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Authors: Christopher Paolini

—Además, no tenemos que dejar que Galbatorix crea que nos has abandonado —añadió Jörmundur—. No, ahora que estamos tan cerca de Urû‘baen. Podría ser que mandara a Murtagh y a Thorn a por ti. O quizás aprovechara la oportunidad para aplastar a los vardenos definitivamente. No podemos correr ese riesgo.

Eragon se vio obligado a reconocer que aquello era de lo más lógico.

Después de discutirlo largamente, llegaron a una conclusión: Blödhgarm y los demás elfos crearían una imagen tanto de Eragon como de Saphira, tal como habían hecho con Eragon cuando se fue a las montañas Beor para participar en la elección y coronación del sucesor de Hothgar.

Esas imágenes tenían que ser réplicas perfectas, la imagen viviente de Eragon y de Saphira, pero sus mentes estarían vacías, lo cual significaba que si alguien se acercaba a ellas el truco quedaría al descubierto. Por tanto, la imagen de la dragona no hablaría, y aunque los elfos podían imitar el habla de Eragon, también era mejor evitar eso por si alguna peculiaridad en su manera de pronunciar fuera a delatarlos. Los límites de esas ilusiones hacían que los elfos pudieran trabajar mejor a distancia y que las personas que tenían mayor cercanía con Eragon y con Saphira —como el rey Orrin y el rey Orik—se dieran cuenta pronto de que algo no iba bien.

Así que Eragon ordenó a Garven que despertara a todos los Halcones de la Noche y que los hiciera presentarse ante él con la máxima discreción posible. Cuando los tuvo a todos reunidos delante de la tienda, el chico explicó al variado grupo de hombres, enanos y úrgalos que él y Saphira tenían que irse, pero no entró en detalles y no reveló cuál era su destino. Luego también les explicó de qué manera los elfos ocultarían su ausencia, y les hizo jurar en el idioma antiguo que mantendrían el secreto. Eragon confiaba en ellos, pero ninguna prudencia estaba de más a la hora de enfrentarse a Galbatorix y a sus espías.

Después, Eragon y Arya visitaron a Orrin, a Orik, a Roran y a la bruja Trianna. Igual que había hecho con los Halcones de la Noche, también les explicó cuál era la situación y les hizo jurar que guardarían el secreto. Tal como Eragon había esperado, el rey Orrin fue el más intransigente. Se mostró indignado por la partida de Eragon y Saphira hacia Vroengard y ofreció muchos argumentos contrarios a la conveniencia de ese arreglo. Cuestionó la valentía de Eragon, la veracidad de la información de Solembum y amenazó con retirar sus fuerzas si el Jinete continuaba con la idea de llevar a cabo ese insensato proyecto. Hizo falta dedicar una hora a amenazas, halagos y argumentos para conseguir que lo aceptara, y aún Eragon temía que Orrin retirara su palabra.

Las visitas a Orik, Roran y Trianna fueron más breves, pero Eragon y Arya tuvieron que dedicar un tiempo que a él le parecía excesivo a hablar con todos ellos. La impaciencia lo hacía mostrarse parco en palabras y nervioso. Solo deseaba partir, y a cada minuto que pasaba solo sentía una urgencia mayor de hacerlo.

Mientras Arya y él hablaban con uno y con otro, Eragon también era consciente del suave y cadencioso canto de los elfos. Lo escuchaba gracias al vínculo con Saphira, y esa melodía era como un sonido de fondo en todas sus conversaciones, como un sutil tejido oculto bajo la superficie del mundo.

Saphira se había quedado en la tienda, y los elfos se habían reunido a su alrededor para cantar con los brazos alargados hacia ella, tocándola con la punta de los dedos. El objetivo de ese largo y complicado hechizo era recoger toda la información visual que iban a necesitar para crear una representación fiel de Saphira. Ya era bastante difícil imitar la forma de un elfo o de un humano, pero la de un dragona era todavía más complicada, especialmente a causa de la cualidad refractaria de sus escamas. Pero la parte más complicada de ese truco, tal como le había contado Blödhgarm, era reproducir el efecto que ejercía el peso del cuerpo de Saphira a su alrededor cada vez que aterrizaba o levantaba el vuelo.

Cuando por fin Arya y él terminaron la ronda, la noche ya había dado paso al día y el sol de la mañana había aparecido por encima del horizonte. A la nueva luz del día, el desastre acaecido en el campamento durante la noche parecía incluso mayor.

A Eragon le hubiera gustado partir con Saphira y Glaedr de inmediato, pero Jörmundur insistió en que dirigiera unas palabras a los vardenos, por lo menos una única vez, en su nueva condición de líder.

Así que poco después, cuando el ejército hubo formado, se encontró de pie sobre la parte trasera de un carro vacío y enfrentado a un mar de rostros —algunos humanos, otros no— que lo miraban.

Deseaba encontrarse en cualquier otro lugar excepto donde estaba.

