Lazos de amor (7 page)

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Authors: Brian Weiss

—¿Qué te ocurre ahora? .

—Soy una mujer ——dijo—. Soy bastante guapa. Tengo el pelo largo y rubio, los ojos azules y la piel muy blanca.

Vestía un elegante traje, era una prostituta muy cotizada en Alemania después de la Primera Guerra Mundial. A pesar de que el país estaba abrumado por una inflación galopante, los ricos disponían de dinero para disfrutar de sus servicios.

Pedro tenía dificultades para recordar el nombre de aquella elegante mujer.

—Magda, creo —dijo.

Dejé que continuara, pues no quería desviar su atención de las imágenes que estaba evocando.

—El trabajo me va muy bien —dijo Magda con orgullo—. Soy la confidente de políticos, altos cargos militares y hombres de negocios muy Importantes.

Conforme iba recordando más detalles, su tono se volvía más arrogante.

—Están todos obsesionados por mi belleza y mi talento —añadió—. Yo siempre sé lo que tengo que hacer.

Pensé para mí: «Seguramente gracias a todas tus vidas como hombre.»

Luego empezó a susurrar.

—Ejerzo una inmensa influencia sobre todos ellos... Puedo hacerles cambiar de opinión... Harían cualquier cosa por mí —dijo orgullosa de su posición y su capacidad para dominar a aquellos hombres tan poderosos—. Generalmente sé más que ellos —continuó en un tono ligeramente compungido—. ¡Yo les doy lecciones de política! Le encantaban el poder y las intrigas políticas. Magda tenía una voz excelente y solía cantar en locales nocturnos muy refinados. Aprendió a manipular a los hombres. Sin embargo, su poder político era indirecto. Siempre tenía que ejercerlo por mediación de los hombres y se sentía frustrada por ello. En una vida futura, Pedro no iba a necesitar intermediarios.

Un hombre joven estaba de pie, apartado del resto.

—Es el más inteligente y formal de todos —dijo Magda—. Tiene el pelo castaño y los ojos azules... ¡Se apasiona con todo lo que hace! Nos pasamos largas horas hablando. Y creo que nos queremos.

No reconoció a este hombre como alguien perteneciente a su vida actual.

Pedro tenía ahora un aire triste. Vi cómo se le formaba una lágrima en el ojo izquierdo.

—Lo dejé por otro hombre, uno mayor, más importante y poderoso, que me quería sólo para él. No seguí los impulsos de mi corazón. Cometí un grave error. Le hice mucho daño. Nunca me perdonó... no lo entendió.

Magda optó por la seguridad y el poder en lugar de inclinarse por el amor, la verdadera fuente de la fuerza y la seguridad.

Por lo visto aquella decisión se convirtió en un punto crítico en su vida. Llegó a una encrucijada en su camino, y una vez eligió, ya no pudo volver atrás.

Este hombre mayor perdió el poder cuando la política alemana .se desplazó .bruscamente hacia los nuevos y violentos partidos.

Abandonó a Magda. Ella había perdido la pista de aquel joven apasionado. Con el tiempo se empezó a deteriorar físicamente debido a una afección sexual crónica, probablemente la sífilis. Cayó en una fuerte depresión que no fue capaz de superar.

—Ve al final de esta vida —le insté—. Trata de ver lo que te ocurrió y quién estaba contigo.

—Estoy en un camastro de un hospital. Es un hospital para pobres. Hay mucha gente enferma que gime: los más miserables de la tierra. ¡Debemos de estar en el infierno! —dijo.

—¿Puedes verte?

—Mi cuerpo es grotesco —contestó Magda. —¿Hay médicos y enfermeras contigo?

—Están por ahí —contestó con amargura—.

No me hacen caso, no sienten pena por mí. No están de acuerdo con la vida que he llevado ni con lo que he hecho. Y ahora me están castigando —añadió.

Aquella vida llena de belleza, poder e intrigas había pasado a ser patética. Flotó por encima de su cuerpo, libre por fin.

—Ahora estoy en paz. Sólo quiero descansar— dijo.

Pedro se quedó en silencio. Continuaríamos revisando aquella vida en otra ocasión. Él estaba agotado y le desperté.

En las cinco semanas siguientes, su dolor crónico en el cuello y el hombro izquierdo empezó a remitir. Los médicos que le atendieron nunca encontraron el origen de aquella dolencia. Evidentemente tampoco consideraron la posibilidad de que su causa fuera una herida mortal de espada que Pedro recibió varios siglos atrás.

La estrechez de miras de la mayoría de la gente no deja de sorprenderme. Conozco a muchas personas que están obsesionadas por la educación de sus hijos. Se preocupan por cuál será el mejor parvulario, por si es preferible llevados a una escuela privada o pública, por cuáles son los cursos preparatorios para la selectividad mejor diseñados. Piensan que de este modo sus hijos obtendrán mejores notas y gracias a ello, y también a las actividades extracurriculares que habrán realizado, estarán en condiciones de entrar en aquella universidad determinada, de cursar ese máster en concreto, y así
ad infinitum.
Luego, repiten el mismo ciclo con sus nietos.

