Se levantó una ráfaga de viento frío de otoño y el Erlking se esfumó.
Miré alrededor con los ojos empañados. Todos los árboles de la zona habían desaparecido, habían sido arrancados dejando un hueco de unos treinta centímetros en la tierra. Las mesas del merendero habían quedado reducidas a astillas. Los edificios de la universidad, especialmente el museo, parecían haber sido saqueados por un tornado que se había llevado consigo muchos trozos y partes de ellos.
Me dolían las costillas. Miré hacia abajo y descubrí que me había caído encima de la calavera Bob y me había enroscado sobre ella para protegerme. Unas llamas naranjas parpadearon en las cuencas de los ojos.
—Menudo espectáculo, ¿no? —dijo Bob. Parecía agotado.
—Tuviste que hacerte con el dinosaurio, ¿eh? —le dije—. Pensé que cogerías el primer zombi que tuvieses a mano.
—¿Por qué me iba a conformar con las migajas cuando podía tener una tarta entera? —dijo la calavera alegremente—. Fue una gran idea, Harry, hablarme cuando Cowl me apoyó en el suelo. No quería trabajar para él de todas formas, pero mientras tuviese la calavera… bueno. Ya sabes cómo funciona.
Resoplé.
—Sí, ¿qué pasó?
—El hechizo provocó un contragolpe cuando atizaste a Cowl —dijo Bob—. Causó daños colaterales.
Tosí y me reí un poco.
—Sí, ¿y Cowl?
—Lo más seguro es que haya trozos de su cuerpo por ahí tirados —dijo Bob con alegría—. Y de su perrito también.
—¿Entonces, están muertos? —pregunté.
—Bueno, no. Cuando el contragolpe descendió, destrozó todos los hechizos que había en un radio de unos ciento cincuenta kilómetros. Tu dinosaurio se desintegró o algo parecido.
Resoplé inquieto.
—Ah —dijo Bob—, creo que aquel centinela de allí está vivo.
Parpadeé.
—¿Ramírez?
—Si —dijo Bob—. Supuse que ahora que eras un centinela y todo eso, a lo mejor querías que ayudase también a uno de los tuyos. Justo antes de la gran explosión, puse al dinosaurio de pie sobre él, para que la absorbiese.
Resoplé.
—Bien —dije—. Tenemos que ir a ayudarlo. Pero una cosa antes de nada.
—¿Qué? —preguntó Bob.
Busqué alrededor hasta que divisé el cadáver maltrecho de Grevane. Después repté hasta él. Hurgué dentro de los bolsillos de su gabardina hasta que encontré el fino libro de Kemmler. Miré a mi alrededor, pero no había nadie a quien vigilar mientras me lo metía en el bolsillo.
—Vale —dije—. Vamos. Cúbreme mientras ayudo a Ramírez.
—Cuenta con ello, jefe —dijo Bob con tono engreído—. Oye, ¿sabes qué? El tamaño sí que importa.
Ramírez había conseguido salir vivo de aquella noche. Tenía cuatro costillas rotas y los dos hombros dislocados, pero lo había conseguido. Con la ayuda de Butters fui capaz de trasladar a Ramírez, a Luccio y a Morgan a mi apartamento. En algún momento de aquella noche, Butters se había quitado el tambor de encima y le habían endosado a Morgan la función del golpeteo mientras él había socorrido a Luccio. Finalmente consiguió evitar que su herida resultase tan letal como ella, en un principio, pensó. Estaban demasiado malheridos como para quedarse en mi casa, así que el Indio Joe, el Escucha al Viento, un miembro del Consejo de Veteranos, apareció con cinco o seis magos hogareños, que sabían algo de medicina e insistieron en llevarlos a un lugar más seguro.
—No lo entiendo —le iba diciendo Morgan al Escucha al Viento—. Todas esas cosas ocurriendo al mismo tiempo… No pudo ser una coincidencia.
