Latidos mortales (59 page)

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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

—De nada
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—me dijo—. Estaba justo detrás de Morgan y te escuché intentando explicarle lo de Luccio.

—¿Me creíste? —Dirigí a Sue hacia delante. Tardaría unos pasos más en coger velocidad.

Ramírez suspiró.

—He oído muchas cosas sobre ti. Te observé en la reunión del Consejo. Mis entrañas me dicen que eres buena persona. Merecía la pena comprobarlo.

—Y le hiciste una visión del alma. Eso es tener rapidez de pensamiento. ¡Y buen disparo!

—Soy inteligente y hábil —dijo modestamente—. Y todo eso, acompañado de mi espectacular físico, es la pesada losa con la que he de cargar. Pero bueno, Intento hacerlo lo mejor que puedo.

Se me escapó una carcajada corta y brusca.

—Ya veo. Procuraré no avergonzarte, entonces.

—¿No he mencionado que mi sentido de la tolerancia y el perdón es prácticamente equiparable al de un dios bondadoso?

Sue fue cogiendo velocidad y nos fuimos adentrando calle abajo.

—Oye —dijo—, los malos están por el otro lado.

—Lo sé —le dije—. Pero están esperando que el ataque venga en esa dirección. Voy a dar la vuelta a la manzana, intentaremos aparecer por detrás.

—¿Pero tenemos tiempo?

—Mi pequeña sabe moverse —le dije. Sue aceleró y la carrera se volvió más suave.

Ramírez dejó salir un gritito de pura diversión.

—¡Cómo mola esto! —dijo—. No puedo ni imaginarme lo complicado que habrá sido reanimarla.

—No fue complicado —le dije.

—Ah. Entonces invocar dinosaurios es una cosa muy fácil, ¿no? Gruñí.

—Cualquier otra noche, en cualquier otro lugar, no creo que lo hubiese hecho. Pero aun así no fue complicado. Levantar un gran motor no es complicado. Simple­mente requiere mucho trabajo.

Ramírez se quedó en silencio durante un momento.

—Estoy impresionado —dijo.

No conocía mucho a Ramírez pero algo me decía que aquellas palabras no salían de su boca muy a menudo.

—Cuando haces algo estúpido y mueres, es patético —le dije—. Cuando haces algo estúpido y sobrevives, entonces se puede decir que fue algo impresionante o heroico.

Soltó una risita atribulada.

—Entonces lo que estamos haciendo ahora mismo… —dijo. Su voz se había suavizado y había perdido ese matiz arrogante y descarado—. Es patético, ¿no?

—Probablemente —le dije.

—Pero por otro lado —dijo recuperándose—, si sobrevivimos, seremos héroes. Medallas. Chicas. Promociones. Coches. Tal vez pongan nuestras caras en las cajas de cereales.

—Sería lo menos que podrían hacer —le dije.

—Entonces nos quedan dos de ellos por derribar. ¿A por quién vamos primero?

—Grevane —le dije—. Si tiene un puñado de zombis como perros de guardia, no va tener mucha energía de sobra para hechizos de defensa ni para lanzar nada más contra nosotros. Lo atacamos rápido y con un poco de suerte podremos acabar con él antes de que intente nada. Cuando lo vi pelear contra la habitacadáveres tenía una cadena y parecía que sabía utilizarla.

—¡Aj! —dijo Ramírez—. Qué mierda. Cualquiera que sepa cómo manejar un
kusari
es un duro oponente.

—Sí, por lo tanto tenemos que dispararle.

—Tienes razón, tenemos que dispararle —dijo Ramírez—. Esa es la razón por la que a tantos jóvenes del Consejo les gusta cómo haces las cosas, Dresden.

Parpadeé.

—¿Ah, sí?

—Pues claro —dijo Ramírez—. Muchos, yo entre ellos, éramos aprendices cuando fuiste acusado por la muerte de Justin DuMorne. Muchos de ellos todavía son aprendices. Pero la mayoría tiene muy buena opinión de lo que hiciste.

