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Authors: Christopher Paolini


¡Verma!

Eragon entrecerró los ojos y se dio la vuelta al ver una llama azul que se encendía entre la lanza y la puerta. Incluso a unos metros de distancia se sentía el calor que emanaba.

Arya hizo una mueca del esfuerzo, apoyó la hoja de la lanza contra la puerta y fue cortando el hierro lentamente. De la hoja salían chispas y gotas de metal fundido que iban cayendo al suelo como la grasa de un caldero, provocando que Eragon y los demás se echaran atrás.

Mientras tanto, él miró en dirección a Espina y el doble de Saphira.

No los veía, pero aún oía sus rugidos y el ruido de los edificios al romperse.

Elva se apoyó en él y, al mirarla, Eragon vio que estaba temblando y sudando, como si tuviera fiebre. Se arrodilló a su lado.

—¿Quieres que te lleve?

Ella negó con la cabeza.

—Estaré mejor cuando estemos dentro, lejos de… eso —dijo, señalando el campo de batalla.

En los extremos del patio, Eragon vio unas cuantas personas —no parecían soldados— de pie, en los huecos entre las casas, observándolos.

Espántalos, ¿quieres?
—le pidió a Saphira.

La dragona giró la cabeza y emitió un gruñido profundo, y los mirones salieron despavoridos.

Cuando la fuente de chispas y metal incandescente cesó, Arya le dio unas patadas a la portezuela hasta que —a la tercera— cayó hacia dentro, aterrizando sobre el cuerpo del guardián. Un segundo más tarde, se extendió un olor a lana y piel quemadas.

Aún con la
dauthdaert
en la mano, Arya atravesó la oscura puerta.

Eragon contuvo la respiración. Pese a las defensas que hubiera podido aplicar Galbatorix a la ciudadela, la
dauthdaert
debería permitirle pasar sin sufrir ningún daño, del mismo modo que le había posibilitado abrir la portezuela. Pero siempre cabía la opción de que el rey hubiera lanzado un hechizo que la
dauthdaert
no pudiera contrarrestar.

Arya entró en la ciudadela y, para alivio de Eragon, no ocurrió nada.

Entonces una veintena de soldados se lanzaron contra ella, picas en ristre. Eragon desenvainó
Brisingr
y corrió hacia la portezuela, pero no se atrevió a cruzar el umbral y entrar en la ciudadela con ella; aún no.

Blandiendo la lanza con la misma destreza que la espada, Arya se abrió paso entre aquellos hombres, despachándolos a una velocidad impresionante.

—¿Por qué no la has advertido? —exclamó Eragon, sin apartar los ojos del combate.

Elva atravesó el hueco de la puerta y se situó a su lado.

—Porque no le harán daño.

Aquellas palabras resultaron ser proféticas; ninguno de los soldados consiguió alcanzarla. Los dos últimos intentaron huir, pero Arya saltó tras ellos y los degolló cuando apenas habían recorrido diez metros por el inmenso vestíbulo, que era aún mayor que los cuatro pasillos principales de Tronjheim.

Arya apartó los cuerpos de todos los soldados para facilitar la entrada por la portezuela. Luego se adentró más de diez metros por el pasillo, dejó la
dauthdaert
en el suelo y se la lanzó a Eragon deslizándola por el suelo.

En el momento de posar la lanza se tensó, como preparándose para un duro golpe, pero no parecía que le afectara la magia de la zona.

—¿Notas algo? —dijo Eragon, en la distancia. Su voz resonó en el interior del corredor.

Ella negó con la cabeza.

—Mientras nos mantengamos apartados de la puerta, no deberíamos tener problemas.

Eragon le dio la lanza a Blödhgarm, que la cogió y entró. Arya y el elfo peludo examinaron las salas a ambos lados de la puerta y activaron los mecanismos ocultos para abrirla, tarea que dos humanos nunca habrían podido desempeñar.

El ruido metálico de las cadenas invadió el ambiente, y las gigantescas puertas de hierro se fueron abriendo lentamente hacia el exterior.

Cuando el hueco fue lo bastante grande como para que entrara Saphira, Eragon gritó:

—¡Alto!

Las puertas se detuvieron.

Blödhgarm salió de la sala de la derecha y, manteniéndose a una distancia segura del umbral, lanzó la
dauthdaert
a otro de los elfos.

De este modo fueron entrando a la ciudadela, uno a uno.

Cuando solo Eragon, Elva y Saphira seguían en el exterior, se oyó un terrible rugido en la zona norte de la ciudad y, por un momento, todo Urû’baen quedó en silencio.

—Han descubierto nuestro engaño —gritó el elfo Uthinarë, que le pasó la lanza a Eragon—. ¡Rápido, Argetlam!

—Ahora tú —le dijo Eragon a Elva, entregándole la lanza.

