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Authors: Christopher Paolini

Frustrado, recogió un guijarro del suelo y, tal como le había enseñado Eragon, dijo:


Stenr rïsa
.

El guijarro no se movió.

El guijarro «nunca» se movía.

Su esposa y su hijo aún por nacer estaban con los vardenos, y, sin embargo, él no podía hacer nada para matar ni a Murtagh ni a Galbatorix. Apretó los puños y se imaginó rompiendo cosas. Huesos, sobre todo.

«A lo mejor tendríamos que irnos de aquí», pensó. Era la primera vez que se le ocurría algo así. Sabía que había tierras al este, lejos del alcance de Galbatorix, llanuras fértiles donde solo vivían nómadas. Si otros campesinos fueran con Katrina y con él, podrían empezar de nuevo, lejos del Imperio y de Galbatorix. Aunque el simple hecho de haber pensado en aquello le ponía enfermo. Estaría abandonando a Eragon, a sus hombres y a la tierra a la que llamaba hogar. «No, no permitiré que nuestro hijo nazca en un mundo en el que Galbatorix aún campa a sus anchas. Más vale morir que vivir con miedo.»

Por supuesto, aquello no solucionaba el problema de cómo tomar Urû’baen. Hasta entonces siempre había encontrado algún punto débil que explotar. En Carvahall, había sido que los Ra’zac no se esperaran que los aldeanos presentaran batalla. Al enfrentarse al úrgalo Yarbog, habían sido los cuernos de aquella criatura. En Aroughs, los canales.

Pero en Urû’baen no veía puntos débiles, ningún lugar en el que pudiera conseguir que la propia fuerza de sus enemigos se volviera en su contra.

«Si tuviéramos provisiones, esperaría a que se murieran de hambre.

Sería lo mejor. Cualquier otra cosa será una locura», reflexionó. Pero sabía muy bien que la guerra era todo un catálogo de locuras.

«El único medio es la magia —concluyó por fin—. La magia y Saphira. Si conseguimos matar a Murtagh, o Saphira o los elfos tendrán que ayudarnos a superar las murallas.»

Tragó saliva, sintiendo la boca amarga, y aligeró el paso. Cuanto antes montaran el campamento, mejor. Le dolían los pies de tanto caminar, y si iba a morir en una carga sin sentido, al menos quería comer caliente y dormir bien antes.

Los vardenos plantaron sus tiendas a kilómetro y medio de Urû’baen, junto a un pequeño arroyo que desembocaba en el río Ramr.

A continuación, hombres, enanos y úrgalos empezaron a construir defensas, proceso que continuó hasta la noche y que retomaron por la mañana. De hecho, mientras permanecían en un punto, nunca dejaban de trabajar en el refuerzo del perímetro. Los guerreros detestaban aquel trabajo manual, pero les mantenía ocupados y además podía llegar a salvarles la vida.

Todo el mundo pensaba que las órdenes procedían del reflejo de Eragon, pero Roran sabía que en realidad venían de Jörmundur. Desde el secuestro de Nasuada y la partida de Eragon, el viejo guerrero se había ganado su respeto. Jörmundur se había pasado casi toda la vida luchando contra el Imperio, y entendía muy bien sus tácticas y su estrategia. Roran se llevaba bien con él; ambos eran hombres de acero, no de magia.

Y luego estaba el rey Orrin, con quien, una vez levantadas las primeras defensas, había acabado discutiendo. Aquel hombre siempre conseguía enfadarle; si alguien iba a conseguir que los mataran, sería él. Roran sabía que ofender a un rey no era lo más conveniente, pero el muy estúpido quería enviar un mensajero a las puertas de Urû’baen y presentar un desafío formal, tal como habían hecho en Dras-Leona y Belatona.

—¿«Queréis» provocar a Galbatorix? —gruñó Roran—. Si hacemos eso, puede que responda.

—Bueno, por supuesto —dijo el rey Orrin, poniéndose en pie—. Lo correcto es que anunciemos nuestras intenciones y le demos la oportunidad de negociar la paz.

Roran se quedó mirándolo, desconcertado; luego se volvió hacia Jörmundur.

—¿No puedes hacerle razonar?

—Su majestad —dijo Jörmundur—, Roran tiene razón. Sería mejor esperar antes de establecer contacto con el Imperio.

—Pero pueden vernos —protestó Orrin—. Hemos acampado frente a sus murallas. Sería… «de mala educación» no enviar un mensajero para declarar nuestra postura. Ambos sois plebeyos, no espero que lo entendáis. La realeza exige cierto protocolo, aunque estemos en guerra.

A Roran le vinieron ganas de soltar un puñetazo al rey.

—¿Tan engreído sois que creéis que Galbatorix os considera un igual? ¡Bah! Para él no somos más que insectos. No le interesan en absoluto vuestras normas de cortesía. Olvidáis que Galbatorix era un plebeyo, como nosotros, antes de derrocar a los Jinetes. Su protocolo no es el vuestro. No hay nadie como él en el mundo. ¿Y vos pensáis que podéis predecir sus actos? ¿Creéis que podéis aplacarlo? ¡Bah!

Orrin se quedó pálido y tiró a un lado su copa de vino, que fue a impactar contra la esterilla del suelo.