—No lo fue —me oí decir.
Morgan me miró. El resentimiento de sus ojos no había cambiado, pero había algo nuevo en ellos, me atrevería a decir que era un atisbo de respeto.
—Piénsalo —le dije—. Todos esos ataques tan brutales de los vampiros justo cuando más necesitaban, Cowl y sus colegas, que el Consejo Blanco no interfiriese.
—¿Estás diciendo que Cowl utilizó a los vampiros como arma arrojadiza? —preguntó Morgan.
—Creo que tenían un trato —reflexioné—. Los vampiros lanzaron su primera gran ofensiva en el momento preciso para que Cowl pudiese poner en marcha el Darkhallow.
—Pero ¿qué sacaban ellos de esto? —preguntó Morgan.
Miré al Escucha al Viento y señalé:
—El Consejo de Veteranos.
—Imposible —dijo Morgan—. En aquel momento ya tenían que saber que el Consejo de Veteranos había vuelto a Edimburgo. Las defensas de allí han estado construyéndose desde hace miles de años. Se necesitaría… —Morgan se detuvo, frunciendo el ceño.
Terminé la frase por él:
—Se necesitaría un dios para atravesar las barreras y matar al Consejo de Veteranos.
Morgan se quedó mirándome durante buen rato, pero no dijo nada. No pasó mucho tiempo hasta que se fueron. Sacaron de uno en uno a los centinelas heridos y desaparecieron.
Eso me dio una media hora de margen antes de que se cumpliese el plazo que me había fijado Mavra, pero ya que los teléfonos volvían a funcionar, le dejé un mensaje y me dirigí al punto de encuentro.
Me acerqué de nuevo a mi tumba. Me hallaba allí de pie, frente al agujero abierto en el suelo, cuando Mavra se acercó, esta vez abiertamente y sin melodramas. Me miró por encima de mi tumba y no dijo nada. Saqué el libro del bolsillo y se lo tiré. Lo recogió, lo miró y acto seguido sacó un sobre de su chaqueta y lo arrojó a mis pies. Me hice con él y comprobé que contenía los negativos de las fotos que incriminaban a Murphy.
Mavra se dio la vuelta para irse.
—Espera —dije.
Hizo una pausa.
—Esto no volverá a pasar —musité—. Si vuelves a intentar llegar a mí a través de otros mortales, te mataré.
Los labios podridos de Mavra se entreabrieron y dijo:
—No lo harás. —Su voz parecía polvorienta—. No tienes tanto poder.
—Puedo conseguirlo —le dije.
—Pero no lo harás —respondió con tono burlón—. No estaría bien.
La miré durante diez segundos enteros antes de afirmar, en un tono muy tranquilo:
—Tengo un ángel caído en mi interior, que se sube por las paredes por suministrarme más poder. La reina Mab me ha ofrecido, por segunda vez, que recoja el relevo del caballero de Invierno. He leído el libro de Kemmler. Sé cómo funciona el Darkhallow. Y sé cómo volver la nigromancia contra la Corte Negra.
Los ojos de Mavra brillaron furiosos.
Continué hablando tranquilamente, sin alzar la voz en ningún momento.
—Así que, una vez más, intentaré ser muy claro: si algo le pasase a Murphy y si se me ocurriese pensar que tú has tenido algo que ver, que le jodan al bien y al mal. Si la tocas te declararé la guerra. Será algo personal. Aceptaré cada arma que esté a mi alcance y las utilizaré para matarte. De la peor manera.
Se hizo un silencio lúgubre.
—¿Me has entendido? —susurré.
Asintió.
—¡Dilo! —gruñí y mi voz salió mucho más áspera y fría de lo que Mavra se esperaba. La impresión le obligó a dar medio paso atrás.
—Te he entendido —respondió con voz desabrida.
—¡Vete de mi ciudad! —exclamé. Mavra se desvaneció entre las sombras.
