Dios mío, no recordaba la última vez que me había enfrentado a un demonio con tanto poder psíquico puro. Si hubiera sido un segundo más lento o… ¡Estrellas y piedras! Menos mal que recordé que podía desterrar a Bob de vuelta a su calavera y hacer que volviese a olvidarlo todo. Si no lo hubiera recordado, ahora estaría muerto. O tal vez habría estado muerto durante un rato y ahora ya me habría convertido en otra cosa.
Y todo habría sido solo por mi culpa.
—¿Harry? —dijo Bob.
Me estremecí y se me escapó un grito. Luego me recompuse y parpadeé mirando a la calavera. Estaba en su estante y sus ojos de luz anaranjada volvían a ser los de siempre.
—Ah, ¡hola!
La voz de Bob parecía muy tranquila.
—Tienes los labios azules.
—Sí.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Bob.
—Digamos que bajó mucho la temperatura.
—¿Fui yo?
—Sí.
—Lo siento, Harry —dijo Bob—. Intenté decírtelo.
—Lo sé —señalé—. No me podía imaginar algo así.
—Kemmler era malo, Harry —dijo Bob—. Él… me robó todo lo que era y lo destrozó. He borrado casi todos mis recuerdos del tiempo que viví con él y he encerrado aquellos que no pude borrar porque no quiero ser así.
—No lo serás —le dije en voz baja—. Ahora escúchame, Bob. Te ordeno que nunca jamás vuelvas a recuperar esos recuerdos. Nunca dejes que vuelvan a aflorar. Jamás obedezcas ninguna orden que te indique que des rienda suelta a todo aquello. De hoy en adelante esos recuerdos están enterrados en lo más profundo del océano, ¿me has entendido?
—Si lo hago —dijo Bob cauteloso—, no te seré de mucha ayuda, Harry. Tendrás que intentarlo solo.
—Deja que yo me ocupe de eso. Es una orden, Bob.
La calavera resopló aliviada.
—Gracias, Harry.
—Ni lo menciones —le dije—, literalmente.
—Vale.
—Bien, veamos —continué—. Todavía puedes recordar información general sobre Kemmler, ¿no?
—Nada que no puedas encontrar en otros lugares, pero la información general a la que tuve acceso con Justin era la que tenían los centinelas, sí.
—Bien. Cuando te pregunté qué era la Palabra de Kemmler me contestaste, bueno, tú, no, tu otro yo, que Kemmler había escrito sus enseñanzas. Con lo cual, supongo que se trata de un libro.
—Puede ser —dijo Bob—. Los expedientes del Consejo decían que Kemmler había escrito tres libros:
La sangre de Kemmler, La mente de Kemmler
y
El corazón de Kemmler
.
—¿Los publicó?
—Los autopublicó —dijo Bob— y los intentó divulgar por toda Europa.
—¿Y qué consiguió?
—Pues que demasiados hechiceros de poca monta lograran meter mano en la nigromancia.
Asentí.
—¿Y qué pasó?
—Pues que los centinelas llevaron a cabo su propia producción épica de
Farenheit 451
—dijo Bob—, y se pasaron unos veinte años buscando y destruyendo ejemplares. Creen que consiguieron acabar con todos.
Silbé.
—Entonces, ¿qué pasaría si
La palabra de Kemmler
fuese el cuarto manuscrito?
—Sería una mala noticia —dijo Bob.
—¿Por qué?
—Porque algunos de los discípulos de Kemmler escaparon de la redada del Consejo Blanco —explicó Bob—. Muchos todavía andan por ahí. Si consiguieran la nueva edición de clases de nigromancia a domicilio para cultivar su talento, podrían utilizarla para hacer cosas muy desagradables.
—¿Son magos?
—Practican magia negra, sí —apuntó Bob.
—¿Cuántos?
—Cuatro o cinco como mucho, aunque la información de los centinelas es muy imprecisa.
—No suena como algo de lo que no se puedan ocupar ellos —le dije.
—A no ser que lo que el cuarto libro contenga sea el resto de lo que Kemmler quería enseñar —dijo Bob—. En cuyo caso podríamos terminar con cuatro o cinco Kemmlers revoloteando a nuestro alrededor.
—¡Menuda mierda! —exclamé. Planté mi cansado culo en el taburete y me rasqué la cabeza—. Y no es ninguna coincidencia que Halloween esté al caer.
—Es la época en la que las barreras entre el reino de los mortales y el mundo de los espíritus son más débiles —dijo Bob.
—Igual que cuando aquel gilipollas, la Pesadilla, quiso atrapar a mis amigos —comenté y miré a Bob—. Pero cuando intentó aquello, necesitó debilitar las barreras aún más. Él y Bianca habían torturado a todos esos fantasmas para hacerlos más inestables. ¿Hacen falta fantasmas para provocar la turbulencia necesaria para la gran magia?
—No —dijo Bob—. Pero es una manera. La otra es poner en práctica ciertos ritos y sacrificios.
—¿Estás hablando de muertes?
—Exacto.
Asentí frunciendo el ceño.