Tales personas piensan que este mundo no evoluciona y que el futuro será una réplica del presente.

Si seguimos devastando nuestros bosques y destruyendo así nuestras fuentes de oxígeno, ¿qué van a respirar nuestros hijos dentro de treinta o cuarenta años? Si no dejamos de envenenar el agua y los alimentos naturales, ¿de qué se nutrirán? Si continuamos produciendo un exceso de CFC y otros desechos orgánicos y agujereando sin ningún escrúpulo la capa de ozono, ¿podrán vivir en el exterior? Si nuestro planeta se sobrecalienta debido al efecto invernadero y el nivel de los océanos aumenta hasta inundar nuestras costas y presionar demasiado las fallas oceánicas y continentales, ¿dónde vivirán? Y los hijos y nietos de los chinos, los africanos, los australianos y del resto del mundo son tan vulnerables como los demás, pues también son inevitablemente residentes de este planeta. Además hay otra cuestión. Si nos reencarnamos, no hay duda de que seremos uno de estos niños.

Entonces, ¿por qué nos preocupamos tanto por los tests de inteligencia y por las universidades cuando no dispondremos de un mundo que albergue a nuestros descendientes?

¿Por qué la gente se obsesiona tanto por vivir muchos años? ¿Para qué conseguir unos pocos años más de vida? ¿Para pasados infelizmente en un geriátrico? ¿De qué sirve preocuparse por el nivel de colesterol, las dietas ricas en fibra, el control de las grasas, los ejercicios aeróbicos, etc.?

¿No tendría más sentido disfrutar del presente, realizarnos cada día, amar y ser amados, y no preocupamos tanto de la salud física en ese futuro incierto? ¿Y si no hay futuro? ¿Y si la muerte es una liberación y un estado de felicidad?

Con esto no quiero decir que nos olvidemos de nuestro cuerpo y que fumemos y bebamos en exceso ni tampoco que abusemos de ciertas sustancias o nos volvamos obesos. Esto nos causaría dolor, aflicción e incapacidad física. Simplemente dejemos de preocupamos tanto por el futuro. Tratemos de ser felices ahora.

La paradoja es que, adoptando esta actitud y sintiéndonos dichosos en el presente, es probable que vivamos más años. .

El cuerpo y el alma son como el coche y el conductor. Recordemos siempre que somos el conductor y no el coche. No debemos identificarnos con el vehículo. Este empeño actual en prolongar nuestra vida, en vivir hasta los cien años, es una locura. Sería como conservar nuestro viejo Ford después de haber recorrido con él más de trescientos mil kilómetros. La carrocería está oxidada, el circuito de transmisión se ha reparado cinco veces, el motor se está cayendo a trozos, y aun así nos resistimos a cambiado. Entretanto, hay un Corvette de primera mano esperándonos a la vuelta de la esquina. Sólo hemos de bajar tranquilamente del Ford y subimos al hermoso Corvette. El conductor, el alma, nunca cambia. Sólo cambiamos de coche.

Y, por cierto, creo que a vosotros os está esperando un Ferrari en la calle.

Capítulo 9

>Hasta donde me alcanza la memoria, inconscientemente me he remitido a las experiencias de un estado previo de la existencia
[..]
Viví en Judea hace ochocientos años, pero nunca supe que Cristo estaba entre mis contemporáneos. Las mismas estrellas que me miraban cuando era un pastor en Asiria me miran ahora como ciudadano de Nueva Inglaterra.

HENRY DAVID THOREAU

Pasaron dos semanas antes de que viera de nuevo a Elizabeth, pues se ausentó de la ciudad en viaje de negocios, algo que solía hacer muy a menudo.

Aquella sonrisa con la que había abandonado su última sesión se había desvanecido. La realidad y las presiones de la vida cotidiana se reflejaban de nuevo en su rostro.

A pesar de todo, ella deseaba continuar su viaje de retorno al pasado. Había empezado a recordar importantes acontecimientos y lecciones de otras vidas. Había tenido un atisbo de esperanza y felicidad. Quería más. Se sumió en un trance profundo.

Evocó las piedras de Jerusalén y sus diferentes colores; iban cambiando de tonalidad con la luz del día y de la noche. A veces eran doradas. Otras, tenían un tono rosado o beige. Pero aquel color dorado siempre volvía. Recordó los polvorientos caminos empedrados de su pueblo, cercano a Jerusalén, las casas, los habitantes, su indumentaria y sus costumbres, las higueras y los viñedos, los campos de. trigo y dé lino. Al fondo de una calle había un pozo rodeado de viejos robles y granadas. En Palestina corrían tiempos de intensa actividad espiritual y religiosa, al parecer como siempre, tiempos de cambios y de sufrimiento, pero también de esperanza, tiempos duros, de ganarse la vida a duras penas, de una constante opresión por parte de los invasores romanos.

Recordó que su padre era un alfarero que se llamaba Eli y que trabajaba en casa. Con el agua del pozo y la arcilla hacía recipientes de diferentes formas, como jarrones, cuencas y otros utensilios de cocina para la familia, para los habitantes del pueblo y, en ocasiones, para venderlos en Jerusalén.

