Siempre había considerado que la línea entre la magia negra y la blanca era tajante y estaba muy clara. Pero si aquella energía oscura podía emplearse a elección del que la manejaba, eso hacía que no se diferenciase en nada de la mía.
Mierda. Se suponía que la investigación debía aclararme lo que debía hacer y no que me replantease todos mis ideales.
Cuando abrí los ojos, nubes densas habían cubierto el sol y habían teñido el mundo entero de sombras grises.
Ya eran más de las doce del mediodía cuando, tras haber cogido el Escarabajo azul en el taller de Mike, me dirigía hacia mi apartamento. Había intentado estar atento por si alguien me seguía, pero para entonces la anestesia local empezaba a disiparse y el dolor volvía a apoderarse de mi pierna. No sé si todo el mundo ha sufrido alguna vez una herida física seria, pero es más que una sensación incómoda. Es algo agotador. El dolor lleva consigo un impuesto de fatiga profunda que hace que el herido quiera reptar hasta un agujero negro para meterse allí a hibernar.
Así que cuando digo que había intentado estar atento, significa que eché una o dos miradas por el espejo retrovisor cuando me acordé de hacerlo. Siempre que los malos condujesen exclusivamente furgonetas pintadas de colores llamativos o coches con llamas de fuego en los laterales, estaría a salvo.
Llegué a mi casa, deshabilité los hechizos, abrí la puerta y me colé dentro. Míster apareció a mi espalda y fue bajando las escaleras a mi paso, restregándose contra mis piernas. De mi boca solo salió un quejido:
—Gato estúpido —refunfuñé.
Míster, en su línea, serpenteó entre mis piernas sin importarle nada mi opinión. Cojeé hasta el interior y cerré con llave. Ratón esperó a que Míster se aburriese de mí para acercarse a olisquear mis piernas y a intentar llevarse un par de caricias detrás de las orejas.
—¿Qué hay? —me saludó Thomas tranquilamente. Estaba sentado en la butaca frente a la chimenea. Había varias velas encendidas en la mesilla que tenía a su lado. Tenía un libro abierto, una espada y una pistola al alcance de la mano. Me miró la pierna y la preocupación se dibujó en su cara:
—¿Qué te ha pasado?
Puse cara de cansado y me tambaleé frente al sofá, dejándome caer en él.
—Los palos y las piedras pueden romperte los huesos, pero las estrellas chinas voladoras te atraviesan la piel y al final tienen que darte unos doce puntos como mínimo. —Para ilustrar la anécdota, saqué el arma del necrófago de mi bolsillo y la deposité encima de la mesa de centro—. ¿Qué tal está Butters?
—Bien —dijo Thomas—. Es un hombrecillo muy gracioso. Montó un jaleo insoportable con esa… esa cosa suya de polca durante una media hora, habló durante cuarenta minutos sin parar y se quedó dormido cenando. Lo llevé a la cama.
—Ha tenido un día muy estresante —le dije.
—Es un cobarde —dijo Thomas.
Lo miré y empecé a farfullar algo a la defensiva.
Me cortó y se apresuró a explicarse.
—No me malinterpretes, Harry. Es inteligente como para entender lo que está pasando. Y es listo para saber que no hay absolutamente nada que él pueda hacer. Sabe que la única razón por la que está vivo es que alguien lo está protegiendo. No se engaña a sí mismo, sabe que no es por su inteligencia ni por su habilidad. —Thomas dirigió la mirada hacia la puerta de la habitación—. No sabe cómo llevar su miedo y lo está ahogando.
Apoyé mi pierna herida encima de la mesa.
—Gracias por tu opinión profesional, experto psicólogo. Thomas me echó una mirada de suficiencia.
—Lo he visto antes. Sé de lo que hablo.
—Lo que tú digas —respondí.
—Cuando os atacaron en la morgue la otra anoche, él se quedó paralizado, ¿verdad? Me encogí de hombros.
—No todo el mundo está hecho para el campo de batalla.
—Pero se paralizó —dijo Thomas—. Tenías que gritarle órdenes al oído y llevarlo de un lado a otro como un peso muerto, ¿verdad?
—Eso no lo convierte en un cobarde —le dije.
—No es un incidente aislado —dijo Thomas—. Me contaste que cuando informó sobre los cadáveres que se llevaron de la mansión de Bianca, lo encerraron en un manicomio.
—¿Y?
—¿Crees que recuperó su trabajo sin retractarse? ¿No crees que le dijo al loquero que en realidad no había visto lo que vio? —Thomas sacudió la cabeza—. Tenía miedo de perder su trabajo. Se derrumbó.
Me quedé allí sentado en silencio.
—Eso no lo hace mala persona —dijo Thomas—. Pero es un cobarde. Va a conseguir que te maten o bien se paralizará en un mal momento, morirá y tú te torturarás pensando que todo fue culpa tuya. Si queremos sobrevivir, tenemos que llevarlo a algún lugar seguro y dejarlo libre. Es lo mejor para todos.
Lo pensé durante un minuto.
—Tal vez tengas razón —le dije—. Pero si le decimos que huya, nunca se sobrepondrá al miedo. Será peor para él. Tiene que plantarle cara.
