Legado (90 page)

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Authors: Christopher Paolini

¿Qué deberíamos hacer entonces, Ebrithil?

Esperar que Galbatorix no mate a Blödhgarm ni a los otros (al menos no de inmediato) y seguir hasta que encontremos al rey.

Arya asintió, pero Eragon notó que aquello le parecía de mal gusto.

No podía culparla; él sentía lo mismo.

—¿Por qué no has detectado la trampa? —le preguntó a Elva en voz baja. Creía saber el motivo, pero quería oírselo decir a ella.

—Porque no les ha hecho ningún daño —respondió la niña.

Él asintió.

Arya retrocedió hasta las puertas doradas y volvió a agarrar la manija de la izquierda. Elva fue a su lado y agarró con su manita el mango de la
dauthdaert
.

Arya tiró de la puerta con fuerza, curvando el cuerpo hacia el exterior, y la enorme estructura empezó a abrirse. Eragon estaba seguro de que ningún humano podría haberla abierto, y sin embargo, la fuerza de Arya bastó.

Cuando la puerta llegó a la pared, Arya la soltó y tanto ella como Elva volvieron junto a Eragon, que esperaba delante de Saphira.

Al otro lado se abría una cámara inmensa y oscura. Eragon no estaba seguro de cuánto mediría, porque las paredes estaban ocultas entre sombras aterciopeladas. Hileras de luces sin llama montadas sobre varas de hierro flanqueaban el vestíbulo, iluminando el suelo y poco más, mientras que de los cristales que formaban el alto techo salía una tenue claridad. Las dos filas de luces acababan a casi doscientos metros de distancia, cerca de la base de una ancha tarima en la que descansaba un trono. En el trono había una única figura negra, la única persona que había en toda la sala, y en el regazo tenía una espada desnuda, una hoja larga y blanca que parecía emitir un suave resplandor.

Eragon tragó saliva y apretó la empuñadura de
Brisingr
con la mano. Acarició el morro de Saphira con el borde del escudo en un rápido movimiento, y ella, como respuesta, agitó la lengua en el aire.

Luego, como si se hubieran puesto de acuerdo, los cuatro reanudaron la marcha.

En cuanto los cuatro estuvieron dentro del salón del trono, las puertas doradas se cerraron de golpe tras ellos. Eragon ya se lo esperaba, pero aun así el estruendo le sobresaltó. El ruido aún resonaba en la lúgubre cámara y la figura sentada al trono se agitó, como si despertara de un trance, y entonces una voz —una voz que no se parecía a nada que hubiera oído Eragon anteriormente, rica y profunda, y con un tono de autoridad mayor que la de Ajihad, Oromis o Hrothgar, una voz que hacía que hasta la de los elfos pareciera dura y disonante— les recibió desde el otro extremo del salón del trono.

—Ah, os esperaba. Bienvenidos a mi morada. Y bienvenidos vosotros en particular, Eragon
Asesino de Sombra
y Saphira
Escamas Brillantes
. Hace mucho tiempo que deseaba conoceros.

Pero también me alegro de verte a ti, Arya, hija de Islanzadí, y también Asesina de Sombra, y a ti también, Elva,
la de la Frente Brillante.
Y por supuesto a Glaedr, Umaroth, Valdr y todos los otros que viajan ocultos con vosotros. Os creía muertos desde hace mucho tiempo; me alegra saber que no es así. ¡Bienvenidos, todos! Tenemos mucho de lo que hablar.

En el fragor de la batalla

Roran, rodeado por los guerreros de su batallón, se abrió paso desde la muralla exterior de Urû’baen hasta las calles de la ciudad. Allí hicieron una pausa para reagruparse.

—¡A las puertas! —gritó entonces, señalando con el martillo.

Él y varios hombres de Carvahall, entre ellos Horst y Delwin, se pusieron a la cabeza del grupo, corriendo a lo largo de la base de la muralla hacia la brecha que habían abierto los elfos con su magia. Las flechas volaban sobre sus cabezas al correr, pero ninguna iba dirigida a ellos específicamente, y no oyó que ninguno de su grupo resultara herido.

Se encontraron con decenas de soldados en el estrecho espacio entre la muralla y las casas de piedra. Algunos se detuvieron a luchar, pero el resto salió corriendo, e incluso los que les plantaron cara acabaron retirándose enseguida por los callejones contiguos.

Al principio la intensidad salvaje de la matanza y la victoria cegó a Roran, que no veía nada más. Pero al observar que los soldados con los que se iban encontrando seguían huyendo, la sensación de intranquilidad empezó a reconcomerle y se puso a mirar alrededor con gran atención, en busca de cualquier cosa que fuera diferente de lo esperado.

Algo no iba bien. Estaba seguro.

—Galbatorix no les dejaría rendirse tan fácilmente —murmuró.

—¿Qué? —preguntó Albriech, que estaba a su lado.

—He dicho que Galbatorix no les dejaría rendirse tan fácilmente. —Y, volviendo la cabeza, gritó al resto del batallón—: ¡Afinad el oído y estad muy atentos! Apuesto a que Galbatorix nos preparara alguna sorpresa. Pero no dejaremos que nos pille desprevenidos, ¿verdad?

