—Demasiados dígitos —le contesté.
—Tal vez sea algún tipo de código y hay que sustituir los números por letras. Levanté las cejas.
—Podría ser. —Saqué el papel doblado del interior de mi bolsillo y se lo pasé—. Quédate aquí y dale un par de vueltas a esto a ver si consigues que tenga sentido.
Aceptó el papel.
—Ahora me siento como James Bond. Sofisticado, inteligente, descifrando códigos y con un atractivo irresistible. ¿Y tú qué vas a hacer?
—Creo que el Erlking es la clave de todo esto —le dije. Y el Erlking forma parte del reino de las hadas.
Levantó las cejas.
—¿Lo que significa…?
—Cuando quieras saber algo sobre las hadas lo mejor es preguntarle a una de ellas. Voy a buscar a mi madrina a ver si sabe algo.
—Por lo que me has contado es muy peligroso, ¿no?
—Sí, peligrosísimo.
—Estás herido. ¿No te vendría bien un poco de ayuda?
Asentí.
—Vigila el fuerte —le dije—. ¿Ratón?
El gigantesco perro levantó del suelo su cabeza desgreñada, con las orejas hacia delante, y me miró con una cara muy seria.
—Venga —le dije—. Nos vamos de paseo.
—¡Ah! ¡Harry! —dijo Thomas.
—¿Sí?
—Antes de que te vayas… ¿te importaría que ayudara a Butters a poner sus artilugios de polca en tu maletero?
—¿Qué quieres decir? ¿No te gusta la polca?
La cara de Thomas reflejó tensión.
—Por favor, Harry, me cae bien el hombrecillo, pero venga…
Me froté la boca con una mano para disimular la sonrisa.
—Claro. Probablemente sea más seguro para todos.
—Gracias —dijo. Cogió el traje de polca y me siguió por las escaleras mientras yo pensaba en la forma de iniciar una conversación con uno de los seres más peligrosos que conocía.
Ratón y yo nos alejamos de la ciudad de Chicago bordeando el lago, en dirección norte. Por una vez deseé que la transmisión fuese automática. Conducir con solo una mano y una pierna en buen estado no es nada divertido. De hecho, para mí es casi Imposible. Acabé usando la pierna herida más de lo que debía y la fatiga se fue intensificando. Me acordé de los calmantes que llevaba en el bolsillo, pero pasé de ellos Tenía que estar en plenas facultades. Cuando todo terminase ya tendría tiempo para atontarme la mente con codeína. Así que seguí conduciendo y maldiciendo todo lo que me hiciese cambiar de marcha. Mientras, Ratón iba tan tranquilo en el asiento del copiloto con la cabeza colgando por fuera de la ventanilla.
Cuando estuvimos lo suficientemente lejos de la ciudad para empezar a llamar a mi madrina, el sol ya se había puesto, aunque el velo de nubes del cielo de la zona occidental todavía brillaba con el color de las brasas de una hoguera. Salí de la carretera y me metí por un lateral en el que la vieja gravilla y los testarudos hierbajos convivían en armonía. Me metí por un camino sin salida donde un proyecto de construcción se había quedado a medias. Era el típico sitio donde los jóvenes de la zona quedan para ingerir sustancias ilegales de distintas intensidades. Había latas de cerveza vacías y muchas botellas tiradas por el suelo.
Ratón y yo dejamos el coche cerca de la carretera y caminamos unos cincuenta metros, sorteando árboles y maleza hasta la orilla del lago. En una zona de la orilla se había formado una especie de montículo de tierra de unos veinticinco o treinta centímetros por encima de la superficie del agua.
—Espera aquí —le dije a Ratón. El perro se sentó en la orilla, mirándome atento y moviendo las orejas incesantemente, recogiendo cada sonido que surgía de los alrededores. Caminé hasta la cima del montículo y una brisa heladora se levantó del lago y se arremolinó a mi alrededor, agitando mi abrigo y haciendo peligrar mi equilibrio. Puse cara de dolor y me apoyé en el bastón en aquel punto en el que la tierra, el agua y el cielo se fundían en uno solo. Aglutiné mis pensamientos y dejé fuera el dolor de la pierna, mis temores y mis preguntas. Concentré mi energía, levanté la cara hacia el viento e hice el llamamiento, con voz pausada:
—Leanansidhe, allí donde esté, he venido a rogarle que salga a mi encuentro para poder conversar.
Envié aquellas palabras con toda mi energía y mi potencia mágica. La fuerza hizo que retumbaran intensamente, produciendo eco por toda la superficie del lago, repitiéndose en murmullos en el viento arremolinado y sacudiendo el suelo sobre el que me sostenía.
Después esperé. Podría haberlo repetido, pero estaba seguro de que mi madrina ya me había oído. Si iba a venir, lo haría. Si no, por mucho que repitiese el llamamiento, no iba a cambiar de opinión. El viento sopló más frío y más violento, disparando frías gotas del agua del lago hacia mi cara. Una ráfaga de viento me trajo el sonido de un avión comercial que sobrevolaba aquel lugar y el silbido solitario de un tren de mercancías. En la distancia, en algún lugar del lago, una campana sonó varias veces, un sonido solemne que me recordó a un canto fúnebre. Aparte de todo aquello, no se movía ni una hoja.
