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Authors: Christopher Paolini

Cuando hemos crecido del todo, sí. ¿Qué criatura es más grande que nosotros? Hasta Galbatorix depende de nosotros para ser fuerte.

¿Y qué hay de los Nïdhwals?

Saphira resopló.

Nosotros podemos nadar, pero ellos no pueden volar.

El más anciano de los eldunarís, un dragón llamado Valdr —que significaba «soberano» en el idioma antiguo— les habló directamente solo una vez. De él recibieron una visión de rayos de luz convirtiéndose en ondas en la arena, así como una desconcertante sensación de que todo lo que antes parecía sólido era en realidad espacio vacío. Entonces Valdr les mostró un nido de estorninos durmiendo, y Eragon sintió sus sueños agitándose en sus mentes con la velocidad de un parpadeo. Al principio, Valdr se mostró satisfecho —los sueños de los estorninos parecían pequeñeces, algo nimio y sin consecuencias—, pero luego su estado de ánimo cambió y se volvió cálido y acogedor, y hasta la más pequeña de las preocupaciones de los pajarillos adquirió importancia hasta alcanzar la misma dimensión que las preocupaciones de los reyes.

Valdr prolongó su visión como si quisiera asegurarse de que Eragon y Saphira la conservarían junto al resto de los recuerdos. Sin embargo, ninguno de los dos tenía claro qué era lo que intentaba decirles el dragón, y Valdr se negó a dar más explicaciones.

Cuando por fin apareció Urû’baen, los eldunarís dejaron de compartir sus recuerdos con Eragon y Saphira.

Ahora haríais bien en estudiar la guarida de nuestro enemigo
—les dijo Umaroth.

Así lo hicieron, y Saphira emprendió un largo descenso. Lo que vieron no les animó, ni se animaron cuando Glaedr comentó:
Galbatorix ha construido mucho desde que nos expulsó de este lugar. Las murallas no eran tan gruesas ni tan altas en nuestros tiempos.

Ni Ilirea estaba tan fortificada durante la guerra entre los nuestros y los elfos
—añadió Umaroth—.
El traidor se ha resguardado bien y ha envuelto su guarida en piedra. No creo que salga por voluntad propia.

Es como un tejón escondido en su madriguera, que morderá el morro a cualquiera que intente sacarle.

A kilómetro y medio de la cubierta amurallada y de la ciudad se encontraba el campamento de los vardenos. Era bastante más extenso de lo que Eragon recordaba, lo que le sorprendió hasta que cayó en que la reina Islanzadí y su ejército debían de haber unido por fin sus fuerzas a las de los vardenos. Soltó un suspiro de alivio. Hasta Galbatorix era consciente del poder de los elfos.

Cuando estaba aproximadamente a una legua de las tiendas, los eldunarís ayudaron a Eragon a ampliar el radio de alcance de su mente para escrutar las de los hombres, enanos, elfos y úrgalos congregados en el campamento. Fue un contacto tan leve que nadie lo habría notado, a menos que estuviera observando de un modo explícito, y, en cuanto localizó la melodía característica de los pensamientos de Blödhgarm, se centró solo en el elfo.

Blödhgarm
—dijo—, soy yo, Eragon —dijo, contento de hablar con alguien después de revivir tantas experiencias de tiempos ancestrales.

¡Asesino de Sombra! ¿Estás bien? Tu mente me transmite una sensación extraña. ¿Estás con Saphira? ¿La han herido? ¿Le ha pasado algo a Glaedr?

Ambos están bien, y yo también.

Entonces…
—dijo Blödhgarm, evidentemente confundido.

Pero Eragon le cortó:

No estamos lejos, pero de momento nos hemos escondido de la vista. ¿Los de abajo aún ven aquella imagen mía y de Saphira?

Sí, Asesino de Sombra. Tenemos a Saphira sobrevolando las tiendas a un kilómetro de altura. A veces la ocultamos tras un banco de nubes, o hacemos que parezca que os habéis ido a patrullar, pero no dejamos que Galbatorix piense que os habéis marchado lejos.

Ahora haremos que vuestras imágenes se alejen volando, para que podáis volver entre nosotros sin despertar sospechas.

No. Mejor esperad y mantened vuestros hechizos un poco más.

¿Y eso?

No volvemos directamente al campamento
. —Eragon echó un vistazo al terreno—.
Hay una pequeña colina unos tres kilómetros al sureste. ¿La conoces?

Sí, la veo desde aquí.

Saphira aterrizará detrás. Lleva a Arya, Orik, Jörmundur, Roran, la reina Islanzadí y al rey Orrin hasta allí, pero asegúrate de que no abandonan el campamento todos a la vez. Si pudieras ayudarlos a esconderse, sería perfecto. Tú también deberías venir.

Como desees…, Asesino de Sombra, ¿qué es lo que encontrasteis en…?

¡No! No me preguntes. Sería peligroso pensar en ello aquí. Ven y te lo contaré, pero no quiero decirlo a los cuatro vientos, para que alguien lo oiga.

Entiendo. Iremos en cuanto podamos, pero puede que tardemos un poco, si escalonamos las salidas convenientemente.