—¿Como tú?

—Yo habría obrado en muchas cosas como tú hiciste —me dijo—. Pero con más estilo.

Resoplé.

—A por el segundo que vamos a irse llama Cowl. Es bueno. Nunca vi un mago más fuerte que él, y eso incluye a Ebenezar McCoy.

—Muchos de los que pegan duro tienen carita de porcelana y no saben defenderse. Seguro que su técnica es solo ofensiva.

Sacudí la cabeza.

—No. Es igual de bueno protegiéndose. Le tiré un coche encima de la cabeza v apenas le frenó. .

Ramírez frunció el ceño y asintió.

—Y entonces, ¿cómo vamos a acabar con él?

Sacudí la cabeza.

—Todavía no se me ha ocurrido nada. Lo golpearemos con todo lo que podamos y con un poco de suerte algo funcionará. Y por si eso no fuera suficiente, tiene una aprendiz con él, se llama Kumori y parece muy leal. Creo que es tan fuerte como para estar en el Consejo.

—Mierda —dijo Ramírez en voz baja—, ¿es guapa?

—Mantiene su cara tapada —le dije—. Ni idea.

—Si fuese guapa, podríamos dejarle este trabajo al encanto de Ramírez v enseguida la tendría comiendo de mi mano —dijo—. Pero no puedo probar suerte con ese tipo de poder si no estoy seguro de que sea guapa. Si lo uso imprudentemente podría poner en peligro a personas inocentes que pasen por allí, o podría acabar en la cama con una chica fea.

—Pues eso no lo sabremos —le dije, haciendo a Sue girar en la esquina. Revisé el torbellino. El pseudotornado finito y con forma de peonza estaba a medio camino del suelo.

—Vale entonces —dijo Ramírez—. Una vez que acabemos con Grevane, yo me ocuparé de la aprendiz y tú de Cowl.

Levanté una ceja y lo miré.

—Si ignoramos a Kumori, estará libre para acabar con nosotros dos. Uno de nosotros tiene que ocuparse de ella. Tú eres más fuerte que yo —dijo con tono de estar siendo práctico—. No me malinterpretes. Soy tan bueno que hago que suene fácil, pero no soy estúpido. Tú tienes más oportunidades de derribar a Cowl. Si logro cargarme a la aprendiza, iré a ayudarte. ¿Te suena a plan?

—Me suena a plan —le dije—. Pero me gustaría que me sonase a plan ganador.

—¿Tienes una idea mejor? —me preguntó Ramírez alegremente.

—No —le dije mientras hacía a Sue torcer en la calle que, con un poco de suerte, nos permitiría atacar a los nigromantes por la espalda.

—Bueno —dijo con una sonrisa violenta—. A callar y a bailar.

42

El campus universitario estaba formado por unos pocos edificios con unos cuantos dormitorios, varios edificios con aulas, el museo Mitchell y las oficinas de la secretaría. Las zonas que había entre ellos estaban muy bien cuidadas, el área de césped era demasiado pequeña como para poder llamar a aquello parque, pero era más grande de lo que a cualquiera le gustaría cortar cada semana. En medio de esa zona, justo enfrente del museo, había mesas de merendero dadas la vuelta y colocadas en círculo abierto hacia el cielo. Hice que Sue aminorase el ritmo e intenté imaginar a qué nos estaríamos enfrentando.

En fila, alrededor del círculo, había muertos vivientes propios muy del gusto de Grevane: muy firmes, macizos y con fuerza física. Sin embargo, había relativamente pocos de ellos en las condiciones de podredumbre y sequedad que estaban los que habían atacado mi apartamento. Estos muertos vivientes tenían pinta de que aún podrían ser salvados por un médico de urgencias un poco testarudo. Todos parecían miembros de una tribu nativa americana, igual que los espectros de la habitacadáveres, si no fuera por el estilo de sus ropas y por el armamento, que eran ligeramente diferentes.

