Butters sacudió la cabeza.
—Es de locos. Quiero decir, si lo vieran lo creerían. Si alguien saliera en la televisión y…
—¿E hiciera qué? —le pregunté—. ¿Doblar cucharas? ¿Tal vez si alguien hiciera desaparecer la Estatua de la Libertad? ¿Si convirtiera a una mujer en un tigre blanco? Joder, yo ya he hecho magia en televisión y los que no gritaban porque les parecía que era una patraña, se quejaban porque los efectos especiales les parecían demasiado cutres.
—¿Te refieres a aquel vídeo que se salió en el canal de noticias WGN hace unos años? ¿Contigo, Murphy, un perro enorme y aquel chalado con un palo?
—No era un perro —le dije temblando un poco con el recuerdo—. Era un loupgarou. Una especie de hombre lobo. Lo maté con un hechizo y un amuleto de plata, en auténtico directo.
—Sí, todo el mundo habló de esos los días siguientes, pero oí que descubrieron que era todo una farsa.
—No. La grabación desapareció.
—Oh.
Paré bajo una farola y miré a Butters durante un segundo.
—Cuando viste la grabación, ¿te lo creíste?
—No.
—¿Por qué?
Cogió aire.
—Bueno, porque la calidad de la imagen no era muy buena. Quiero decir, había mucha oscuridad…
—Que es donde ocurren las cosas sobrenaturales que más miedo dan —le dije.
—Y la imagen estaba movida…
—La mujer de la cámara estaba muerta de miedo. También muy frecuente. Butters hizo un sonido de frustración.
—Y en la grabación había mucha electricidad estática, parecía como si alguien hubiese estado jugando con ella.
—¿Como si alguien hubiese estado jugando con mis radiografías? —Sacudí la cabeza sonriendo—. Y hay otra razón más por la que no te lo creíste, tío. Está bien, puedes decirlo.
Suspiró.
—Porque los monstruos no existen.
—¡Bingo! —exclamé y volví a arrancar el coche—. Mira, Butters. Tú eres tu propio ejemplo perfecto. Has visto cosas que no puedes explicar. Has sufrido intentando decirle a la gente que las habías visto. ¡Por Dios! Hace veinte minutos has sido atacado por un muerto andante. Y aun así estás discutiendo conmigo si la magia es real o no.
Pasaron unos segundos.
—Porque no quiero creérmelo —dijo despacio, en voz muy baja.
Exhalé pausadamente.
—Toma un poco de café —propuse.
Lo hizo.
—¿Estás asustado?
—Sí.
—Estupendo. Es la opción inteligente.
—Pues qué bien —murmuró—. De… debo de ser la persona más inteligente del mundo.
—Sé cómo te sientes —le dije—. Acabas de caer dentro de un mundo en el que no crees y da un miedo que te cagas. Pero en cuanto aprendas una cosa que hay que saber sobre él, se te hará más fácil. El conocimiento contrarresta el miedo. Siempre lo hace.
—¿Qué hago? —me preguntó Butters.
—Te estoy llevando a un sitio en el que estarás a salvo. En cuanto estés allí pensaré en mi próximo movimiento. Por ahora, pregúntame lo que quieras y te contestaré.
Butters dio un trago muy despacio y asintió. Sus manos se iban calmando.
—¿Quién era ese tío?
—Le llaman Grevane, pero dudo que sea su nombre real. Es un nigromante.
—¿Qué es un nigromante? Encogí un hombro.
—La nigromancia es la práctica de la magia que pierde el tiempo con las cosas muertas. Los nigromantes pueden animar y controlar los cadáveres, manipular a los fantasmas, acceder al conocimiento que hay almacenado en los cerebros de los muertos…
Butters explotó:
—¡Eso es imposi…! —Se frenó y tosió—. Ah. Bien. Lo siento.
—También pueden hacer un montón de cosas terribles que implican a las almas —le dije—. Incluso en círculos extraños, este no es el tipo de cosas de las que se habla normalmente, pero he escuchado historias que dicen que pueden habitar cuerpos con conciencia y poseer a otros. Hasta he escuchado que pueden revivir a los muertos.
—¡Jesús! —exclamó Butters.
—Con ese dudo que tengan algo que ver.
—No, no, quería decir…
—Ya sé lo que querías decir. Era una broma, Butters.
—Ah. Vale. Lo siento. —Bebió más café y empezó a mirar a la calle, a un lado y a otro—. Pero ¿revivir a un muerto? Eso no suena mal.
—Estás dando por hecho que a donde los trae un nigromante es mejor que la muerte. Por lo que he oído, no lo suele hacer por razones humanitarias. Pero puede que sea todo mentira. Como te he dicho, nadie habla del tema.
—¿Por qué no?
—Porque está prohibido —le dije—. La práctica de la nigromancia viola una de las leyes de la magia que estableció el Consejo Blanco. La pena capital es la única sentencia posible y nadie quiere ni acercarse a ser sospechoso del Consejo.
—¿Por qué? ¿Quiénes son?