Eragon había pedido permiso a Roran de antemano y este le había dicho:

—Recuerda, no son tus enemigos. No tienes nada que temer de ellos. Ellos «desean» que les gustes. Habla con claridad, con honestidad y, hagas lo que hagas, no muestres tus dudas. Esta es la manera de ganártelos. Cuando les cuentes lo de Nasuada se sentirán asustados y consternados. Dales la seguridad que necesitan, y ellos te seguirán hasta las mismas puertas de Urû‘baen.

Sin embargo, a pesar de los ánimos que le había dado Roran, Eragon continuaba sintiendo aprensión ante la perspectiva de su discurso. Casi nunca se había dirigido a un grupo tan grande, y en esos pocos casos no había dicho más que unas cuantas frases.

Hubiera preferido enfrentarse él solo con cien enemigos que tener que ponerse ante un público y arriesgarse a recibir su desaprobación.

No sabía qué iba a decir ni siquiera un momento antes de abrir la boca. Pero cuando empezó, las palabras fluyeron por sí mismas. A pesar de ello, se sentía tan nervioso que no fue capaz de recordar gran cosa de lo que había dicho. El discurso pasó con la velocidad de un relámpago, y lo que más recordaba era el calor y el sudor, los rugidos de los guerreros cuando se enteraron de lo que le había sucedido a Nasuada, los vítores después de que Eragon los animara a conseguir la victoria y los gritos de euforia cuando hubo terminado.

Entonces, aliviado, saltó del carro al suelo y fue hasta Arya y Orik, que lo esperaban al lado de Saphira.

En cuanto llegó a su lado, los guardias formaron un círculo alrededor de ellos para aislarlos de la multitud y retener a los que se acercaban para hablar con él.

—¡Bien dicho, Eragon! —lo felicitó Orik, dándole una palmada en el hombro.

—¿Sí? —preguntó él, sintiéndose un tanto mareado.

—Has estado muy elocuente —dijo Arya.

Eragon se encogió de hombros, incómodo. Se sentía intimidado por que Arya había conocido a casi todos los líderes de los vardenos, y no podía evitar pensar que Ahihad o su predecesor, Deyno, lo hubieran hecho mucho mejor que él.

Orik tiró de su manga para llamarle la atención. Eragon lo miró. El enano, en voz baja, le dijo:

—Espero que lo que encuentres allí valga la pena, amigo. Pero ten cuidado y no os dejéis matar, ¿eh?

—Lo intentaré.

Para sorpresa de Eragon, Orik lo agarró del brazo y le dio un fuerte abrazo.

—Que Gûntera te proteja. —Cuando se separaron, Orik le dio una palmada a Saphira en el costado—. Y tú también, Saphira. Que tengáis un viaje tranquilo y sin incidentes.

La dragona respondió con un profundo sonido gutural.

Eragon miró a Arya. De repente se sentía torpe, incapaz de pensar en nada que decirle que no fuera una obviedad. La belleza de sus ojos seguía cautivándolo: el efecto que tenía sobre él no cesaba.

Entonces la elfa le puso las manos sobre las mejillas y le dio un beso formal en la frente. Eragon se quedó perplejo.


Guliä waíse medh ono
, Argetlam. Que la suerte te acompañe, Mano de Plata.

Cuando Arya apartó sus manos del rostro de Eragon, este las tomó entre las suyas.

—No nos va a pasar nada malo. No lo permitiré. Ni siquiera aunque Galbatorix nos esté esperando allí. Si tengo que hacerlo, te prometo que partiré montañas enteras con las manos desnudas, pero te juro que regresaremos sanos y salvos.

Antes de que Arya respondiera, Eragon le soltó las manos y trepó sobre Saphira. La multitud volvió a lanzar vítores al ver que Eragon se instalaba en la silla de montar. Lo saludaban con la mano y empezaron a patear el suelo y a hacer chocar los escudos con las empuñaduras de las espadas.

Eragon vio que Blödhgarm y los demás elfos se habían reunido formando un círculo cerrado, medio ocultos tras un pabellón cercano.

Les dirigió un gesto con la cabeza y ellos respondieron igual. El plan era sencillo: él y Saphira se elevarían en el aire para patrullar, como hacían tantas veces cuando el ejército estaba marchando, pero después de dar unas cuantas vueltas por encima del campamento, la dragona se metería en una nube. Allí, Eragon pronunciaría un hechizo que los haría invisibles. Los elfos crearían las imágenes que reemplazarían a Eragon y a Saphira mientras ellos continuaban su viaje, y serían esas imágenes lo que cualquier persona que estuviera mirando desde el suelo vería salir de la nube. Con un poco de suerte, nadie notaría la diferencia.

Eragon, con movimientos hábiles, gracias a la experiencia, se ajustó las tiras de cuero alrededor de las piernas y comprobó que llevaba las alforjas bien cerradas y atadas. Prestó una atención especial a la de la izquierda, pues allí —bien envuelto entre telas y sábanas— había puesto el cofre forrado de terciopelo que contenía el corazón de corazones de Glaedr, su eldunarí.

Partamos
—dijo el anciano dragón.

¡A Vroengard!
—exclamó Saphira.

El mundo se volvió del revés cuando Saphira saltó del suelo.