Esperé. Por fin, el fuego se apagó en el cielo nublado y en aquel horizonte vislumbrado a mis espaldas solo quedaron tonos morados y oscuros. Mierda. Venía.
Después de pensar en ello, pero antes de que pudiera darme la vuelta, a mis pies se formó un remolino de agua que, lentamente, empezó a disparar agua hacia la superficie del lago de forma muy extraña. La pulverización del agua fue moldeando un cuerpo de mujer desnuda y pálida, comenzando por los pies y cubriéndola con una túnica medieval de color verde esmeralda. La túnica la llevaba atada con una cuerda tejida con hilos de plata y, colgada de ella, portaba un cuchillo algo curvo de un único filo y de algún material oscuro y vidrioso.
Cuando la espuma llegó al semblante de la mujer, busqué la saludable cara de mi madrina, cargada de rizos y tirabuzones cobrizos y escarlata, así como su mirada felina y ámbar. Busqué en su rostro aquellos rasgos que siempre le habían dado un aire petulante y una expresión exclusivamente orgullosa y engreída.
En vez de eso se alzó ante mis ojos un cuello largo y ebúrneo, unas vertiginosas facciones de gélida belleza y unos ojos oblicuos y de un verde más verde que cualquier verde que se pueda encontrar en el mundo natural. Tenía el pelo largo, sedoso y del blanco más puro. Lo llevaba recogido en un anillo y el conjunto recordaba a una enredadera de rosas rodeada de relucientes y preciosos trozos de hielo, quebradizo y cruel.
Detrás de mí, un gruñido grave salió de la garganta de Ratón, que seguía esperando en la orilla.
—Saludos, mortal —dijo el hada.
Su voz sacudió el agua, la tierra y el cielo con un poder imperceptible. Noté que resonaba en todos los elementos que me rodeaban al tiempo que la escuchaba.
Se me secó la boca y la garganta se me tensó. Me apoyé en el bastón para no perder el equilibrio mientras hacía una reverencia cortesana en su dirección.
—Saludos, reina Mab. Le ruego que me perdone, pues no era mi intención molestarla.
De repente un pensamiento volvió a mi mente, presa del pánico. La reina Mab había aparecido y eso no podía significar nada bueno. Mab, la monarca de la Corte de Invierno de los
sidhe
, la reina del aire y de la oscuridad, no era alguien muy agradable. De hecho, era uno de los seres poderosos más temidos, sin contar a los arcángeles y a los dioses antiguos. Una vez utilicé mi vista mágica para profundizar en Mab, porque había dejado al descubierto su verdadero ser en un trabajo de mucha energía, y estuve a punto de volverme loco.
Mab no era un mísero ser mortal como Grevane o Cowl o la habitacadáveres. Era muchísimo mayor, muchísimo más cruel y muchísimo más letal de lo que ellos podrían llegar a ser jamás.
Yo le debía un favor. Dos, para ser exactos.
Se quedó mirándome durante un largo y silencioso momento, pero yo no la miré a la cara. Después soltó una carcajada y dijo:
—¿Molestarme? En absoluto. Estoy aquí exclusivamente para cumplir mis obligaciones y las tareas que tengo designadas. No es culpa de su merced que estas llamadas lleguen a mis oídos.
Me puse recto despacio y evité mirarla a los ojos.
—Esperaba poder hablar con mi madrina.
Mab sonrió. Sus dientes eran pequeños, blancos y perfectos. Los caninos estaban delicadamente afilados.
—Qué contratiempo. En este momento, Leanansidhe está bajo custodia.
Suspiré. Mi madrina era un miembro muy poderoso de la Corte de Invierno, pero al lado de Mab no tenía nada que hacer. Si Mab quisiese tumbar a Lea, lo haría sin problemas. Por alguna razón este pensamiento hizo aflorar mi instinto protector e irracionalmente me enfadé mucho. Sí, Lea no era un ser nada benevolente. Sí, había intentado convertirme en su esclavo varias veces durante los últimos años. Pero a pesar de todo eso, seguía siendo mi madrina y pensar que algo le podía pasar me encolerizaba.
—¿Por qué razón la ha detenido?
—Porque no tolero que se desafíe mi autoridad —dijo. Una mano pálida trepó hasta la empuñadura del cuchillo de su cinturón—. Ciertos acontecimientos han hecho creer a su madrina que ya no debía acatar mi voluntad y mi palabra. Ahora está aprendiendo que estaba equivocada.
—¿Qué le ha hecho? —pregunté. Bueno. Más que una pregunta sonó como una exigencia.
Mab se echó a reír y el sonido resultó argénteo y más suave que la miel. La risa atrajo las olas, la tierra y los vientos y los hizo chocar contra sí de una manera que me erizó el vello del cuello y obligó a mi corazón a latir con repentino discernimiento. Sentí una extraña presión, como si estuviese encerrado en una pequeña habitación. Apreté los dientes y esperé a que la risa se disipase, intentando no mostrar lo mucho que me había afectado.