—Van a tener que invertir mucha energía para poner en marcha un buen trabajo de nigromancia. Será como coger carrerilla un par de veces en un trampolín antes de atreverse a saltar.
—Un aforismo crudo aunque acertado —dijo Bob—. Tendrás que practicar primero si quieres empezar a trabajar la nigromancia al nivel de Kemmler, incluso en Halloween —suspiró—. Aunque tampoco te va a servir de mucho.
Me puse de pie y me dirigí hacia la escalera.
—Me va a ayudar más de lo que crees, tío. Te traeré nuevas historias muy pronto.
Las luces de los ojos de la calavera se iluminaron más.
—¿En serio? Es decir, me lo creo, ¿eh?, pero ¿por qué lo dices?
—Porque si alguien se está preparando para ejercer una magia poderosa y malvada, estará dejando cuerpos en el camino. Si lo ha hecho, entonces hay un lugar por el que debo empezar a buscar para descubrir qué está pasando.
—¿Harry? —exclamó Bob mientras me iba del laboratorio—. ¿Adónde vas?
Giré la cabeza y miré hacia abajo desde la trampilla.
—A la morgue.
En Chicago hay una morgue impresionante. Ya no recibe el nombre de «morgue», ahora es el instituto forense. Lo lleva un médico legista que ahora es el médico forense. Está en la calle West Harrison, en un parque industrial bastante ostentoso, especializado en la industria biotecnológica. Es bonito. Cuenta con unos terrenos muy amplios y verdes cubiertos de césped, cuidadosamente atendidos y recortados, en los que incluso hay árboles y arbustos escrupulosamente podados. Tiene unas vistas fantásticas a la ciudad, con el horizonte al fondo y el acceso a la autopista es muy rápido y cómodo.
Es exclusivo, claro, pero también muy tranquilo. A pesar del maravilloso paisaje y del antiséptico nuevo nombre, es adonde traen los muertos para ser analizados y agujereados.
Aparqué el Escarabajo azul en el aparcamiento para visitantes, en el complejo de al lado. La morgue tenía un servicio de seguridad mejor de lo habitual y no quería llamar su atención. Cogí el soborno del asiento trasero y me dirigí a la puerta principal de la oficina del médico forense. Llamé a la puerta y enseñé el carné plastificado que me dieron en el Departamento de Policía y que me convierte en algo parecido a un oficial. Una especie de zumbido salió de la puerta y entré. Saludé con la cabeza a un guardia de seguridad, con sobrepeso, que leía una revista tras un anodino escritorio situado a un lado del vestíbulo.
—¡Phil! —le dije.
—Buenas tardes, Dresden —contestó—. ¿Visita oficial?
Saqué la caja de madera con cervezas artesanales del McAnally.
—Extraoficial.
—Hosanna —dijo Phil arrastrando las palabras—. Prefiero las extraoficiales.
Volvió a poner los pies encima de la mesa y abrió de nuevo la revista. Le dejé la cerveza en el suelo cerca de la mesa para que no se viera desde la puerta.
—¿Cómo es posible que nunca haya oído hablar de este bar?
—Es una pequeña taberna local —lo informé. Pero no mencioné que no la conoce porque abastece a la comunidad sobrenatural, y no es que se dedique precisamente a atraer la atención de los locales.
—Voy a tener que pedirte que me lleves algún día.
—Por supuesto —le dije—. ¿Está él aquí?
—Está en los laboratorios —me respondió cogiendo una de las cervezas. Le sacó la tapa con el dedo pulgar y dio un trago con los ojos puestos ya en la revista—. Aaaah —dijo con tono filosófico—. Ya sabes que a todo el que cruce esa puerta debo decirle que más le vale sacar su culo de aquí en cuanto alguien aparezca.
—¡Ya me fui! —le dije avanzando a toda prisa hacia el fondo del recibidor.
Había varios laboratorios, conocidos ahora como salas de análisis, en la morgue, es decir, en el instituto forense. Pero sabía que la persona a la que buscaba se encontraría en la peor sala, la más pequeña y la que estuviese más lejos de la puerta de entrada.
A Waldo Butters no le llegaba con la mala suerte de que sus padres no hubiesen sido capaces de ponerle un nombre lo suficientemente masculino
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, sino que además estaba maldecido con un gran sentido de la honestidad, de la integridad y tenía suficiente coraje moral como para seguir sus impulsos. Después de analizar todo tipo de cadáveres que yo había quemado o convertido en ladrillos, él cubría sus informes con las siguientes palabras: «Apariencia humana. No humano».
Era una descripción muy acertada de los restos de un puñado de vampiros de la Corte Roja. Pero como todo el mundo sabía que aquello de «no humano de apariencia humana» no existía y que los restos eran, obviamente, cadáveres humanos con muy mala pinta por haber sido sometidos a demasiado calor, Butters terminó pasando noventa días en observación en un hospital psiquiátrico. Después de eso, tuvo que vivir una auténtica batalla legal para recuperar su trabajo. Sus superiores no querían tenerlo cerca, así que le asignaron las peores condiciones de trabajo que se les ocurrieron; pero Butters las aceptó. Normalmente trabajaba en el turno de noche y los fines de semana.
