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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (51 page)

—¡Oye! ¿Qué te parece? Ha funcionado. Entonces este círculo,¿mantiene fuera la magia?

—Solo la magia —le expliqué—. Cualquier cosa física puede cruzarlo y perturbar la barrera. Aunque es muy útil para mantenerse aislado de demonios y ese tipo de cosas.

—Lo recordaré —dijo Butters. Miró el aparato—. ¡Harry! —exclamó—. Tenías razón. ¡Los números coinciden con las coordenadas de un lugar de aquí mismo, de Chicago!

—¿Dónde es? —le pregunté.

—Ah, sí —contestó—. Además de sintonizar la radio AM y FM, la información del tiempo, información deportiva y de pesca, mapas de las principales ciudades, localizaciones de restaurantes, hoteles para turistas, cosas de todo tipo.

—Eso —le dije —mola mucho.

—Sí. La verdad es que tiene de todo para ser un modelo de quinientos pavos. —Durante todo el tiempo no paraba de darle a los botoncitos del aparato—. Bien —dijo—. A nuestro noroeste, a un kilómetro y medio de donde estamos.

Fruncí el ceño.

—¿No te dice la calle o algo así?

—Sí —dijo Butters presionando más botones—. Ah, espera. No, para eso tienes que comprar una tarjeta extra. —Me miró pensativo—. Podríamos volver y cogerla.

—Un pequeño robo y ya te has acostumbrado —le dije—. No. Es una mala idea. Alguna patrulla puede haber visto la ventana rota y en ese caso habría policía allí. Aunque dudo que alguien nos haya visto, no hay razón para correr riesgos.

—Bueno, ¿y entonces cómo lo encontraremos? —me preguntó.

—Apágalo. Rompe el círculo con tu pie y súbete al coche. Vamos a ir en esa dirección, hacemos una parada y lo vuelves a comprobar. Enjuagar y volver a aplicar.

—Bien, buena idea. —Apagó el aparatito y emborronó el círculo de tiza con el pie—. ¿Así?

—Así. Vamos.

Butters se subió al Escarabajo y nos dirigimos hacia las oscuras, frías y húmedas calles. Después de varios bloques de edificios nos detuvimos con los faros apuntando a la fachada de un edificio de apartamentos. Butters salió del coche y repitió el proceso. Se llevó la tiza, derramó un poco de sangre en el círculo y volvió a probar el GPS. Luego corrió de vuelta al coche, bajo la lluvia.

—¡Más hacia el norte! —apuntó.

Miré hacia la oscuridad y continué el camino siguiendo mi mapa mental de Chicago.

—¿El Soldier Field?
{14}

—Puede ser —me dijo—. No veo nada.

Condujimos en dirección norte y pasamos de largo la casa de los Bears. Paré justo al lado contrario y Butters lo comprobó de nuevo, de frente al estadio. Parpadeó y se dio la vuelta. Tenía los ojos muy abiertos cuando se acercó corriendo al coche.

—Estamos muy cerca. Creo que es en el museo Field.

Puse el coche en movimiento.

—Tiene sentido —dije—. Bony Ton y tiene muchos contactos allí. Comerció con excedentes de antigüedades.

—¿Te refieres a cosas robadas?

—¿Qué acabo de decir? Probablemente tenía algún chanchullo con los guardias de seguridad de allí. Tal vez guardaba sus cosas en una taquilla de personal o algo así.

Aparqué enfrente del museo Field, bajo una señal de prohibido aparcar. Había un par de sitios en los que podría haber aparcado, pero la entrada hubiese quedado más lejos. Además, me resultaba estéticamente satisfactorio saltarme las leyes municipales.

Eché el freno de mano del Escarabajo y me ubiqué bajo la lluvia.

—Quédate ahí, Ratón —ordené—. Vamos, Butters. ¿Esa cosa no puede acercarnos más al libro?

—En un radio de unos tres metros —me dijo—. Pero Harry, el museo está cerrado, ¿vamos a…?