Me quedé allí de pie, frente a mi tumba, un minuto más, solo para sentir el dolor de mi cuerpo maltrecho y para considerar, con amargura, la inevitabilidad de mi muerte. Al cabo de un rato, sentí otra presencia cerca de mí. Levanté la vista y encontré la imagen onírica de mi padre mirando mi lápida especulativamente.
—«Murió haciendo lo correcto» —leyó mi padre.
—Tal vez lo cambie por «Murió solo» —le contesté.
Mi padre sonrió un poco.
—Estás pensando en la maldición, ¿eh?
—Sí. Morir solo. —Miré hacia abajo y abrí mi tumba—. Tal vez signifique que nunca estaré con nadie. No tendré amor. Ni una mujer. Ni hijos. Nadie demasiado cercano. Nadie que esté ahí para mí.
—Tal vez —dijo mi padre—. ¿Tú qué crees?
—Creo que eso es lo que él quiso hacerme. Y creo que estoy tan cansado que estoy teniendo alucinaciones. Y me duele. Y quiero que alguien me coja de la mano cuando me llegue el momento. No quiero hacerlo solo.
—Harry —dijo mi padre con voz cariñosa—, ¿puedo contarte algo?
—Claro.
Dio la vuelta a la tumba y puso su mano en mi hombro.
—Hijo, todo el mundo muere solo. Eso es lo que es. Es una puerta. Es la extensión de cada persona. Cuando pasas por ello, lo haces solo. —Sus dedos me apretaron con fuerza—. Pero eso no significa que tengas que estar solo antes de cruzar esa puerta. Y créeme, no estarás solo al otro lado.
Fruncí el ceño y miré la imagen de mi padre, buscando sus ojos.
—¿De verdad?
Sonrió y con un dedo dibujó una equis en su pecho.
—Te lo prometo.
Aparté la vista.
—He hecho cosas. He hecho un pacto que no debería haber hecho. He cruzado la línea.
—Lo sé —me dijo—. Solo significará lo que tú quieras que signifique.
Miré hacia él.
—¿Qué?
—Harry, la vida no es fácil. Existe el blanco y el negro. El bien y el mal. Pero cuando estás en el epicentro de la acción, a veces es difícil distinguir. Lo que hiciste no lo hiciste buscando tu propio beneficio. Fue para proteger a los demás. Eso no hace que esté bien, pero tampoco te convierte en un monstruo. Todavía tienes libre albedrío. Todavía puedes elegir lo que quieres hacer, lo que quieres ser y en qué te vas a convertir. —Me dio una palmada en el hombro y se giró para empezar a andar—. Mientras sigas creyendo que eres responsable de tus decisiones, lo seguirás siendo. Tienes un buen corazón, hijo. Escúchalo.
Desapareció en la noche y, en algún lado de la ciudad, las campanas empezaron a anunciar la medianoche.
Me fijé en mi tumba (en estado de espera) y de pronto me di cuenta de que la muerte no era la mayor de mis preocupaciones.
«Murió haciendo lo correcto.»
Dios, eso espero.
Thomas me aguardaba en mi apartamento cuando volví. Ratón se acercó galopando un momento después. La moto de Murphy lo había dejado tirado y cuando llegó al campus universitario, la fiesta se había terminado y allí no quedaba ni un alma. Me caí redondo y dormí durante más de un día. Cuando me desperté descubrí que mis heridas estaban otra vez vendadas y al lado de mi cama colgaba un gotero. Butters había venido a verme todos los días para comprobar cómo evolucionaba, me había estado dando antibióticos y me había sometido a una dieta estricta que Thomas se había encargado de que cumpliese a rajatabla. Me quejé mucho, dormí mucho y tras varios días me volví a sentir humano.