Y también había otra cosa en la que se diferenciaban: estos muertos vivientes irradiaban algún tipo de frío espantoso y efímero, y la palidez de su piel emitía una luz escalofriante. Se podía sentir el poder tan puro que desprendían, incluso a cien metros de distancia. Estos zombis eran distintos a aquellos que habían atacado a los centinelas, tan diferentes como una vieja camioneta y un tanque de batalla moderno. No podríamos destruir a estos zombis tan fácilmente como a los otros porque tenían pinta de ser mucho más fuertes y más rápidos.

Estaban en fila alrededor del círculo interior, mirando hacia el exterior. Pero la línea era mucho más densa en la zona del círculo que apuntaba hacia la última localización de los centinelas que en nuestro lado. Había conseguido flanquear el pensamiento de quien quiera que hubiese organizado la posición de aquellos muertos, y esa reflexión me puso contento. Los espíritus, los espectros y las masas informes de luz luminiscente subían y bajaban alrededor del círculo como trizas de kelp y partículas de algas flotantes en un remolino. Cada vez que los relámpagos de la tormenta alumbraban aquel lugar, se veían todos de los mismos desagradables colores. E incluso mientras los miraba, notaba cómo se iban reproduciendo. Sue caminó inquietamente hacia delante y yo sentí la horrible sensación de frío en la piel de la cara y la frente, como si el tornado que se cernía sobre nuestras cabezas estuviese expulsando algún tipo de inversión pervertida de la luz del sol. Me agaché un poco bajo la espalda de Sue y la sensación se desvaneció.

Los fogonazos de luz, que venían de todas direcciones, tejieron una red de sombras por encima de aquel lugar. Además, los árboles y los edificios sumados a la tormenta eran de gran ayuda para mantener tapado y disimulado la mayor parte del círculo, que apenas se apreciaba desde la oscuridad de las manzanas cercanas. Divisé a alguien dentro del círculo, formado por las mesas de merendero, pero no distinguí quién era y tampoco descubrí si había más de una persona.

—Aquello de allí —dije en voz baja— es un grupo de zombis repugnantes.

—Y fantasmas —dijo Ramírez.

—Y fantasmas.

—Míralo de este modo —me dijo—: Con tantos como hay, raro será que no le acertemos a alguno.

—Vale —contesté—. Genial.

No quería hacerlo. Quería desaparecer y buscarme un agujero para meterme dentro. Pero en lugar de eso puse mi mano en el cuello de Sue, llamé su atención sobre los zombis e hice que se lanzase a la batalla.

Sue saltó hacia delante y golpeó a la primera fila de zombis antes de que ninguno se diera cuenta de que estaba allí. Engulló a uno con sus gigantescas mandíbulas, a otros cuantos los aplastó, se cargó a otros con el movimiento de la cola y en general hizo un buen trabajo. Después de su devastadora carga inicial, oí la voz desesperada de un hombre desde dentro del círculo y todos los zombis reemprendieron el ataque.

Los zombis sacaron rápidamente arcos, lanzas y garrotes, e incluso se lanzaron desarmados a por Su e. No fue nada bonito. Las flechas inundaron el aire a una velocidad sobrenatural y, al golpear la piel del tiranosaurio, sonaron como disparos. Un zombi clavó con fuerza una lanza en el gigantesco músculo del muslo de Sue. Un garrote se estrelló contra varios de sus dientes y hasta hubo un zombi que, a pecho descubierto, saltó sobre su costado y llegó a agarrarse a la cuerda que sujetaba las sillas de montar, luego dirigió su puño contra la carne de encima del codo del animal y empezó a arrancarle trozos de tejido con las manos.

Desplegué la nube de luz azul centelleante de mi brazalete escudo a tiempo de interceptar una flecha que venía en camino. Otras tantas chocaron contra él con la fuerza de las balas, incluso manteniéndolo firme y estático. No me avisó, pero noté que Ramírez se giraba hacia la derecha y de su mano izquierda, de sus dedos estirados, salía un disco cóncavo de luz verde, como si de una tela de araña se tratase, que nos protegió de los zombis.