—Ellos son yo —le dije—. Más o menos. El Consejo Blanco es… bueno, la mayoría de las personas hablan de él como un cuerpo de gobierno de los magos de todo el mundo, pero es más como una logia masónica. O como una fraternidad.
—Nunca he oído nada de una fraternidad que dicte sentencias de muerte.
—Sí. Bueno, el Consejo solo tiene siete leyes, pero si las rompes… —Me pasé el pulgar por el cuello—. Por cierto, no les gusta que la gente normal sepa que existen, así que no hables de esto con nadie.
Butters tragó saliva y se tocó la garganta con los dedos.
—Ah. Entonces este tío, Grevane, ¿era como tú?
—¡No es como yo! —lo dije con un gruñido que me sorprendió hasta a mí. Butters se revolvió violentamente. Suspiré e hice un esfuerzo por bajar la voz de nuevo—. Probablemente sea un mago, sí.
—¿Quién es? ¿Qué es lo que quiere?
Resoplé.
—Es algo así como un discípulo de Kemmler, ese cochino mesías. El Consejo desterró a Kemmler hace un tiempo, pero varios de sus discípulos pueden haber escapado. Creo que Grevane está buscando un libro que su profesor escondió antes de morir.
—¿Un libro mágico?
Resoplé.
—No, a por unas chucherías no vendrían. Si no me equivoco, este libro contiene más información acerca de los saberes y las teorías que Kemmler utilizó en sus magias más poderosas.
Butters asintió.
—Entonces… si Grevane se apodera del libro y aprende lo que hay en él, ¿se convertirá en el próximo Kemmler?
—Sí. Y mencionó que había más personas involucradas en este asunto. Creo que surgió el rumor acerca del libro Kemmler y, con él, aparecieron los estudian tes que sobrevivieron; que se quieren hacer con el libro antes que otros nigromantes. En realidad, cualquiera que esté interesado en la magia negra querría conseguir ese libro.
—¿Y por qué el Consejo no los atrapa y los…? —Se pasó el dedo pulgar por el cuello.
—Lo han intentado —le dije—. Pensaron que todos los discípulos ya habían rendido cuentas.
Butters frunció el ceño y luego dijo:
—Supongo que los magos también pueden recurrir a la negación ante los hechos demasiado desagradables, ¿no?
Solté una carcajada.
—A la hora de la verdad todos somos iguales, tío.
—Pero ahora puedes alertar al Consejo y contarles lo de Grevane y el libro, ¿no? Se me revolvió el estómago.
—No.
—¿Por qué no?
Porque si lo hago, Mavra acabará con mi amiga
. La idea se pasó por mi mente y la frustración se apoderó de mí. Intenté disimular.
—Es una larga historia. La versión corta es que el Consejo no me tiene mucho cariño que digamos y, además, últimamente están muy ocupados.
—¿Con qué?
—Con una guerra.
Arrugó la nariz e inclinó la cabeza mirándome atentamente.
—Esa no es la única razón por la que no los llamas, ¿verdad? —me preguntó.
—¡Caray, Holmes! —exclamé—. No, no lo es. Pero no insistas.
—Lo siento. —Terminó el café e hizo un esfuerzo por sacar un nuevo tema de conversación—. Entonces, ¿aquellos tíos eran zombis de verdad?
—Nunca había visto uno —le dije—. Pero todo apunta a que tienes razón.
—Pobre Phil —se quejó Butters—. No es que fuera un santo ni nada, pero no era un mal tipo.
—¿Tenía familia? —pregunté.
—No —contestó Butters—. Estaba soltero. Es una suerte. —Guardó silencio durante unos segundos y volvió a hablar—: No, supongo que no lo es.
—Ya.
—Si esos tíos eran zombis, ¿cómo es que no querían sesos? —preguntó Butters. Levantó los brazos y los estiró hacia delante, puso los ojos en blanco y con voz ronca dijo—: Seeeeeesoooooos.
Resoplé y me miró sonriendo.
—En serio —dijo Butters—. Esos tíos se parecían más a Terminator.
—¿Para qué sirve un soldado de infantería que no puede hacer nada más que cojear por ahí y pedir sesos con voz ronca?
—Buena pregunta —dijo Butters. Se puso a pensar y arrugó la nariz—. Recuerdo que se decía que para matar a un zombi había que coserle la boca con aguja e hilo. ¿Eso funciona?
—Ni idea —le dije—. Pero ya los viste. Si quieres acercarte y comprobarlo, ¡adelante! Yo prefiero observarte desde un puto telescopio.
—No, gracias —dijo Butters—. Pero ¿cómo se puede acabar con ellos?
Suspiré.
—Son fuertes, pero siguen siendo de carne y hueso. Un ataque muy duro los acaba matando tarde o temprano.
—¿Cómo de duro?
Me encogí de hombros.
—Pues algo como pasarles por encima con un camión. Cortarlos en trozos con un hacha. Quemarlos y reducirlos a ceniza. Una pistola o un bate de béisbol no serían suficiente.
—Puede que esto te sorprenda, Harry, pero ahora mismo no llevo un hacha encima. ¿Podría valer otra cosa? ¿Tal vez algo un poco menos «bunyanesco»?
