Lazos de amor (4 page)

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Authors: Brian Weiss

—Estoy en la cocina con mi madre. Parece muy joven. Yo también lo soy. Soy pequeña. Tengo unos cinco años. Hacemos pasteles... y galletas. Es divertido. Mi madre se siente feliz. Lo veo todo, el delantal, su pelo recogido. Me encanta cómo huele aquí.

—Pasa a otra habitación y dime lo que ves —le sugerí.

Entró en el salón. Empezó a describir un gran mueble de madera oscura. El suelo estaba desgastado. También vio un retrato de su madre. Era una foto enmarcada que estaba sobre una mesa de madera oscura situada junto a un amplio y cómodo sillón.

—Es mi madre —continuó Elizabeth—. Es guapa... y tan joven Lleva un collar de perlas.

Ella adora esas perlas. Sólo las lleva en ocasiones especiales. Su hermoso vestido blanco... su pelo oscuro... y sus ojos, tan brillantes y vivos.

—Bien —dije—. Me alegra que la recuerdes y que la veas con tanta nitidez.

El hecho de recordar una comida reciente o una escena de la infancia ayuda a consolidar la confianza del paciente en su capacidad para evocar recuerdos. A Elizabeth, estos recuerdos le demuestran que la hipnosis funciona y que no es un proceso peligroso, sino que puede ser incluso placentero. Los pacientes descubren que los recuerdos que evocan suelen ser más vívidos y detallados que los que surgen de la mente consciente.

Nada más abandonar el estado de trance, casi siempre recuerdan conscientemente lo que han evocado durante la hipnosis. Raras veces los pacientes experimentan un estado de trance de tal profundidad que después no recuerden nada. Aunque suelo grabar las sesiones de regresión para más seguridad y para poder recurrir a la cinta en caso necesario, la grabación sólo la utilizo yo. Los pacientes lo recuerdan todo perfectamente.

—Ahora vamos a ir todavía más lejos. No importa si lo que te viene a la mente es imaginación, fantasía, metáfora, símbolo, un recuerdo real o cualquier combinación posible entre estos elementos —le dije—. Dedícate sólo a experimentar. Intenta que tu mente no juzgue, ni critique ni comente lo que experimentes. Simplemente vívelo. Lo único que tienes que hacer es experimentar. Puedes criticado y analizado todo después. Pero por el momento déjate llevar y vive la experiencia.

»Vamos a retroceder hasta el útero, hasta tu período uterino, justo antes de que nazcas. Sea lo que fuere lo que irrumpa en tu mente, es bueno. Déjate llevar por esta experiencia. Empecé a contar hacia atrás desde cinco hasta uno para que su estado hipnótico se hiciera más profundo.

Elizabeth se trasladó al útero materno. Sentía seguridad y calor, y el amor de su madre. De sus ojos cerrados brotaron dos lágrimas.

Recordó lo mucho que sus padres la querían, especialmente su madre. Eran lágrimas de felicidad y nostalgia.

Evocó el amor con que se la recibió al nacer, y esto la hizo muy feliz.

La experiencia que vivió dentro del útero materno no es una prueba fehaciente de que el recuerdo fuera preciso o completo. Pero las sensaciones y emociones que tuvo fueron tan intensas, poderosas y reales que hicieron que se sintiera mucho mejor.

En una ocasión, una de mis pacientes recordó bajo hipnosis que había nacido con una hermana gemela que murió en el parto. Sin embargo, mi paciente no lo había sabido hasta entonces porque sus padres nunca se lo habían dicho. Cuando ella les explicó la experiencia que tuvo durante la hipnosis, sus padres le confirmaron la exactitud de su recuerdo. Efectivamente, había tenido una hermana gemela.

Por lo general, no obstante, los recuerdos del útero materno son difíciles, de verificar.

—¿Estás preparada para ir todavía más lejos? —le pregunté, con la esperanza de que no se hubiera asustado demasiado después de haber sentido aquellas emociones tan intensas.

—Sí —me contestó tranquilamente—. Estoy preparada.

—Perfecto —dije—. Ahora vamos a ver si puedes evocar algún recuerdo anterior a tu nacimiento, ya sea en un estado místico o espiritual, en otra dimensión o en una vida pasada. Sea lo que sea lo que irrumpa en tu mente, es bueno. No emitas juicios. No te preocupes. Sólo déjate llevar y vive el momento.

Conseguí que empezara a imaginar cómo entraba en un ascensor y apretaba el botón mientras yo iniciaba la cuenta hacia atrás de cinco a uno. El ascensor retrocedía en el tiempo y viajaba a través del espacio, y la puerta se abrió en el momento en que yo pronuncié el número uno. Le indiqué que saliera y que se enfrentara a la persona, escena o experiencia que la aguardaba al otro lado de la puerta. Pero no sucedió lo que yo esperaba.

—Está todo muy oscuro —dijo con voz aterrorizada—. Me he caído del barco. Hace mucho frío. Es horrible.