—No quiere.
—No —dije—, pero es necesario que lo haga.
Thomas apartó la vista y la dirigió a la hoguera. Asintió.
—Es cosa tuya.
Me fijé en que Ratón se escaqueaba hacia su comedero gigante. Se sentó al lado y esperó a que Míster se le acercara. En ese momento inclinó el cuerpo y se puso a comer. Mi gato acechó a Ratón y, de repente, estiró la pata para acertarle en el hocico. Ratón abrió las fauces, poniendo una sonrisa perruna, y dio un par de pasos hacia donde Míster había estirado su pata.
El gato miró a Ratón con arrogante desdén y luego se comió la mitad de una croqueta para perros. Antes de irse pisó el comedero y todo el pienso se esparció por el suelo de la cocina. Cuando terminó con todo aquello, Ratón volvió a su sitio y pacientemente se comió los trozos que había por el suelo primero, para después terminar con lo que quedaba en el bol.
—¿Te acuerdas que antes Ratón se iba corriendo a la pared cuando Míster le hacía eso? —inquirió Thomas.
—Ah, sí.
—¿Crees que Míster se da cuenta de que el perro es veinte veces más grande que él? —preguntó Thomas.
—Claro que sí, yo creo que sí que se da cuenta —le dije—, lo que pasa que no le parece que sea nada importante.
—Uno de estos días Ratón lo sacará de su engaño.
Sacudí la cabeza.
—No lo hará. Míster se encargó de acostumbrar a Ratón cuando era pequeño y parece que Ratón respeta las tradiciones.
—O a lo mejor le da miedo enfrentarse al gato —dijo Thomas con los ojos fijos en mis vendas y asintiendo—. ¿Es grave?
—Puedo andar. Pero no me gustaría tener que bailar.
—¿Es ese tu próximo paso?, ¿bailar?
Apoyé la cabeza hacia atrás en el sofá y cerré los ojos.
—No tengo muy claro qué hacer ahora. ¿Qué tal se te da escuchar y dar consejos?
—A veces puedo parecer muy interesado y sé asentir en los momentos adecuados —dijo.
—Suficiente.
Le conté todo lo ocurrido.
Escuchó y asimiló todo lo que le fui explicando. Lo primero que dijo fue:
—¿Tienes una cita?
Abrí los ojos y parpadeé.
—¿Qué? ¿Es tan difícil de creer?
—Bueno, sí —dijo Thomas—. Dios, Harry, creía que te ibas a pasar la vida entera como un ermitaño.
—¿Qué?
Puso los ojos en blanco.
—Bueno, no es que hayas estado muy interesado en mujeres últimamente —dijo Thomas—. Vamos a ver, nunca vas a ninguna discoteca. Nunca intentas conseguir un número de teléfono. Creía que simplemente no querías. —Reflexionó durante un minuto—. Pero madre mía, Harry, ¡eres tímido!
—No lo soy —le dije.
—La chica ha tenido, prácticamente, que tirarse a tus brazos. Mi hermana estaría revolcándose por el suelo del ataque de risa.
Me puse como un tomate.
—Pues no es que se te dé muy bien escuchar y aconsejar.
Se estiró y cruzó las piernas.
—Soy tan guapo que me resulta muy complicado parecer inteligente. —Puso morritos—. Hay dos cosas importantes.
—El libro —le dije asintiendo.
—Sí. Todo el mundo está histérico y enajenado por conseguir ese chisme de
Der
Erlking
, ¿lo has leído ya?
—Sí.
—¿Y?
Me metí los dedos entre el pelo.
—Y nada. Es una recopilación de ensayos sobre un mago muy popular llamado Erlking.
—¿Y quién es él?
—Es uno de los
sidhe
más importantes —le dije—. Es parte del Invierno o del Verano. Es una criatura montaraz.
—¿Es poderoso?
—Mucho —le dije—. Pero su poderío depende mucho de quién esté escribiendo sobre él. Muchos lo sitúan entre los hechiceros más potentes. Y un par de escritores lo sitúan al mismo nivel que las reinas hadas.
—¿Y qué es lo que hace?
—Es algo así como un cazador de espíritus —le dije—. Está relacionado con toda clase de violencia primaria. Aparentemente es uno de los seres que podrían invocar y liderar la Caza Salvaje.
—¿La qué? —dijo Thomas.
—La reunión de los depredadores más peligrosos del reino de la magia —afirmé—. Suele darse en otoño e invierno, normalmente de la mano de las tormentas y del clima más arisco. Es una reunión de oscuros perros de caza, del tamaño de caballos, de ojos rojos inyectados en sangre, capitaneados por un caballo negro depredador, con cuernos de venado.
—¿El Erlking? —preguntó Thomas.
—Por lo visto, hay varias criaturas que pueden liderar esta Caza —le dije—. Ninguna de ellas es muy amistosa, que digamos. La Caza mataría a cualquier cosa o persona que se le pusiera por delante. Es la alianza más peligrosa.