Volé los cristales de la puerta principal con el bastón, tal y como había hecho en Radio Shack.

—Ah —dijo—. Vale.

Me planté en el vestíbulo principal con Butters pegado a mis talones Una luz se encendió bruscamente e iluminó a la tiranosaurio Sue en todo su esplendor huesudo y jurásico. Butters no se lo esperaba y se le escapó un gritito ahogado.

Unos truenos retumbaron y yo saqué mi amuleto para alumbrar, levantándole una ceja a Butters.

—Lo siento —dijo—. Es que… estoy un poco nervioso.

—No te preocupes —le contesté mientras mi corazón latía con fuerza. La revelación repentina de ese esqueleto monstruoso también me había alterado a mí.

No me miréis así. La tarde estaba siendo de lo más movidita.

Eché un vistazo alrededor y Escuché durante un momento. No percibí ninguna presencia. Abrí de nuevo mi Vista para revisar rápidamente, pero no parecía que nadie se estuviese ocultando tras un velo de magia. Me retiré

—Vuelve a comprobarlo.

Lo hizo, a pesar de que el brillante suelo del museo no aceptaba la tiza tan bien como el asfalto. Unos minutos después asintió mirando a Sue y dijo

—Por ahí.

Rompió el círculo y se apresuró a través de la enorme estancia.

—Intenta no hacer ruido —le dije—. Puede que haya personal de seguridad por aquí. Nos paramos ante los pies de Sue y volvimos a comprobar. Butters frunció el ceño y miró alrededor.

—Algo está fallando —dijo—. De acuerdo con el GPS, estas coordenadas están dentro de esa pared. ¿Puede ser que Bony Ton y lo ocultase en la pared?

—Es de piedra —le dije—. Y creo que alguien lo habría notado si se hubiese cargado una pared del vestíbulo principal y la hubiese reemplazado.

Sacudió el GPS un poco.

—Pues entonces no lo entiendo. Me mordí el labio y miré a Sue.

—Arriba —le dije.

—¿Qué?

—¡Vamos! —Señalé hacia arriba—. Hay una galería que tiene vistas al vestíbulo principal. Tiene que ser allí o en un piso más abajo.

—¿Y cómo sabremos cuál?

—Lo comprobaremos. Empezando por las escaleras. Los niveles que hay bajo nosotros son una especie de laberinto infernal. —Empecé a subir escaleras y Butters me siguió. Subir aquello fue horrible, pero mis instintos me gritaban que estaba en el buen camino y la emoción eclipsaba mi dolor.

En cuanto llegamos a la galería, pasamos de largo una exposición de artículos del espectáculo «Salvaje Búfalo Bill del Oeste»: monturas, rifles de madera que llevaban los vaqueros y los indios en la función, cornetas de la caballería, sombreros de plumas de guerra, chalecos, mocasines, viejas botas, viejos y gastados tambores y alrededor de un millón de fotos viejas. Detrás de eso había una especie de exposición de ecología interactiva y después de eso había una mesa con la pesada y enorme calavera de un dinosaurio deforme.

Butters volvió a comprobarlo y asintió hacia la calavera.

—Creo que está ahí.

Me acerqué a la calavera. La exposición decía que era el verdadero cráneo de Sue, pero los cambios geológicos y las presiones la habían deformado y por eso el museo había creado una calavera artificial para la exposición. Mantuve mi luz encendida, caminé alrededor de la calavera, que ahora era un enorme trozo de piedra. Me fijé en las oscuras hendiduras de la piedra y al no encontrar el libro me tumbé en el suelo y empecé a buscar bajo la pesada plataforma que sostenía la calavera.

Descubrí un sobre de papel de manila pegado con cinta adhesiva en la parte de debajo de la plataforma. Lo arranqué. Salí de debajo del armazón y abrí el sobre con dedos temblorosos.