El feliz efecto secundario de esta historia fue que un médico forense pasó, alegremente, a perderle el respeto al sistema, como tantas veces lo había hecho yo. Lo cual era muy práctico cuando, por ejemplo, necesitaba que me quitasen una bala del brazo: ahora podía ahorrarme la espera de la apretada agenda de las fuerzas de la ley.
El médico estaba allí. De camino a su sala, desde el recibidor, oí el animado ritmo de la polca que salía de ella. Sin embargo, la música estaba apagada. Butters solía escuchar discos y grabaciones de polca a un volumen muy alto, y yo ya reconocía a los mejores músicos del mundo en este estilo. Quienquiera que estuviese tocando ahora, sonaba muy enérgico, pero desafinado y descoordinado. Había tirones y silencios bruscos en la música, a pesar de que, en conjunto, conseguía seguir el ritmo marcado por un bombo. En general, la música sonaba alegre, marchosa y, de alguna manera, deforme.
Abrí la puerta y contemplé la fuente de la que surgía la polca de Quasimodo.
Butters era un tipo pequeño, mediría un escaso metro sesenta con los zapatos puestos, y pesaría unos cincuenta y cinco kilos si estuviese calado hasta los huesos.
Iba vestido con uno de esos pijamas azules de médico y unas botas de montaña. Tenía una mata de pelo negra y áspera que siempre hacía que pareciese que acababa de electrocutarse. Llevaba gafas de sol, a lo Tom Cruise, y estaba transformándose en un fanático de la polca.
El bombo le colgaba de la espalda con una correa y un par de cables iban desde sus tobillos hasta unas tapas colocadas en una montura. El tambor marcaba el ritmo cuando lo golpeaba con los pies. Una pequeña tuba de verdad pendía de los estrechos hombros y tenía aún más correas anudadas a los codos, que se movían para delante y para atrás a ritmo de marcha. Sostenía en las manos un acordeón atado al cuello por un arnés. Llevaba un clarinete enganchado al acordeón para que el extremo le quedara cerca de la boca y tenía, lo juro por Dios, un platillo enganchado a la cabeza.
Butters estaba tocando sin moverse del sitio, pero fingiendo que marchaba. Tenía toda la cara roja, sudaba y sonreía cuando golpeaba y atronaba la música del acordeón. Me quedé allí quieto de pie, mirándolo, porque, aunque había visto muchas cosas raras en mi vida, nunca había visto nada parecido. Butters entonaba la polca y a la vez acercaba la cara a la tuba, produciendo un ensordecedor ruido de platillos. El movimiento hizo que yo acabase en su ángulo de visión y se sobresaltó.
El susto le hizo perder el equilibro y se cayó entre el estrépito de los platillos, el graznido de la tuba y el intermitente balbuceo del bombo. Se quedó tirado en el suelo mientras el acordeón resollaba.
—¡Butters! —saludé.
—¡Harry! —jadeó entre su montaña de incondicional de la polca—. ¡Bonitos pantalones!
—Veo que estás ocupado.
Obvió el sarcasmo.
—Caray, pues sí. Tengo que ponerme al día. La batalla de bandas del Oktoberfest es mañana por la noche.
—Creía que lo ibas a dejar después de lo del año pasado.
—Sí —dijo Butters adoptando un aire desafiante—. Pero no voy a dejar que Jolly Rogers se ría de mí así. Es que, hombre, ¡venga ya!, ¡cinco tíos que se llaman Roger! ¿Cuánto sentimiento de polca puede haber en sus almas?
—No tengo ni la más remota idea —dije con sinceridad.
Butters me sonrió abiertamente.
—Este año me los voy a comer.
No pude evitar reírme.
—¿Necesitas ayuda para salir de ahí?
—Qué va, todo controlado —dijo alegremente y empezó a desatarse todas las correas—. Qué sorpresa verte por aquí, tu visita ordinaria no es hasta la semana que viene. ¿Algún problema?
—La verdad es que no —le contesté—. Solo quería hablar contigo de…
—¡Oh! —me interrumpió. Dio un salto para salir del follón de cosas y lo dejó todo en el suelo para poder corretear hasta la mesa de la esquina—. Antes de que digas nada, encontré algo muy interesante.
—Butters —insistí—, me gustaría charlar contigo, tío, pero es que estoy muy apurado.
Dejó lo que estaba haciendo y me miró alicaído.
—¿En serio?
—Sí, tengo un caso y necesito descubrir si sabes algo que me pueda servir de ayuda.
—Ah —dijo—. Pero bueno, tú siempre tienes algún caso. Esto es importante. He estado investigando mucho desde que empezaste a visitarme por lo de tu mano y las conclusiones que he logrado extrapolar de…
—Butters —resoplé—. Mira, tengo mucha prisa. Tienes cinco palabras. O menos. ¿Vale?
Apoyó las manos en la mesa y me miró con los ojos brillantes.
—Descubrí que los magos viven eternamente. —Hizo una pausa de un segundo y dijo—: Espera, eso son seis palabras. Pues entonces nada. ¿De qué quieres hablar tú?