—Si empiezas a sentirte incómoda —dije interrumpiéndola—, flota por encima de la escena y contémplala como si se tratara de una película. Pero si no te sientes mal, quédate ahí. Observa lo que ocurre. Vive los acontecimientos.

La experiencia la aterrorizó y empezó a flotar por encima de la escena. Se veía a sí misma como un adolescente. Después de haberse caído de un barco en mitad de una noche tormentosa, se había ahogado en esas oscuras aguas. De repente, la respiración de Elizabeth se tranquilizó considerablemente, y pareció recuperarse. Se había separado del cuerpo.

—He salido de este cuerpo —dijo con bastante naturalidad.

Todo esto había ocurrido con gran rapidez. Antes de que pudiera examinar aquella vida, ella ya había abandonado el cuerpo. Le pedí que recordara lo que acababa de experimentar y que me dijera lo que podía ver y entender al respecto.

—¿Qué estabas haciendo en el barco? —le pregunté, intentando retroceder en el tiempo aunque ya hubiera salido de aquel cuerpo.

—Iba de viaje con mi padre —dijo—. De repente, estalló una tormenta. El barco empezó a llenarse de agua y a tambalearse. Las olas eran enormes y salí despedido por la borda.

—¿Qué ocurrió con los demás pasajeros? —le pregunté.

—No lo sé —dijo—, las olas me arrastraron por el barco hasta que caí al agua. No sé qué les pasó a los demás.

—¿Qué edad tenías aproximadamente cuando sucedió esto?

—No lo sé, alrededor de doce o trece años. Era un adolescente —respondió.

No parecía muy deseosa de darme más detalles. Había abandonado aquella vida muy rápido, tanto la vida en sí como el hecho de recordarla en mi consulta. Ya no podíamos obtener más datos. Siendo así, la desperté.

Una semana más tarde Elizabeth estaba me':' nos deprimida a pesar de que no le había recetado antidepresivos para aliviar los síntomas de la aflicción y la depresión.

—Me siento más ligera, más libre, y ya no estoy tan inquieta en la oscuridad —me dijo.

Nunca le había gustado la oscuridad y trataba de no salir sola de noche. En su casa siempre había alguna luz encendida. Sin embargo, la semana anterior había notado una mejoría en este síntoma. Yo no lo sabía, pero tampoco le gustaba nadar, porque le producía angustia. Me explicó que aquella semana se había pasado horas en la piscina y en el
jacuzzi
de la urbanización donde vivía.

Aunque eso no era lo que más la preocupaba, el progreso que había experimentado respecto a aquellos síntomas la reconfortó.

Muchos de nuestros temores se basan en el pasado, y no en el futuro. A menudo, lo que más miedo nos da son hechos que nos han ocurrido en la infancia o en una vida pasada. Como los hemos olvidado o sólo los recordamos muy vagamente, tenemos miedo de que esos hechos traumáticos tengan lugar en el futuro.

Aun así, Elizabeth se sentía triste porque sólo habíamos encontrado a su madre en un remoto recuerdo de la infancia. La búsqueda debía continuar.

La historia de Elizabeth es fascinante. La de Pedro también. Pero sus casos no son los únicos. Muchos de mis pacientes padecen una profunda aflicción, miedos y fobias, y su vida amorosa es un fracaso. Muchos de ellos encuentran a su amor perdido en otro tiempo y otro lugar. Muchos otros consiguen aliviar su dolor recordando vidas pasadas y experimentando estados espirituales.

Algunas de las personas que se han sometido a la terapia de regresión son famosas. Otras son gente corriente con un pasado apasionante. Sus experiencias son un reflejo de los temas universales expresados en el revelador viaje de Pedro y Elizabeth a medida que se aproximaban a la encrucijada de sus destinos.

Todos seguimos el mismo camino.

En noviembre de 1992 viajé a Nueva York con el fin de someter a una terapia de regresión a Joan Rivers, para su programa de televisión. Habíamos quedado en que grabaríamos la sesión en la habitación de un hotel unos días antes de que se retransmitiera el programa en directo. Joan llegó tarde porque el periodista de radio Howard Stern, su invitado especial en el programa de aquel día, la había entretenido. Joan, que venía del plató, no estaba demasiado relajada. Todavía llevaba el maquillaje que le habían hecho para el programa, iba enjoyada y lucía un jersey rojo muy bonito.

Antes de iniciar la sesión, me contó que últimamente estaba muy afligida por la muerte de su madre y de su marido. Se sentó en un sillón de felpa estampado de color beige. Estaba tensa. Las cámaras empezaron a grabar lo que iba a ser una escena extraordinaria.

Joan se arrellanó en el sillón y dejó que su mentón reposara ligeramente sobre la palma de su mano. Su respiración se tranquilizó y entró en un estado de hipnosis profunda. «El trance que alcancé era muy intenso», afirmó más tarde. Iniciamos la regresión, el viaje hacia el pasado. Su primera parada se produjo a la edad de cuatro años. Recordaba un día muy agobiante en su casa porque su abuela había venido a visitarles. Joan la veía con una claridad total.