Eragon sintió un latigazo de aire provocado por el fuerte batir de las alas de la dragona. Juntos, se elevaron en el cielo.

Eragon se sujetó con fuerza a la espina de delante de la silla y bajó la cabeza para ofrecer menos resistencia al viento mientras clavaba la mirada en el pulido cuero de la silla de montar. Respiró profundamente y procuró dejar de preocuparse por lo que les esperaba y por lo que acababan de dejar atrás. Ahora no podía hacer otra cosa que esperar; esperar y desear que Saphira pudiera volar a Vroengard y regresar antes de que el Imperio volviera a atacar a los vardenos; desear que Roran y Arya estuvieran a salvo, y que, de alguna manera, fuera capaz de rescatar a Nasuada; y desear, también, haber tomado la decisión correcta al ir a Vroengard, pues el momento de enfrentarse con Galbatorix ya estaba muy cerca.

El tormento de la incertidumbre

Nasuada abrió los ojos.

Lo primero que vio fue un techo abovedado cubierto de mosaicos con motivos rojos, azules y dorados que formaban un complicado dibujo que lo abarcaba todo. Su mirada quedó atrapada por él durante un buen rato.

Luego, con esfuerzo, consiguió apartar los ojos de allí.

En algún lugar, a sus espaldas, había una fuente de luz que ofrecía una iluminación anaranjada y que dejaba a la vista una sala octogonal.

Pero era una luz tenue, que no conseguía borrar las sombras que se proyectaban en las esquinas, arriba y abajo.

Tragó saliva y se dio cuenta de que tenía la garganta seca.

Estaba tumbada sobre una superficie fría, suave y muy dura. Al tacto de las plantas de los pies le parecía piedra. Sentía un frío terrible metido en los huesos, y eso hizo que se diera cuenta de que lo único que llevaba puesto era el fino camisón blanco con que dormía.

«¿Dónde estoy?»

Los recuerdos regresaron a su mente de inmediato, sin orden ni concierto: un galope involuntario que todavía le resonaba en la cabeza con una fuerza que era casi física.

Aguantó la respiración e intentó sentarse —retorcerse, escapar, luchar si tenía que hacerlo—, pero no pudo moverse más que unos centímetros a cada lado. Unas argollas acolchadas la sujetaban por las muñecas y los tobillos a la losa de piedra, impidiéndole todo movimiento. Movió con energía las manos y las piernas, pero las argollas eran demasiado fuertes para que pudiera romperlas.

Nasuada soltó aire y se quedó inmóvil, mirando el techo. Se sentía el pulso en los oídos, veloz. Tenía un calor insoportable: las mejillas le ardían, y notaba las manos y los pies hinchados.

«Parece que así es como voy a morir.»

Por un momento la desesperanza y la tristeza la embargaron. Casi no había empezado a vivir la vida, y ya estaba a punto de acabar. E iba a hacerlo de la manera más vil y miserable de todas. Y, lo que era aún peor, no había conseguido llevar a cabo ninguna de las cosas que había deseado hacer. Su único legado eran los carros de avituallamiento, las batallas y los cuerpos de los muertos; las estrategias, demasiado numerosas para recordarlas; los juramentos de amistad y de lealtad que valían menos que la promesa de un comediante, y un ejército variopinto y vulnerable al que ahora dirigía un Jinete más joven incluso que ella. Le pareció que era un pobre legado para que su nombre se recordara. Ella era la última de los suyos.

Cuando muriera, no quedaría nadie para continuar la familia.

Ese pensamiento le dolió, y se recriminó no haber tenido hijos cuando podía.

—Lo siento —dijo en un susurro, viendo el rostro de su padre delante de ella.

Pero luego decidió dejar a un lado esos sentimientos. El único control que podía ejercer en ese momento era sobre sí misma, y no estaba dispuesta a renunciar a él para sucumbir a sus dudas, sus miedos y remordimientos. Mientras pudiera dirigir sus pensamientos y sus sentimientos, no estaría del todo perdida. Esa era la más pequeña de las libertades —la de disponer de la propia mente—, pero se sintió agradecida de tenerla. Saber que quizá muy pronto incluso esa libertad le fuera arrebatada hizo que su determinación fuera incluso mayor.

En cualquier caso, todavía tenía un deber que cumplir: resistir durante el interrogatorio. Y para ello, necesitaba disponer del control absoluto de sí misma. Si no, pronto la vencerían.

Ralentizó la respiración y se concentró en el flujo regular de aire que le entraba y le salía por las fosas nasales, dejando que esa sensación borrara todas las demás. Cuando se sintió lo bastante tranquila, quiso decidir qué era lo mejor a lo que podía dedicar sus pensamientos. Había muchos temas peligrosos, tanto para ella, los vardenos y sus aliados como para Eragon y Saphira. No repasó mentalmente los asuntos que debía evitar, pues eso podría ofrecer a sus captores la información que querían en ese mismo momento. Así que eligió unos cuantos pensamientos que le parecían benignos y se esforzó en olvidar los demás. Se esforzó por convencerse a sí misma que todo lo que ella era, o había sido, tenía que ver solo con esos pocos pensamientos.

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