—¡
Martillazos
! —gritaron todos, en señal de aprobación, y golpearon las armas contra los escudos. Todos menos los elfos, claro. Satisfecho, Roran aceleró el paso, sin dejar de escrutar los tejados.

Muy pronto llegaron a la calle cubierta de escombros que llevaba a lo que antes era la puerta principal de la ciudad. Ahora lo único que quedaba era un enorme agujero de decenas de metros de ancho en lo alto, y un montón de piedras en la base. Por el agujero no dejaban de entrar los vardenos y sus aliados: hombres, enanos, úrgalos, elfos y hombres gato, luchando todos, hombro con hombro, por primera vez en la historia.

Una lluvia de flechas les recibió al entrar en la ciudad, pero la magia de los elfos detuvo los mortíferos dardos antes de que pudieran hacer mella en ellos. Los soldados de Galbatorix no podían decir lo mismo: Roran vio unos cuantos que caían alcanzados por las flechas de los vardenos, aunque algunos parecía que tenían defensas que los protegían. Los favoritos de Galbatorix, supuso.

Mientras su batallón se unía al resto del ejército, Roran localizó a Jörmundur a caballo entre la aglomeración de guerreros. Roran le saludó de lejos.

—Cuando lleguemos a esa fuente —respondió Jörmundur, tras devolverle el saludo, señalando con la espada hacia un vistoso edificio situado en un patio a varios cientos de metros—, llévate a tus hombres hacia la derecha. Limpiad la zona sur de la ciudad y luego reuniros con nosotros de nuevo en la ciudadela.

Roran asintió, exagerando el movimiento para que Jörmundur le viera bien.

—¡Sí, señor!

Se sentía más seguro ahora que estaba en compañía de los otros guerreros, pero seguía teniendo aquella sensación de intranquilidad.

«¿Dónde están?», se preguntó, mirando a la embocadura de las calles desiertas. Se suponía que Galbatorix había concentrado a todos sus ejércitos en Urû’baen, pero Roran aún no había visto ni rastro de grandes tropas. Habían encontrado un número sorprendentemente reducido de soldados en las murallas, y los que allí estaban habían salido corriendo mucho más rápido de lo esperado.

«Nos está atrayendo hacia el interior —dedujo, con una repentina certeza—. Todo esto es un truco.» Y volvió a llamar la atención de Jörmundur.

—¡Algo va mal! —gritó—. ¿Dónde están los soldados?

Jörmundur frunció el ceño y se giró para hablar con el rey Orrin y la reina Islanzadí, que le habían alcanzado montados en sus caballos.

Ella llevaba sobre el hombro izquierdo un extraño cuervo blanco, que se sostenía clavando las garras en la armadura dorada de la reina.

Y los vardenos seguían avanzando cada vez más hacia el interior de Urû’baen.

—¿Qué pasa,
Martillazos
? —gruñó Nar Garzhvog, abriéndose paso hacia Roran.

Roran levantó la mirada hacia la enorme cabeza del kull.

—No estoy seguro. Galbatorix…

Pero se le olvidó lo que iba a decir: un cuerno sonó entre los edificios, por delante de ellos, y resonó durante casi un minuto con un tono grave que no presagiaba nada bueno y que hizo que los vardenos se detuvieran y miraran a su alrededor con preocupación.

A Roran se le encogió el corazón.

—Ahí está —le dijo a Albriech. Luego se dio la vuelta y agitó el martillo, dirigiéndose hacia un lado de la calle—. ¡Apartaos! —gritó—. ¡Escondeos entre los edificios y poneos a cubierto!

Su batallón tardó más en separarse de la columna de guerreros de lo que había tardado en unirse a ella. Roran siguió gritando, desesperado, para que se dieran prisa.

—¡Más rápido, hatajo de perros lastimeros! ¡Rápido!

El cuerno volvió a sonar, y por fin Jörmundur dio el alto a sus tropas.

Para entonces los guerreros de Roran ya estaban seguros, apiñados en tres calles, apostados tras los edificios, a la espera de órdenes. Roran estaba junto al lateral de una casa, con Garzhvog y Horst, sacando la cabeza por la esquina para ver qué sucedía.

De nuevo sonó el cuerno, y por toda la ciudad resonaron las pisadas de multitud de pies.

Roran se quedó de piedra al ver una formación interminable de soldados marchando desde la ciudadela, en filas ordenadas y a paso ligero, con una expresión en la cara que no reflejaba ni el más mínimo temor. A la cabeza iba un hombre bajo y de anchos hombros a lomos de un corcel gris. Llevaba una brillante coraza que sobresalía un palmo, probablemente para hacer sitio a una gran barriga. En la mano izquierda portaba un escudo pintado con un emblema que mostraba una torre derrumbándose sobre una montaña de piedra desnuda. En la mano derecha llevaba una maza con púas que muchos hombres habrían tenido problemas para levantar siquiera del suelo, pero que él agitaba adelante y atrás sin dificultad aparente.