A veces los mercaderes iban a su pueblo a comprarle jarros, ollas o tazones. Elizabeth describió meticulosamente el torno de alfarero que su padre utilizaba y la habilidad con que éste lo hacía girar, además de muchos otros detalles de la vida en el pueblo. Ella se llamaba Miriam y era una niña feliz que vivió en una época turbulenta. Cuando las revueltas empezaron a estallar en su pueblo, su vida cambió para siempre.

Avanzamos hacia el siguiente suceso que marcó su vida: la muerte prematura de su padre después de ser capturado por los soldados romanos, que fustigaban continuamente a los cristianos que vivían en Palestina en aquella época. Jugaban cruelmente con ellos sólo para entretenerse. En uno de estos pasatiempos, mataron a su amado padre sin querer. .

Primero le ataron por los tobillos a un caballo que montaba un soldado y lo arrastraron por las calles. Al cabo de un minuto, que se le hizo interminable, el caballo se detuvo. Su cuerpo estaba apaleado, pero él logró sobrevivir a aquel suplicio. Miriam, aterrorizada, oía los gritos y las risas de los soldados. Aún no habían acabado con él.

Dos de aquellos romanos se enrollaron los cabos de la cuerda alrededor del torso y empezaron a dar brincos como harían unos caballos. Su padre salió despedido hacia delante y se golpeó la cabeza con una roca muy grande. Le hirieron de muerte.

Los soldados lo dejaron tirado en medio de la polvorienta calle.

La sinrazón de aquel suceso vino a añadirse a la profunda angustia, la rabia, la amargura y la desesperación que sintió Miriam tras la violenta muerte de su padre. Para los soldados aquello no era más que un deporte. Ni tan siquiera sabían quién era aquel hombre. Nunca habían sentido su mano suave cuando curaba con cariño los rasguños de su hija ni habían visto con qué diligencia manipulaba el torno. Tampoco conocían el aroma que despedía su cabello después de tomar un baño, ni la dulzura de sus besos y sus abrazos. No habían convivido diariamente con aquel hombre tan amable y cariñoso.

Sin embargo, en unos pocos minutos de terror, pusieron fin a una bella existencia y llenaron de aflicción los restantes años de Miriam, que nunca llegó a superar aquella pérdida ni a llenar aquel tremendo vacío. Todo por diversión. Estaba indignada por la irracionalidad de aquel hecho. Sus lágrimas de odio se entremezclaban con las de dolor.

Arrodillada en el camino polvoriento y manchado de sangre, la niña acunaba la cabeza de su padre, que descansaba sobre su regazo. El hombre ya no hablaba. Un hilo de sangre se escapaba por la comisura de sus labios. Miriam oía un borboteo en el pecho de su padre cada vez que él se esforzaba en respirar. Estaba a punto de morir. Sus ojos se iban ensombreciendo; se acercaba el final de su vida.

—Te quiero, padre —susurró fijando la vista en aquellos ojos agonizantes—. Siempre te querré.

Mirándola por última vez, su padre pestañeó en señal de haber comprendido el mensaje, y sus apagados ojos se cerraron para siempre.

Miriam se quedó meciéndolo en su regazo hasta la puesta del sol. Su familia y los habitantes del pueblo se llevaron el cuerpo para preparar el entierro. La niña tenía presente la mirada de su padre. Estaba segura de que él la había entendido.

Al sentarme en silencio, inmovilizado por la profunda desesperación de Elizabeth, me di cuenta de que la cinta de grabación se había acabado. Coloqué una nueva y se encendió otra vez la luz roja de grabación. El aparato volvía a funcionar.

Asocié el dolor actual de Elizabeth con el que había sufrido en Palestina hacía casi dos mil años. ¿Me encontraba ante otro caso en el que el dolor de un pasado remoto acrecentaba el dolor actual? La experiencia de la reencarnación y el conocimiento de que existe la vida después de la muerte, ¿podían sanar aquel sufrimiento?

Centré mi atención en Elizabeth. —Avanza en el tiempo. Ve hasta el próximo hecho importante en esa vida —le indiqué. —No hay ninguno —respondió.

—¿Qué quieres decir?

—No ocurrió nada importante. Voy hacia delante... pero no sucede nada.

—¿Nada de nada?

—No. Nada —repitió pacientemente. —¿No te casas?

—No. No vivo muchos más años. No me importa la vida. No cuido de mí misma.

La muerte de su padre la había afectado tan intensamente que cayó en una fuerte depresión cuyos efectos la llevaron a una muerte prematura.

—He salido del cuerpo de Miriam –anunció Elizabeth., —¿Qué te ocurre ahora?

—Floto... floto —dijo mientras su voz se apagaba gradualmente.

No tardó en hablar otra vez, pero las palabras que pronunciaba no eran suyas. Su voz era más potente y profunda. Elizabeth consiguió lo mismo que Catherine, algo que muy pocos pacientes logran hacer. Transmitió mensajes e información de los Maestros, seres sobrenaturales, procedentes de dimensiones superiores. Mi primer libro recoge gran parte de su sabiduría.

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