Con la lanza prácticamente en brazos, la niña corrió hasta donde estaban los elfos y luego se la devolvió a Eragon, que la cogió y atravesó el umbral. Al girarse, vio, alarmado, que Espina se elevaba por encima de los edificios en el otro extremo de la ciudad. El chico hincó una rodilla en el suelo, posó la
dauthdaert
y se la lanzó a Saphira.

—¡Rápido! —gritó.

Saphira perdió unos segundos tanteando la lanza, intentando cogerla con la punta del hocico. Por fin consiguió agarrarla entre los dientes y saltó al enorme pasillo, apartando los cuerpos de los soldados hacia los lados.

A lo lejos, Espina rugía y agitaba las alas con rabia, acercándose a toda velocidad a la ciudadela.

Los dos a la vez, Arya y Blödhgarm pronunciaron un hechizo.

Oyeron un estruendo ensordecedor y las puertas de hierro se cerraron mucho más rápido de lo que se habían abierto. Retumbaron con tal fuerza que Eragon sintió el impacto a través de los pies, y luego una barra de metal —de un metro de grosor y dos de anchura— se deslizó desde cada pared y se introdujo en las abrazaderas fijadas al interior de las puertas, asegurándolas.

—Eso debería entretenerlos un rato —dijo Arya.

—No mucho —intervino Eragon, mirando la portezuela abierta.

Entonces se volvieron a ver qué los aguardaba.

Eragon calculó que el corredor seguiría unos cuatrocientos metros, así que debía de llevar a las profundidades de la montaña situada tras la ciudad. En el extremo opuesto había otras puertas, tan grandes como las primeras, pero con una cobertura de oro repujado que emitía unos preciosos brillos a la luz de las luces sin llama situadas a intervalos regulares por la pared. Decenas de pasillos más estrechos se extendían hacia ambos lados y, aunque Saphira habría podido pasar por muchos de ellos, ninguno tenía el tamaño necesario para el paso de Shruikan. Cada treinta metros más o menos colgaban banderolas bordadas con la silueta de la llama retorcida que usaba Galbatorix como escudo. Por lo demás, el corredor estaba vacío.

El enorme tamaño de aquel lugar resultaba intimidante, y su desnudez le ponía a Eragon mucho más nervioso. Supuso que la sala del trono estaría al otro lado de las puertas de oro, pero estaba seguro de que acceder sería mucho más difícil de lo que parecía. Si Galbatorix era la mitad de astuto de lo que se suponía, habría sembrado el corredor con decenas —o cientos— de trampas.

Le sorprendía que el rey no los hubiera atacado aún. No sentía el contacto de ninguna mente, salvo las de Saphira y las de sus compañeros, pero notaba bien que estaban muy cerca del rey. Toda la ciudadela parecía estar observándolos.

—Debe de saber que estamos aquí —dijo—. «Todos» nosotros.

—Entonces más vale que nos demos prisa —respondió Arya, que cogió la
dauthdaert
de la boca de Saphira. El arma estaba cubierta de saliva—.
Thurra
—dijo Arya, y toda la saliva cayó al suelo.

Tras ellos, al otro lado de la puerta de hierro, se oyó un potente impacto: el de Espina aterrizando en el patio. Emitió un rugido de frustración, pero luego algo pesado golpeó la puerta y las paredes retumbaron.

Arya se situó al frente del grupo con una carrera ligera y Elva fue a su lado. La niña de oscuros cabellos apoyó una mano en el mango de la lanza —para compartir ella también sus poderes de protección— y las dos emprendieron la marcha, recorriendo el largo pasillo e introduciéndose cada vez más en la guarida de Galbatorix.

Estalla la tormenta

—Señor, es la hora.

Roran abrió los ojos y asintió hacia el chico que, con un farol había metido la cabeza en la tienda. El muchacho se fue y Roran se inclinó a darle un beso a Katrina en la mejilla. Ella también le besó. Ninguno de los dos había dormido.

Se levantaron y se vistieron. Ella acabó antes, ya que él tuvo que ponerse la armadura y cargar con sus armas.

Mientras se ponía los guantes, Katrina le dio una rebanada de pan, un trozo de queso y una taza de té tibio. Él dejó el pan, dio un bocado al queso y se bebió la taza de té de un trago.

Se dieron un corto abrazo.

—Si es una niña, ponle un nombre con fuerza —dijo Roran.

—¿Y si es un niño?

—Lo mismo. Niño o niña, hay que ser fuerte para sobrevivir en este mundo.

—Lo haré. Te lo prometo. —Se soltaron y luego él le miró a los ojos—. Que se te dé bien la lucha, mi amor.

Los hombres a su mando se estaban reuniendo junto a la entrada norte del campamento en el momento en que él llegó. La única luz que había era el leve resplandor del cielo y las antorchas colgadas del parapeto exterior. Con aquella escasa iluminación, las siluetas de los guerreros parecían las de una manada de animales salvajes, amenazantes y extraños.

Entre ellos había una gran cantidad de úrgalos, incluidos algunos kull. Su batallón contenía una proporción de úrgalos mayor que los otros, ya que Nasuada consideraba que era más probable que aceptaran sus órdenes que las de ningún otro. Los úrgalos llevaban a cuestas las largas y pesadas escaleras de asedio que servirían para trepar a las murallas.