{7}
—Hay muchas formas —le contesté—. Si consiguieras cortar el flujo de energía hacia ellos, se desplomarían.
—¿Y eso cómo se hace?
—Tienes que destruirlos. El agua corriente es la mejor forma, pero tendría que haber una gran cantidad. Un riachuelo por lo menos. Probablemente yo también podría encerrar a uno en un círculo mágico y aislarlo de cualquier energía que pudiera llegarle. De una manera u otra, ¡plaf!, se acabarían derrumbando.
—Círculos mágicos. —Butters sacudió la cabeza—. ¿Y nada más?
—Ten presente que no son inteligentes —le dije—. Los zombis solo siguen órdenes, no son más inteligentes que cualquier animal común. Tienes que pensar más rápido que ellos, o que el nigromante que les está dando las órdenes. También podrías aislarlos del control del nigromante.
—¿Cómo?
—Acabando con el ritmo del tambor.
—¿El qué?
Sacudí la cabeza.
—Perdón. Veamos, bueno… El zombi no es una persona realmente, con pensamientos, con sentimientos, pero el cadáver hace que parezca una persona; lo «utilizan» para comer, respirar, para tener un corazón que lata. El nigromante encuentra en esa circunstancia la forma de controlarlos. Él toca un ritmo, o cualquier música rítmica, y utiliza la magia para sustituir ese pulso por el latido del corazón del zombi. El mago se conecta al ritmo, y este se supedita al corazón del zombi. Gracias a este vínculo, cuando el nigromante da una orden, el zombi piensa que viene de dentro de sí mismo y siente que quiere hacerlo. De esta forma, el nigromante consigue tener al zombi completamente a sus pies.
—¡El libro! —dijo Butters—. Grevane estuvo todo el tiempo golpeándose la pierna con un libro. Y después, fuera, los bafles del Cadillac emitían el sonido atronador de aquel bajo.
—Exactamente. Tienes que conseguir frenar ese ritmo o alejar a los zombis hasta donde no puedan oírlo para que el nigromante pierda el control. Pero eso es muy aleatorio.
—¿Por qué?
—Porque eso no destruirá al zombi, solo lo libera del control del nigromante. Podría pasar cualquier cosa. Podría apagarse o empezar a matar a todo el que se le ponga por delante. Es totalmente impredecible. Si en la sala de análisis se me hubiese ocurrido detener el golpeteo puede que nos hubiera matado a todos. O que se hubiese puesto a correr en diferentes direcciones golpeando a los que allí estábamos. No podíamos correr el riesgo.
Butters asintió, interiorizando aquello durante un minuto. Después abrió la boca y dijo:
—Grevane afirmó que no eras un centinela. ¿Qué es un centinela?
—Los centinelas son algo así como la policía del Consejo —le expliqué—. Hacen que se cumplan las leyes de la magia, llevan a los criminales a juicio y luego les cortan la cabeza. A veces se emocionan y les cortan la cabeza directamente.
—Bueno. No suena mal.
—En teoría —le dije—. Pero son tan paranoicos que a su lado, Joe McCarthy parece un cachorrito adorable. Casi no hacen preguntas y no dudan al tomar decisiones. Si ellos creen que has incumplido la ley, será porque lo has hecho.
—Eso no es justo —dijo Butters.
—No, no lo es. No es que me tengan mucho cariño, los centinelas. NI siquiera sé si vendrían a ayudarme si se lo pidiera.
—¿Y qué hay de los otros magos del Consejo? Suspiré.
—El Consejo Blanco ya está rozando el límite de sus medios. E incluso aunque no fuera así, siempre prefieren mantenerse al margen.
Frunció el ceño.
—¿Y la policía podría detener a Grevane?
—De ningún modo —le dije—. No hay nadie que, ni por asomo, esté tan bien preparado como para enfrentarse a él. Y si lo intentaran, un montón de gente inocente moriría.
Butters se atragantó.
—¿Se quedarán sentados mirando como asesina a personas como Phil!? —preguntó indignado—. Si la gente normal no puede hacer nada y el Consejo no quiere implicarse, ¿quién coño lo va a detener?
—Yo —le dije.
Llegué a mí apartamento y, en menos de un segundo, Butters ya estaba dentro y a salvo bajo la protección de los hechizos. Ratón apareció desde la cocina y saltó sobre mí, moviendo el rabo.
—¡Me cago en la leche! —dijo Butters—. ¡Tienes un poni!
Me reí. Ratón olfateó mi mano y luego se alejó para olisquear los píes y las piernas de Butters, dándole un aire solemne y ceremonioso a lo que hacía. Enseguida estornudó, levantó la mirada hacia Butters y empezó a mover el rabo.
—¿Puedo acariciarlo? —preguntó Butters.
—Si lo haces no te dejará en paz.
Fui a mi habitación a coger unas cosas del armario y cuando volví Butters estaba sentado frente a la chimenea, avivando el fuego y echando leña fresca. Ratón se había sentado a su lado y lo miraba con paciente interés.
—¿Qué raza es? —preguntó Butters.