A pesar de lo fieros, fuertes y veloces que eran aquellos zombis no le llegaban a Sue ni a la suela de los zapatos.

Las heridas que habrían aterrorizado a cualquier animal vivo a ella solo la enfurecían, y a medida que aumentaba su rabia, su piel gris y negra se iba tiñendo de un brillo plateado de energía. Gruñó con tanta fuerza que me sacudió el pecho y el estómago y me atravesó los tímpanos. Atrapó a uno de los zombis con la boca y lo arrojó por el aire. Salió volando por encima del edificio de cinco pisos que estaba al lado y desapareció entre la lluvia y la oscuridad. Dio un pisotón que destrozó el asfalto de la carretera y dejó marcada su huella a más de cinco centímetros de profundidad. El asalto zombi se convirtió en un ejercicio masivo de tácticas suicidas, a cada momento uno de los soldados muertos se lanzaba contra Sue, y el tiranosaurio no solo acababa con sus no­ vidas, sino que su ira crecía y se iba volviendo cada vez más poderosa e imparable.

Era como manejar un terremoto carnívoro.

—¡Mira! —gritó Ramírez—. ¡Fíjate en eso!

Seguí su gesto y descubrí a Grevane en el círculo, con su gabardina y su sombrero de fieltro. El nigromante mantenía con una mano el ritmo del tambor que le colgaba del cinturón. Con la otra cogió un torcido bastón de madera negra. Se quedó mirándonos, dibujó el odio en su cara y sus ojos brillaron con maldad demente.

Ordené a Sue que se acercara al círculo, pero de pronto la voluntad del tiranosaurio ya no era tan maleable ni se dejaba guiar con tanta facilidad. La cólera y la furia de la batalla habían encharcado su pequeño cerebro y ahora no era más que una máquina de alto tonelaje alborotado, sedienta de muertes.

—¡Date prisa! —gritó Ramírez.

—¡No me hace caso! —le contesté. Concentré mi energía con más fuerza todavía, pero era como si un hombre intentase contener a una máquina excavadora. Rechiné los dientes intentando desesperadamente pensar en una manera de que Sue hiciese lo que quería. Por fin tuve una idea. En vez de intentar detener sus ansias de lucha, la animé y la dirigí a los zombis que estaban más cerca del círculo.

Sue respondió con sed de sangre y regocijo, virando bruscamente para atacar a los zombis que estaban al lado del redondel triturándolos y rematándolos a su paso.

—¡Tenemos que saltar! —grité.

—¡Yujuuu! —gritó Ramírez mostrando su resplandeciente sonrisa blanca.

Sue persiguió a un zombi esquivo hasta una distancia de tres metros respecto a una de las mesas dadas la vuelta y, al saltar, se me escapó un grito de miedo y emoción. Era como tirarse desde un segundo piso, pero me las arreglé para caer de pies y que estos absorbieran la mayor parte del impacto, sin embargo, el fogonazo de dolor me reveló que las rodillas y los tobillos me dolerían durante días.

Me levanté y desplegué el escudo a tiempo para interceptar el golpe mortal de la cadena de Grevane.

—¡Idiota! —rugió—. Deberías haberte unido a mí cuando tuviste la oportunidad. —Sus ojos se encendieron y brillaron. Seguí la línea de su mirada. El tornado no estaba a más de diez metros del suelo.

—¡No podrás arrastrarlo mientras yo me quede aquí! —le grité, retirándome para rodear el círculo formado por las mesas. Cuando lo conseguí, esa sensación horrorosa y enfermiza de frío desapareció. A esa distancia, el tornado no me chupaba la fuerza vital. Estaba en el ojo del huracán metafísico—. Si te distraes un solo instante, el contragolpe te matará. ¡Se ha terminado!

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