Roran se humedeció los labios. Aquel tipo no podía ser otro que Lord Barst, y aunque solo la mitad de todo lo que había oído sobre aquel hombre fuera cierto, Barst nunca se habría lanzado directamente contra una fuerza enemiga, a menos que estuviera segurísimo de poder destruirla.

Roran ya había visto bastante. Dio un paso adelante y dijo:

—No vamos a esperar. Decidles a los otros que nos sigan.

—¿Quieres decir que huyamos,
Martillazos
? —respondió Nar Garzhvog con un rugido.

—No. Quiero decir que ataquemos por el flanco. Solo un loco atacaría a un ejército como ese de frente. ¡Vamos! —Le dio un empujón al úrgalo y luego corrió por la calle transversal para tomar posiciones al frente de sus guerreros. «Y solo un loco se enfrentaría cara a cara con el hombre elegido por Galbatorix para dirigir su ejército», pensó.

Mientras se abrían paso por entre las abigarradas construcciones, Roran oyó que los soldados empezaban a vitorear a su líder:

—¡Lord Barst! ¡Lord Barst! ¡Lord Barst! —gritaban, al tiempo que pateaban el suelo con sus botas tachonadas y golpeaban las espadas contra los escudos.

«Esto se pone aún mejor», pensó Roran, que habría deseado estar en cualquier otro lugar.

Entonces los vardenos respondieron a los vítores: el aire se llenó de gritos de «¡Eragon!» y «¡los Jinetes!», y la ciudad resonó con el choque de los metales y los gritos de los soldados heridos.

Cuando le pareció que su batallón estaba a la altura del ejército del Imperio, Roran los hizo girar y lanzarse en dirección a sus enemigos.

—Mantened la formación —ordenó—. Formad una pared con los escudos y, hagáis lo que hagáis, aseguraros de proteger a los hechiceros.

Muy pronto vieron a los soldados pasando por la calle —lanceros, sobre todo—, apretados unos contra otros mientras avanzaban hacia el frente.

Nar Garzhvog soltó un rugido atronador y lo mismo hicieron Roran y los otros guerreros del batallón, al tiempo que cargaban contra las filas enemigas. Los soldados gritaron, alarmados, y el pánico se extendió entre ellos mientras retrocedían a trompicones, pisándose unos a otros en su búsqueda de espacio para luchar.

Con un grito, Roran cayó sobre la primera fila de hombres y la sangre lo cubrió todo a medida que agitaba el martillo, llevándose por delante metal y hueso. Los soldados estaban tan apretados que prácticamente no se podían defender. Mató a cuatro de ellos antes de que uno consiguiera atacarle con la espada, y él bloqueó el golpe con el escudo.

Al otro lado de la calle, Nar Garzhvog derribó a seis hombres de un solo mazazo. Los soldados se disponían a ponerse de nuevo en pie, haciendo caso omiso a unas lesiones que debían de haberles dejado tendidos en el suelo si sintieran dolor, y Garzhvog volvió a golpear, haciéndolos picadillo.

Roran no podía prestar atención a nada más que los hombres que tenía delante, el peso del martillo y los resbaladizos adoquines cubiertos de sangre que tenía bajo los pies. Rompió y aporreó; esquivó y arremetió; gruñó y gritó, mató y mató y mató…, hasta que, sorprendido, se encontró asestando martillazos contra el aire. El martillo golpeó contra el suelo, levantando chispas de los adoquines, y sintió una dolorosa sacudida en el brazo.

Roran sacudió la cabeza y recuperó la claridad de ideas; se había abierto camino a través de la masa de soldados, atravesándola por completo.

Dio media vuelta y vio que la mayoría de sus guerreros seguían combatiendo a soldados a diestro y siniestro. Soltó otro grito y volvió a meterse en la refriega.

Tres soldados le cercaron: dos con lanzas y uno con una espada.

Roran se lanzó hacia el de la espada, pero se resbaló al pisar algo blando y húmedo. Aun así, al caer dirigió el martillo a los tobillos del hombre que tenía más cerca. El soldado trastabilló hacia atrás y a punto estaba de dejar caer la espada sobre Roran cuando una elfa apareció con un salto y, con dos rápidos mandobles, los degolló a los tres.

Era la misma elfa con la que había hablado fuera de las murallas, solo que ahora estaba cubierta de sangre. Antes de que pudiera darle las gracias, ella se alejó a toda prisa, agitando la espada y abatiendo a otros soldados.

Después de haberlos visto en acción, Roran decidió que cada elfo valía al menos por cinco hombres, sin contar con su capacidad para lanzar hechizos. En cuanto a los úrgalos, hacía lo posible por mantenerse apartado de ellos, especialmente de los kull. Una vez excitados, no parecían distinguir muy bien amigos de enemigos, y los kull eran tan grandes que fácilmente podían matar a alguien sin proponérselo. Vio que uno de ellos había matado a un soldado aplastándolo entre la pierna y la fachada de un edificio, sin darse cuenta siquiera. En otra ocasión, uno decapitó a un soldado sin querer, dándole con el escudo al dar media vuelta.

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