Murphy apareció para echarme la bronca por el desastre con el que se había encontrado en el lugar donde solía estar su casa. Habíamos dejado el lugar patas arriba. Pero cuando me vio en la cama, cubierto de vendas, cambió de planes.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Bueno, cosas —le dije—. Chicago se puso interesante durante un par de días. —La miré detenidamente. Tenía la mano escayolada, como si se hubiese roto la muñeca, y me pareció que tenía un hematoma en el cuello—. Oye —le dije—, ¿qué te ha pasado?
Sus mejillas se pusieron coloradas.
—Bueno, cosas. Hawái se puso interesante durante un par de días.
—Te cambio mi historia por la tuya —le dije.
Se puso más colorada aún.
—Humm… me lo pensaré.
Luego los dos nos miramos, nos reímos y lo dejamos así.
Chicago reaccionó ante los hechos ocurridos en Halloween de la manera esperada. Se le atribuyeron todos los hechos a la peor tormenta de los últimos cincuenta años, a los disturbios, a un pequeño temblor de tierra, a que una panadería local produjo grandes cantidades de pan que se contaminaron con cornezuelo de centeno y a la típica histeria provocada por Halloween. Durante el apagón, algunos tipos reprensibles destrozaron el museo y se llevaron el esqueleto de Sue al campus universitario, como si de una broma extravagante se tratase. Hubo docenas de allanamientos de morada, robos, asesinatos y otros crímenes durante el apagón, pero cualquier otro tipo de versión o informe fue automáticamente echado por tierra y justificado por la histeria y/o el envenenamiento por cornezuelo de centeno. La vida siguió adelante.
La comandante Luccio sobrevivió a sus heridas, pero no sin daños que requerirían una larga rehabilitación. Entre eso y la incertidumbre de lo que pasaría con su nuevo y lustroso cuerpo, fue relevada del cargo de comandante de los centinelas. Se dijo que volvería a ocupar su cargo una vez que estuviese recuperada y su capacidad mental volviese a ser vigorosa y fiable.
Morgan ocupó su lugar.
Vino a visitarme a mi apartamento unas dos semanas más tarde y me dio la noticia.
—Dresden —me dijo—. Me opuse a tu reclutamiento en un primer momento, pero la comandante Luccio estaba en su derecho de ignorar mi recomendación. Te hizo centinela, te convirtió en comandante regional y no hay nada que yo pueda hacer. —Respiró profundamente—. Pero a mí no me gustas. Creo que eres peligroso.
Torció la boca.
—Aunque ya no tengo tan claro que tu forma de actuar se deba a tu maldad. Creo que te falta disciplina y buen criterio. Has demostrado en repetidas ocasiones tu buena voluntad al ponerte en peligro para defender a otros. Por mucho que me moleste admitirlo, no creo que tengas malas intenciones. Creo que tus discutibles acciones son el resultado de tu arrogancia y tu falta de juicio. Y, al final, poco importa por qué lo hagas. Pero no tendría buena conciencia si te condenase por ello sin ofrecerte la oportunidad de demostrarme que estoy equivocado.
Que Morgan me dijese todo aquello era como asistir a la conversión del emperador Constantino al cristianismo. Prácticamente estaba admitiendo que se había confundido conmigo. Busqué en mi bolsillo, saqué un penique y lo tiré al suelo.
—¿Por qué haces eso? —me preguntó.
—Estoy comprobando que sigue habiendo gravedad —le dije. Me frunció el ceño, se encogió de hombros y dijo:
—No confío en ti. No pondré a ningún centinela bajo tus órdenes y, la verdad sea dicha, no es que nos sobren precisamente. Pero es posible que seas requerido para participar en algunas misiones de vez en cuando y espero que trabajes en equipo con el otro comandante regional de América. Él opera fuera de Los Ángeles. Solicitó esta misión específicamente y dado el papel que ha jugado en los acontecimientos más recientes, no se le ha podido negar.
—Ramírez —vaticiné.
Morgan asintió. Buscó dentro de su abrigo y extrajo un sobre. Me lo entregó.