—Llevo un vestido a cuadros, calcetines blancos y unas sandalias Mary Jane.

Continuamos indagando en un pasado más remoto. Era 1835 y Joan vivía en Inglaterra. Pertenecía a la nobleza.

—Tengo el pelo muy oscuro. Soy alta y delgada —dijo.

Tenía tres hijos.

—Veo con mucha claridad que uno de ellos es mi madre —añadió.

—¿Cómo sabes que es ella? —le pregunté.

—Simplemente lo sé. Es ella —contestó con firmeza.

No reconoció a su marido, al igual que ella alto y delgado, como una persona presente en su vida actual.

—Lleva un sombrero de copa de piel de castor —dijo, concentrada—. Va bien vestido. Estamos paseando por un gran parque lleno de jardines.

Joan empezó a llorar y dijo que quería abandonar aquella vida. Uno de sus hijos se estaba muriendo.

—¡Es ella! —dijo sollozando, refiriéndose a la hija a la que había reconocido como su madre en la vida actual—. ¡Qué desgracia! ¡Es terriblemente triste! —añadió.

Nos adentramos todavía más en sus vidas pasadas hasta remontamos al siglo XVIII.

—Es el año mil setecientos y algo... Soy un hombre. Soy granjero —dijo sorprendida por el cambio de sexo.

Esta vida parecía más dichosa. —Soy muy buen granjero porque amo la tierra profundamente —explicó.

Joan, en su vida actual, adora trabajar en su jardín, la relaja y con esa actividad descansa de su estresante vida profesional en la televisión.

La desperté con suavidad. Su aflicción ya había empezado a aliviarse. Descubrió que su amada madre, que en 1835 fue su hija pequeña en Inglaterra, había sido una de sus almas gemelas a través de los siglos. Aunque ahora estaban otra vez separadas, Joan sabía que volverían a reunirse, en otro tiempo y en otro lugar.

Elizabeth, que no sabía nada de la experiencia de Joan, vino a verme buscando una cura similar. ¿Encontraría ella también a su querida madre?

Mientras tanto, en la misma consulta y en el mismo sillón, separado de Elizabeth por el insignificante lapso de tres días, otro drama se estaba desarrollando.

Pedro sufría mucho. Su vida era un valle de lágrimas, de secretos sin compartir y de deseos ocultos. El momento del encuentro más significativo de toda su vida se iba acercando, silenciosamente pero con rapidez.

Capítulo 5

Y su dolor no remitía. Finalmente dio a luz a otro niño, y fue grande la alegría del padre, que exclamaba: «¡Un varón!»

Aquel día sólo él sintió ese júbilo.

La madre, postrada y abatida, estaba pálida y exánime... Lanzó de repente un grito de angustia, pensando en el ausente, no en el recién nacido...

«¡Yace mi niño en la tumba y no estoy a su lado!»

Oye de nuevo la amada voz del difunto en boca del bebé que ahora tiene en sus brazos:

«Soy yo, ¡pero no lo digas!», susurra mirándola a los ojos.

VICTOR HUGO

Pedro era un joven mexicano extraordinariamente guapo, mucho más agradable de lo que me pareció en un primer momento. Tenía el cabello castaño y unos hermosos
ojos
azules que adquirían un tono verdoso según el día. Su encanto y su facilidad de palabra ocultaban el dolor que sentía por la muerte de su hermano, que había perdido la vida diez meses antes en un trágico accidente de coche en la ciudad de México.

Muchas de las personas que acuden a mi consulta sienten una profunda aflicción y necesitan entender el porqué de la muerte. En algunos casos también vienen a visitarse porque desean volver a encontrarse con sus seres amados que han fallecido. Este encuentro puede tener lugar en una vida anterior y puede producirse durante el estado espiritual que hay entre una vida y otra. La reunión también puede celebrarse en un contexto místico, más allá de los confines del cuerpo y la geografía físicos.

Tanto si los encuentros espirituales son reales como si no, el paciente experimenta intensamente el gran poder que poseen, y su vida cambia.

La precisión y el detalle con que se recuerdan las vidas pasadas no es un logro 'voluntario. El paciente que evoca las imágenes no lo hace simplemente porque necesite hacerla o porque gracias a ellas vaya a sentirse mejor. Lo que recuerda es lo que ha ocurrido.

La precisión de los datos, la intensidad de las emociones que afloran, la resolución de los síntomas clínicos y el poder de transformar la vida que tienen los recuerdos, determinan la realidad de lo que se recuerda.

Lo que más me llamó la atención del caso de Pedro fueron los diez meses que habían transcurrido desde la muerte de su hermano. En ese tiempo, normalmente una persona puede sobreponerse de un duro golpe. Aquella larga época de aflicción indicaba que en su caso había una desesperación subyacente más profunda.

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