—Está atada —dijo Mab—, un poco incómoda. Pero no se halla en peligro. Una vez que entienda quién gobierna el Invierno, será devuelta a su lugar. No puedo permitirme perder una vasalla tan poderosa.
—Necesito hablar con ella ahora —le dije.
—Por supuesto —dijo Mab—. Sin embargo, ahora ella se encuentra aprendiendo una lección que la llevará de vuelta al camino de la iluminación. Por ventura, aquí estoy yo para cumplir con sus obligaciones y enseñarle y guiarle a usted en lo que precise.
Fruncí el ceño.
—La tiene encerrada en alguna parte, ¿y mantiene sus promesas haciendo su trabajo?
Frialdad y altanería se reflejaron en los ojos de Mab.
—Las promesas deben mantenerse —murmuró. Las palabras provocaron oleaje, viento y temblor en las rocas—. Los juramentos y acuerdos de mi vasalla dependerán de mí tanto tiempo como yo tenga a bien retenerla e impedir que ella misma los lleve a cabo.
—¿Quiere eso decir que me ayudará? —le pregunté.
—Quiere decir que le daré lo que ella le hubiese dado —dijo Mab—, y le proporcionaré la información que ella le habría facilitado si se encontrase presente. —Inclinó la cabeza despacio hacia un lado—. Usted bien sabe, mago, que yo jamás diré una falsedad. Es mi palabra lo que le estoy dando.
La miré cautelosamente. Era verdad que los más altos
sidhe
no podían mentir, pero eso no era lo mismo que decir la verdad. La mayoría de los
sidhe
que había conocido eran maestros del arte de la decepción. Hablaban proponiendo acertijos, intercalando alusiones
e
inferencias. Acababan debilitando la sinceridad de sus palabras tan concienzudamente que podrían estar transmitiendo una mentira más respaldada que si directamente hubiesen dicho una falsedad. Confiar en la palabra de un
sidhe
era una tarea que debía ser asumida con extrema cautela y escrupuloso cuidado. Si tuviese elección, la evitaría.
Pero no había nada que pudiese hacer que no fuese seguir adelante. Todavía tenía que descubrir qué estaba haciendo en Chicago la banda del Club de los Corazones Solitarios del sargento Kemmler, y eso incluía correr el riesgo de hablar con mi madrina. Mab solo aumentaba ese riesgo.
Lo aumentaba mucho más.
—Busco información —dije— sobre el llamado Erlking.
Mab arqueó las cejas.
—Él —dijo—. Sí, tu madrina sabe un poco del tema. ¿Qué es lo que quieres saber de él?
—Quiero saber por qué todos los discípulos de Kemmler están haciéndose con todos los ejemplares que tiene el Consejo Blanco de su libro.
No podía imaginarme nada que pudiese poner nerviosa a Mab, pero aquella frase estuvo cerca. Su expresión se congeló y con ella el viento se detuvo de repente. Las olas de la orilla, se frenaron de manera abrupta y el lago se convirtió en un plato de sopa bajo sus pies, reflejando débilmente el brillo del horizonte de la ciudad en la distancia y los últimos brillos de la luz violeta del cielo.
—Los discípulos de Kemmler —dijo. Sus ojos se volvieron más profundos que el lago sobre el que se encontraba—. ¿Puede ser?
—¿Si puede ser el qué? —pregunté.
—La Palabra —dijo ella—.
La palabra de Kemmler
. ¿La han encontrado?
—Humm —dije—. Más o menos.
Sus delicadas cejas blancas se alzaron.
—¿Qué quiere decir? Le ruego que me conteste.
—Quiero decir que el libro ha sido encontrado —le dije—. Lo encontró un ladrón local. Intentó vendérselo a un hombre llamado Grevane.
—El primer estudiante de Kemmler —dijo Mab—. ¿Consiguió el libro?
—No —le dije—. El ladrón usó la tecnología de los mortales para esconder el libro, para evitar que Grevane se lo quitase sin pagarle.
—Y Grevane lo mató —adivinó Mab.
—Y tanto.
—Y esa hierromancia mortal, la tecnología, como usted la llama, ¿todavía oculta el libro?
—Sí.
—¿Y Grevane?, ¿todavía la busca?
—Sí. Él y por lo menos dos más: Cowl y la habitacadáveres.
Mab levantó una de sus blancas manos y se golpeó con un dedo sus preciosos labios del color de las moras. Sus uñas estaban pintadas con un bonito brillo opalescente que distraía la mirada. Me sentí un poco mareado hasta que me obligué a apartar la vista.
—Peligroso —murmuró—. Se ha rodeado de una compañía letal, mortal. Incluso en el Consejo los temen.
—¡No me diga!
Mab abrió mucho los ojos y una pequeña sonrisa se le escapó entre los labios.
—Qué insolencia —dijo—. Resulta muy dulce en usted.
—¡Cielos! Eso es halagador —le dije—. Pero no me ha dicho ni una palabra sobre la razón por la cual pueden estar interesados en el Erlking.