Por supuesto. Confío en que harás lo que más convenga.

Eragon interrumpió el contacto y se recostó en la silla. Esbozó una sonrisa imaginándose la expresión de Blödhgarm cuando se enterara de la existencia de los eldunarís.

Levantando un remolino, Saphira aterrizó a los pies de la colina; un rebaño de ovejas, asustadas, se escabulló entre balidos lastimeros.

Mientras plegaba las alas, Saphira miró hacia las ovejas.

Sería fácil cazarlas, ya que no pueden verme
—dijo, relamiéndose.

—Sí, pero eso no sería juego limpio —respondió Eragon, aflojándose las correas de las piernas.

El juego limpio no te llena la barriga.

—No, pero tampoco tienes tanta hambre, ¿no? —La energía de los eldunarís, pese a ser insustancial, le había quitado el apetito.

La dragona soltó un enorme soplido a modo de suspiro.

No, la verdad es que no…

Mientras esperaban, Eragon estiró los doloridos miembros y luego tomó un almuerzo frugal con lo que quedaba de sus provisiones. Sabía que Saphira se había tendido a su lado cuan larga era, aunque no podía verla. Lo único que revelaba su presencia era la forma su cuerpo, impresionada sobre la hierba aplastada, formando un molde de curiosa silueta. No sabía muy bien por qué, pero aquello le pareció divertido.

Mientras comía, echó un vistazo a los campos que rodeaban la colina, observando las espigas de trigo y centeno agitadas por el viento. Unos largos muretes bajos de piedra separaban los campos; los granjeros de la zona debían de haber tardado cientos de años en extraer tantas piedras del suelo.

Por lo menos en el valle de Palancar no teníamos ese problema
—pensó.

Un momento más tarde le volvió a la mente uno de los recuerdos de los viejos dragones, y supo con exactitud la antigüedad de aquellos muretes de piedra; procedían de los tiempos en que los humanos se habían instalado en las ruinas de Ilirea, después de que los elfos hubieran derrotado a los guerreros del rey Palancar. De pronto vio, como si hubiera estado allí, hileras de hombres, mujeres y niños atravesando los campos recién cultivados, cargando con las piedras que habían encontrado entre las ruinas hasta el lugar que ocupaban los muros.

Al cabo de un rato, Eragon dejó que el recuerdo se disipara y abrió la mente a los flujos de energía que circulaban a su alrededor.

Escuchó los pensamientos de los ratones entre la hierba y de las lombrices en el subsuelo, y de los pájaros que revoloteaban sobre su cabeza. Hacer aquello era algo arriesgado, porque podía llamar la atención de cualquier hechicero enemigo que estuviera cerca, pero prefería saber qué tenía cerca, para que nadie pudiera atacarles por sorpresa.

Así fue como detectó que se acercaban Arya, Blödhgarm y la reina Islanzadí, y no se alarmó cuando sintió sus pasos acercándose por la ladera oeste de la colina.

El aire se agitó como el agua de una balsa al viento, y al instante los tres elfos aparecieron ante él. La reina Islanzadí encabezaba el grupo, tan majestuosa como siempre. Portaba una coraza ligera de escamas doradas con un casco decorado con joyas y su capa roja de bordes blancos colgando de los hombros. Una espada larga y fina le colgaba del estrecho cinto. Llevaba una larga lanza de hoja blanca en una mano y un escudo en forma de hoja de abedul —que incluso tenía los bordes dentados, como una hoja— en la otra.

Arya también iba protegida. Había cambiado sus ropas oscuras habituales por una coraza como la de su madre —aunque la de ella era gris como el acero, no dorada— y llevaba un casco decorado con un nudo repujado en la frente y sobre la nariz, así como un par de estilizadas alas de águila que sobresalían desde las sienes.

Comparado con el esplendor del atuendo de Islanzadí, el de Arya era sobrio, pero por eso mismo más mortífero. Juntas, madre e hija eran como un par de cuchillas a juego, una decorada para exposición y la otra preparada para el combate.

Al igual que las dos elfas, Blödhgarm llevaba una coraza de escamas, pero tenía la cabeza al descubierto y no portaba armas, salvo por un pequeño cuchillo en el cinto.

—Muéstrate, Eragon
Asesino de Sombra
—dijo Islanzadí, mirando hacia el lugar donde se encontraba.

Él anuló el hechizo que los ocultaba y luego hizo una reverencia a la reina elfa.

Ella lo escrutó con sus ojos oscuros, estudiándolo como si fuera un caballo de pura raza. Por primera vez, a Eragon no le costó aguantarle la mirada. Pasaron unos segundos.

—Has mejorado,
Asesino de Sombra
.

Él hizo una segunda reverencia, más breve.

—Gracias, majestad. —Como siempre, el sonido de su voz le estremeció. Parecía un murmullo mágico y musical, como si cada palabra formara parte de un poema épico—. Un halago así significa mucho para mí, procediendo de alguien tan sabio y justo como tú.

Islanzadí se rio, mostrando sus largos dientes, y la montaña y los campos se regocijaron con ella.