Lo sostuve en la mano durante un momento. El libro no desprendía ningún cosquilleo ni energía misteriosa, no había en él ninguna sensación de maldad acechante ni de peligro inminente. No era más que un libro, pero aun así estaba seguro de haber encontrado
La palabra de Kemmler
. Mis dedos temblaron aun más cuando lo abrí.

En la portada estaba escrito a mano, con una caligrafía de trazo delgado y oscuro:
«La palabra de Heinrich Kemmler»
.

—Oye, ¡esto ha sido divertido! —exclamó Butters—. ¿A que sí?

—Aquí está —le dije—. Lo hemos encontrado. —Levanté la mirada para dirigirla a Butters y le dije—: De hecho, lo has encontrado tú, Butters. No podría haberlo logrado sin tu ayuda. Gracias.

Butters sonrió.

—Me alegro de haber ayudado.

Me pareció oír un sonido.

Levanté una mano, anticipándome a lo que Butters estaba a punto de decir.

El sonido no se repitió. Solo se oían rayos y lluvia.

Puse un dedo en mis labios y Butters asintió. Cerré los ojos y desplegué mis sentidos, despacio y con cuidado. Durante un segundo sentí cómo mis pensamientos se agolpaban contra un hilo de energía helada.

Nigromancia.

Me alejé de aquello rápidamente y muy alterado.

—Butters, vete.

El pequeño forense parpadeó.

—¿Qué?

—¡Vete! —le dije con voz áspera—. Hay una escalera de incendios al otro lado de la galería. Vete por ahí. Sal por la escalera y no pares hasta llegar a algún lugar seguro. No mires atrás. No aminores la marcha.

Se quedó mirándome, con los ojos muy abiertos y con la cara pálida.

—¡Ahora! —gruñí.

Butters salió disparado. Oí algunos sonidos asustados que se le escapaban por la garganta mientras corría hacia el fondo de la galería.

Cerré los ojos y volví a concentrarme, preparando mi energía y mi poder mientras lo hacía, explotando mis sentidos en un esfuerzo por averiguar dónde se encontraba esa fuente de magia negra. Volví
a
rozar la energía oscura y esta vez no intenté ocultar mi presencia.

Quienquiera que fuera había entrado por la puerta que yo había roto. Sentí una especie de fuerza deslizándose y mezclándose con el frío deseo, con la pasión de la desesperación.

Caminé hacia la verja de la galería y miré hacia abajo, hacia el vestíbulo principal.

Allí estaba Grevane, balanceándose, con su gabardina empapada y con agua goteando desde el ala de su sombrero de fieltro. Había un semicírculo de hombres muertos de pie, detrás de él, y golpeaba en su pierna un ritmo calmado, con una de sus manos.

Me hubiese gustado salir pitando, pero no podía. Tenía que hacer tiempo allí hasta que Butters estuviera lejos. Y además, si corría hacia la puerta de atrás, con mi coche tan lejos de allí, los zombis de Grevane me alcanzarían y me harían añicos.

Me mojé los labios, sopesando mis opciones.

De pronto tuve una idea. Con la cadena de mi pentáculo colgando de los dientes, para alumbrarme, abrí el libro y empecé a hojearlo, pasando una página tras otra. No lo leía, ni siquiera intentaba leerlo. Solo pasaba las páginas y fijaba la mirada en un par de puntos de cada una, y seguía adelante.

No era un libro muy largo. Lo terminé en menos de dos minutos. Oí un ruido en la escalera y me levanté, preparando mi brazalete escudo.

Grevane había llegado al piso de la galería, los zombis marchaban detrás de él. Se quedó allí mirándome durante un momento, con una expresión indescifrable.

—Aléjate —le dije.

Parpadeó muy despacio y dijo:

—¿Por qué?

Alcé el libro con una mano.

—Porque tengo la
Palabra
aquí, Grevane. Y si no te alejas, lo quemaré hasta convertirlo en cenizas.

Sus ojos se abrieron y se sacudió dando un paso más hacia mí, mojándose los labios.