—Creo que he oído algo sobre ella —dijo Thomas—. ¿Es verdad que puedes evitar que te cacen si te unes a ellos?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Nunca oí de nadie que sobreviviese a un encuentro con la Caza. Puede ser que no cacen a quien consideran también un depredador.
—Como los tiburones —dijo Thomas—. Se trata siempre de lenguaje corporal.
—Yo no confiaría mucho en las indicaciones no verbales para defenderme de la Caza —le dije—. En el supuesto de que alguna vez asistas a ella. Parece ser que solo aparecen una vez cada cinco o seis años y pueden dejarse ver en cualquier parte del mundo.
—¿Crees que es la Caza lo que interesa tanto a los kemmleritos?
—No estoy seguro —le dije—. No se me ocurre qué otra cosa puede ser. El Erlking tiene reputación de asaltar a niños o, por lo menos, de anunciar sus muertes. Un par de magos incluso aseguran que es el guardián que cuida de que las almas de los niños no sean dañadas ni extraviadas cuando abandonan sus cuerpos moribundos.
—Parece que hay opiniones muy distintas sobre el tal Erlking.
—El mundo de la magia es así —apunté—. Nunca nadie es realmente quien parece ser. Es muy complicado concretar.
—¿Pero por qué iba una banda de nigromantes a estar interesada en él? ¿Hay en el libro que merezca la pena?
—No, que yo haya visto —le dije—. Hay historias, canciones, charlas, estimaciones, malos bocetos y poesía aún peor sobre el Erlking, pero nada útil.
—Nada que hayas visto —me dijo Thomas.
—Nada que haya visto —le confirmé—. Pero estos perturbados no estarían tan interesados en el libro si no tuviese algo importante ahí.
—¿Crees que está relacionado con el Darkhallow?
Escuchamos, durante un minuto, el crepitar del fuego hasta que Thomas dijo:
—Odio decir esto, pero tal vez deberías ponerte en contacto con el Consejo.
Puse mala cara.
—Sé que debería —le dije—. No sé lo que están haciendo. Y estos nigromantes son muy fuertes. Thomas, son más fuertes que yo. No creo que pueda ganarles si me enfrento a ellos.
—Esa parece una buena razón para pedir ayuda.
—No puedo hacerlo —le dije—. Mavra se cargaría a Murphy.
—No creo que a Murphy le gustase mucho que te matasen por esto, Harry —señaló—. ¿Y qué pasará si el Consejo se entera de que sabías que estos tíos andaban por aquí y no se lo has comunicado? No les va hacer ninguna gracia.
—Lo sé —dije—. Lo sé. Pero en este momento es mi elección y no dejaré que hagan daño a mi amiga. No puedo.
Asintió como si ya supiese que aquella iba a ser mi respuesta.
—Además, hay otra razón para no llamar al Consejo —comenté.
—¿Cuál?
—Ahora mismo, Cowl, Grevane y la habitacadáveres no trabajan juntos. Si llamo al Consejo les pongo en bandeja un enemigo común y una razón para cooperar.
—Ya tienen un enemigo común —aclaró—. Tú.
Me reí y mi risa sonó un tanto amarga.
—Yo no les preocupo en absoluto. Demonios, ni siquiera puedo entender qué es lo que está pasando. —Me froté los ojos—. Dijiste que había dos cosas importantes. ¿Cuál era la segunda?
—Tu coche.
—Ah, ya lo recuperé —le dije—. Está aparcado ahí delante.
—No, idiota —dijo Thomas—. Quien sea que te lo haya destrozado, lo hizo deliberadamente. Estaba intentando decirte algo.
—A lo mejor ni siquiera tiene nada que ver con lo que está ocurriendo —le dije.
Resopló.
—Ya. Simplemente, no había pasado nunca y pasa justo ahora.
—Quien me estuviese mandando el mensaje, resultó demasiado críptico, ¿crees que será alguno de la banda de Kemmler?
—¿Por qué no? —contestó.
Pensé en ello un momento.
—No me parece algo propio de Grevane. Te apuesto lo que quieras a que él es más tipo que manda un muerto viviente a entregar sus misivas. La habitacadáveres haría llegar la amenaza a través de una pesadilla o una alucinación o algo así. Tiene dominada la magia mental. Los necrófagos te comen directamente, no te mandan mensajes.
—Eso nos deja a Cowl, a su compinche y al amigo de Grevane, el de las manchas hepáticas en la cara.
—Sí —le dije—. Creo que sentí algo familiar cuando vi a Manchas Hepáticas —añadí—. No estoy seguro de qué pudo ser… Tal vez esté dando palos de ciego.
—¿Qué hay de Cowl y Kumori?
—No lo sé, tío —le dije—. Eran dos personas dentro de unas túnicas. No llegué a verles las caras. Si tuviera que adivinar, por la forma de hablar, diría que eran del Consejo.
—Esa sería una razón muy buena para cubrirse las caras. —Thomas estuvo de acuerdo.
—No tiene sentido que le demos tantas vueltas —le dije, y me froté los ojos—. Los números de Bony Tony significan algo. Deben de estar relacionados con el libro de alguna manera. Estoy seguro.
—¿Serán una combinación? —preguntó Thomas.