Entre la tropa también había unos cuantos elfos. La mayoría de ellos luchaban por su cuenta, pero la reina Islanzadí había autorizado que algunos lucharan en el ejército de los vardenos como protección contra los hechiceros de Galbatorix.

Roran dio la bienvenida a los elfos y se tomó el tiempo necesario para preguntarles a cada uno su nombre. Ellos respondieron con la debida educación, pero tuvo la sensación de que no le tenían en una alta consideración. No le importaba. Él tampoco les tenía especial aprecio. Había algo en ellos que no le inspiraba confianza; eran demasiado distantes, demasiado formales y, sobre todo, demasiado diferentes. A los enanos y a los úrgalos, por lo menos, los entendía.

Pero a los elfos no. Nunca sabía qué estaban pensando, y aquello le molestaba.

—¡Saludos,
Martillazos
! —dijo Nar Garzhvog con un murmullo que podía oírse a treinta pasos—. ¡Hoy conquistaremos una gran gloria para nuestras tribus!

—Sí, hoy conquistaremos una gran gloria para nuestras tribus —confirmó Roran, pasando de largo.

Los hombres estaban nerviosos; algunos de los más jóvenes parecía que estuvieran enfermos —y algunos lo estaban, algo que era de esperar—, pero es que incluso los más veteranos se mostraban tensos, irascibles y demasiado locuaces o reservados. La causa era evidente: Shruikan. Poco podía hacer Roran para ayudarlos, más que ocultar sus propios miedos y esperar que los hombres no perdieran todo su valor.

Los nervios ante lo que se avecinaba eran evidentes en todos, incluido él mismo. Habían sacrificado mucho para llegar a aquel momento, y no eran solo sus vidas lo que iban a arriesgar en la batalla. Era la seguridad y el bienestar de sus familias y descendientes, así como el futuro de la propia tierra. Todos los combates anteriores habían sido peligrosos, pero aquella era la batalla decisiva. Era el final. De un modo o de otro, después de aquel día no habría más guerras en el seno del Imperio.

Aquella idea le parecía casi irreal. No tendrían otra ocasión de acabar con Galbatorix. Y aunque el enfrentamiento con el rey parecía algo lógico en las conversaciones de la noche anterior, ahora que llegaba el momento la perspectiva resultaba aterradora.

Roran buscó a Horst y a sus otros compañeros de Carvahall, y todos ellos formaron un núcleo compacto en el interior del batallón.

Birgit estaba entre los hombres, cargada con un hacha que parecía recién afilada. La saludó levantando el escudo, como habría podido levantar una jarra de cerveza. Ella le devolvió el gesto, y Roran esbozó una sonrisa forzada.

Los guerreros se forraron las botas y los pies con trapos, y luego se quedaron esperando la orden de ponerse en marcha.

La orden llegó enseguida, y salieron del campamento haciendo todo lo posible para evitar que las armas y armaduras hicieran ruido.

Roran guio a sus guerreros por los campos hasta sus puestos frente a las puertas de Urû’baen, donde se unieron a otros dos batallones, uno encabezado por el viejo comandante Martland
Barbarroja
y otro a las órdenes de Jörmundur.

Poco después sonaron las alarmas en Urû’baen, de modo que se quitaron los trapos de las armas y de los pies y se prepararon para el ataque. Unos minutos más tarde los cuernos de los vardenos llamaron a atacar y echaron a correr por la tierra oscura hacia la inmensa muralla de la ciudad.

Roran ocupó su lugar en primera fila de las fuerzas de ataque. Era el modo más rápido de conseguir que le mataran, pero sus hombres necesitaban verle enfrentándose a los mismos peligros que ellos.

Aquello les daría ánimos y evitaría que rompieran filas al primer indicio de resistencia. Porque, pasara lo que pasara, la toma de Urû’baen «no» sería sencilla. De eso estaba seguro.

Dejaron atrás una de las torres de asedio, que tenía unas ruedas de más de seis metros de altura que crujían como unas bisagras oxidadas, y se encontraron en campo abierto. Los soldados de las almenas los recibieron con una lluvia de flechas y jabalinas.

Los elfos gritaron en su extraña lengua y, a la tenue luz del alba, Roran vio muchas de las flechas y de las lanzas desviarse y hundirse en la tierra sin causar ningún daño. Pero no todas. Un hombre que le seguía emitió un grito desesperado, y Roran oyó el ruido metálico de las armaduras de hombres y úrgalos que saltaban para evitar pisar al guerrero caído. No miró atrás ni redujo el ritmo de la carrera hacia la muralla, como tampoco lo hicieron los que le seguían.

Una flecha dio contra el escudo que llevaba sobre la cabeza.

Apenas sintió el impacto.

Cuando llegaron a la muralla, se echó a un lado, gritando:

—¡Escaleras! ¡Dejad espacio a las escaleras!

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