba a mi alrededor. Para mi sorpresa, en todo aquello no había sensación de odio ni el retorcido sentimiento de la amargura de la desesperación. Solo había una alegría salvaje y feroz, una sensación de adrenalina y excitación, de pasión, de la salvaje armonía de una lucha con uñas y dientes.