—No lo harás —me dijo—. Lo sabes. Quieres ese poder tanto como yo.

—Dios, sois una panda de disfuncionales —le dije—. Pero para ahorrar tiempo te daré una razón que puedas entender. Ya he leído el libro. Ya no lo necesito. Así que si me presionas estaré encantado de abrasarlo ante ti.

—No lo has leído —me espetó Grevane—. No lo has tenido en tu poder ni diez minutos.

—Hago lectura rápida —mentí—. Puedo leer
Guerra y paz
en treinta minutos.

—Dame el libro —dijo Grevane— y te dejaré vivir.

—Sal de mi camino o lo quemaré.

Grevane sonrió.

De pronto descendió sobre mí un gran peso, como si alguien hubiese tirado una manta forrada de plomo alrededor de mis hombros. Mis oídos
se
llenaron de susurros apurados. Me tropecé y me deslumbraron miles de destellos y pinchazos de agujas, y entre eso y el peso extra, caí de rodillas. Me llevó un segundo darme cuenta de lo que estaba pasando.

Serpientes.

Me hallaba cubierto de serpientes.

Había demasiadas para contarlas o identificarlas, y estaban furiosas. No sé qué tipo de reptil verde oscuro, tan largo como mi brazo, me alcanzó en la cara, hundiéndome los colmillos en mi mejilla izquierda y sujetándome. Otros me mordieron en el cuello, en los hombros, en las manos… mientras yo gritaba asustado y dolorido. Mi guardapolvo me libró de algunos mordiscos, pero el hechizo de la tela se resistió a algunos de ellos. Empecé a arrancarme serpientes del cuello, de los hombros y de la cabeza, extrayendo sus colmillos de mi piel mientras lo hacía.

Luché por poner en orden mis pensamientos y me levanté porque sabía que Grevane estaría acercándose. Intenté recoger mi escudo mientras apoyaba mis manos y rodillas en el suelo, pero la imagen de unas botas muy pesadas y brillantes viniendo hacia mí explotó en mis ojos y volví a caerme al suelo, ligeramente aturdido.

Parpadeé despacio, dándole tiempo a mis ojos a enfocar.

Manchas Hepáticas apareció en mi campo visual, con mal aspecto y con su pelo canoso y metálico bajo el sombrero. Su piel caída y arrugada, bajo aquella luz, le daba aspecto de reptil.

—Te conozco. —Arrastré las palabras sin comprobarlas a su paso por mi cerebro—. Ahora ya sé quién eres.

Manchas Hepáticas se arrodilló sobre mí. Cogió mis muñecas y me las encadenó. Mientras lo hacía, Grevane
se
acercó y se hizo con
La palabra de Kemmler
, arrebatándomela de entre mis débiles dedos. Lo abrió y hojeó hasta llegar al pasaje que estaba buscando. Lo leyó, se quedó mirando la página durante un largo momento y luego abrió la boca, despacio y resollando socarronamente.

—Esta noche —dijo con voz polvorienta y divertida—. Es muy fácil, ¿cómo pude no haberlo visto antes?

—¿Estás satisfecho? —le preguntó Manchas Hepáticas a Grevane.

—Completamente —contestó Grevane.

—¿Y vas a mantener nuestro acuerdo?

—Por supuesto —dijo Grevane. Leyó otra página del libro—. Es un placer trabajar contigo. Es todo tuyo.

Grevane se dio la vuelta, todavía siguiendo el ritmo con su pierna y arrastrando a los zombis tras él.

—Bueno, Dresden —dijo Manchas Hepáticas en cuanto se fueron los demás. Su voz era un cómico y áspero ronroneo—. Me parece que estabas diciendo que me habías reconocido.

Lo miré inexpresivamente.

—Deja que te refresque la memoria —me dijo. Cogió el petate verde militar que llevaba al hombro y lo colocó en el suelo. Después, prácticamente con una sola mano lo abrió.

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