—¡Y además has ganado en elocuencia! No me habías dicho que se había vuelto tan educado, Arya.

—Aún está aprendiendo —precisó su hija, esbozando una sonrisa—. Me alegro de que hayas vuelto sano y salvo —le dijo a Eragon.

Los elfos les hicieron numerosas preguntas a él, a Saphira y a Glaedr, pero los tres se negaron a dar respuestas hasta la llegada de los demás. Aun así, Eragon pensó que los elfos percibían algo de los eldunarís, y los sorprendió varias veces mirando en dirección al lugar donde se encontraban, aunque no supieran de qué se trataba.

Orik fue el siguiente en llegar. Vino desde el sur montado en un poni lanudo que llegó cubierto de sudor y jadeando.

—¡Ho, Eragon! ¡Ho, Saphira! —gritó el rey enano, levantando un puño. Se dejó caer desde su exhausta montura, se acercó y abrazó a Eragon enérgicamente, dándole unas vigorosas palmadas en la espalda.

Cuando acabaron los saludos —y después de que Orik le frotara el morro a Saphira a modo de caricia—, Eragon preguntó:

—¿Dónde está tu guardia?

Orik hizo un gesto con la cabeza, señalando hacia atrás.

—Trenzándose las barbas en una granja a un par de kilómetros al oeste, y diría que no les hace ninguna gracia. Confío en todos y cada uno de ellos (son miembros de mi mismo clan), pero Blödhgarm me dijo que era mejor que viniera solo, así que solo he venido. Ahora cuéntame. ¿Qué es tanto secreto? ¿Qué descubristeis en Vroengard?

—Tendrás que esperar a que llegue el resto de la comitiva para saberlo —dijo Eragon—. Pero me alegro de volver a verte. —Y le dio una palmadita en el hombro.

Roran llegó a pie poco después, con gesto adusto y cubierto de polvo. Agarró a Eragon por el brazo y le dio la bienvenida; luego se lo llevó a un lado:

—¿Puedes evitar que nos oigan? —dijo, señalando con la barbilla hacia Orik y los elfos.

Eragon no tardó más que unos segundos en formular un hechizo que los protegían de oídos ajenos.

—Hecho —dijo. Al mismo tiempo, separó su mente de la de Glaedr y los otros eldunarís, aunque no de la de Saphira.

Roran asintió y miró hacia los campos.

—He tenido unas palabras con el rey Orrin mientras tú no estabas.

—¿Unas palabras? ¿Y eso?

—Estaba comportándose como un idiota y se lo he dicho.

—Supongo que no reaccionó muy bien.

—Más bien no. Intentó matarme.

—¿Cómo?

—Conseguí desarmarlo con un martillazo antes de que pudiera clavarme la espada, pero si lo hubiera conseguido, me habría matado.

—¿Orrin? —A Eragon le costaba imaginarse al rey haciendo algo así—. ¿Le ofendiste gravemente?

Por primera vez, Roran sonrió, con una mueca fugaz que desapareció rápido bajo la barba.

—Le asusté; no sé si es peor.

Eragon soltó un gruñido y apretó el pomo de la empuñadura de
Brisingr
. Se dio cuenta de que Roran y él estaban copiándose las posturas; ambos tenían la mano en su arma, y ambos apoyaban el peso en la pierna opuesta.

—¿Quién más sabe esto?

—Jörmundur. Estaba allí. Y si Orrin se lo ha contado a alguien…

Con el ceño fruncido, Eragon empezó a caminar arriba y abajo, intentando decidir qué hacer.

—No podía haber pasado en peor momento.

—Lo sé. No querría haber sido tan brusco con Orrin, pero estaba a punto de «presentar sus respetos» a Galbatorix, y otras tonterías así.

Nos habría puesto a todos en peligro. No podía permitirlo. Tú habrías hecho lo mismo.

—Quizá sí, pero esto no hace más que empeorar las cosas. Ahora soy el líder de los vardenos. Un ataque dirigido a ti o a cualquier otro guerrero bajo mi mando es lo mismo que un ataque a mi persona.

Orrin lo sabe, y es consciente de que somos de la misma sangre.

Podría incluso desafiarme.

—Estaba borracho —afirmó Roran—. No creo que pensara lo que hacía cuando desenvainó la espada.

Eragon vio que Arya y Blödhgarm le miraban, intrigados. Dejó de caminar y les dio la espalda.

—Me preocupa Katrina —dijo Roran—. Si Orrin está lo suficientemente enfadado, puede que envíe a sus hombres a por mí o a por ella. En cualquier caso, podría salir lastimada. Jörmundur ya ha puesto un guardia junto a nuestra tienda, pero eso no es protección suficiente.

Eragon sacudió la cabeza.

—Orrin no se atrevería a hacerle daño.

—¿No? No puede hacértelo a ti, y no tiene agallas para enfrentarse a mí directamente, así que, ¿qué le queda? Una emboscada.

Cuchillos en la noche. Para él, matar a Katrina sería un modo fácil de vengarse.

—Dudo que Orrin recurra a un ataque nocturno… o que quiera hacer daño a Katrina.

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