—Vas demasiado lejos,
Martillazos
. Ningún hombre tiene derecho a insultarme de ese modo.

—Tengo derecho a hacer lo que quiera —replicó Roran—. No soy uno de vuestros súbditos. No respondo ante vos. Soy un hombre libre, e insultaré a quien quiera, cuando quiera y como quiera. Incluso a vos.

Sería un error enviar un mensajero, y yo…

Se oyó el chirrido del roce del acero. El rey Orrin había desenvainado. Pero no pilló a Roran del todo desprevenido; el chico tenía la mano en el martillo, y al oír aquel ruido, se lo sacó del cinto.

La hoja del rey emitía un brillo plateado a la tenue luz de la tienda.

Roran vio donde iba a golpear Orrin y se apartó a tiempo. Entonces golpeó la hoja de la espada del rey, que cedió y se le escapó de las manos.

La preciosa arma de Orrin cayó sobre la esterilla con un repiqueteo metálico.

—Señor —gritó uno de los guardas desde el exterior—, ¿estáis bien?

—Solo se me ha caído el escudo —intervino Jörmundur—. No pasa nada.

—Sí, señor.

Roran se quedó mirando fijamente al rey; Orrin tenía una mirada rabiosa. Sin apartar la vista de él, Roran volvió a colgarse el martillo al cinto.

—Contactar con Galbatorix es una estupidez, y es peligroso. Si lo intentáis, mataré a cualquiera que enviéis antes de que llegue a la ciudad.

—¡No te atreverás!

—Sí, lo haré. No permitiré que nos pongáis a todos en peligro para satisfacer vuestro… «orgullo real». Si Galbatorix quiere hablar, sabe dónde encontrarnos. Si no, dejadlo estar.

Roran salió de la tienda hecho una furia. Una vez fuera frenó en seco y se quedó de pie, con las manos en las caderas, mirando las nubes de algodón mientras esperaba que le bajaran las pulsaciones.

Orrin era como un mulo joven: tozudo, confiado y demasiado dispuesto a soltar una coz a la primera ocasión.

«Y bebe demasiado», pensó Roran.

Caminó arriba y abajo frente a la tienda del rey hasta que salió Jörmundur, pero antes de que este pudiera hablar, Roran dijo:

—Lo siento.

—Más te vale —respondió Jörmundur, que se cubrió el rostro con una mano. Luego se sacó una pipa de arcilla de la bolsita que llevaba al cinto y la llenó con semillas de cardo que presionó con la yema del pulgar—. He tardado todo este rato solo para convencerle de que no envíe un mensajero para darte en las narices. —Hizo una breve pausa—. ¿Realmente serías capaz de matar a uno de los hombres de Orrin?

—No lanzo amenazas sin fundamento —respondió Roran.

—Ya, eso me parecía… Bueno, esperemos no llegar a ese punto.

—Jörmundur echó a caminar por el camino entre las tiendas y Roran le siguió. Mientras avanzaban, los hombres iban apartándose y se inclinaban en señal de respeto—. Tengo que admitir que en más de una ocasión he tenido ganas de hacer callar a Orrin —prosiguió, devolviendo los saludos con la mano en la que llevaba la pipa, aún apagada. Luego esbozó una fina sonrisa—. Por desgracia, siempre he preferido ser prudente.

—¿Es así de… intratable desde siempre?

—Hmm. No, no. En Surda era mucho más razonable.

—¿Y qué le ha pasado?

—El miedo, supongo. Hace que los hombres adopten conductas extrañas.

—Ya.

—Puede que te ofenda saberlo, pero tú también te has comportado como un tonto.

—Lo sé. Me he dejado llevar por los nervios.

—Y te has enemistado con un rey.

—Querrás decir con «otro» rey.

Jörmundur soltó una risa contenida.

—Sí, bueno, supongo que cuando tienes a Galbatorix como enemigo personal, todos los demás parecen bastante inocuos. Aun así… —Se detuvo junto a una hoguera y sacó una ramita fina de entre las llamas. Acercó la punta de la rama a la cazoleta de su pipa, aspiró varias veces hasta que prendió y luego volvió a echar la rama al fuego—. Aun así, yo no subestimaría a Orrin y su mal humor. Habría querido matarte allí mismo. Si esta te la guarda, y creo que lo hará, puede que busque la ocasión de vengarse. Pondré un guardia junto a tu tienda los próximos días. Después… —Jörmundur se encogió de hombros.

—Después, puede que todos estemos muertos o convertidos en esclavos.

Caminaron en silencio unos minutos más, Jörmundur dando una calada tras otra a su pipa. Cuando estaban a punto de separarse, Roran dijo:

—Cuando vuelvas a ver a Orrin…

—¿Ajá?

—Quizá puedas decirle que si él o alguno de sus hombres le hacen algún daño a Katrina, le arrancaré las tripas ante todo el campamento.

Jörmundur hundió la barbilla contra el pecho y se quedó pensando un momento. Luego levantó la cabeza y asintió.

—Creo que quizás encuentre el modo de hacerlo,
Martillazos
.

—Te lo agradezco.

—De nada. Como siempre, ha sido un placer.

—Señor…

Roran fue a buscar a Katrina y la convenció para que se llevara la cena a la orilla norte, donde estuvo atento por si Orrin enviaba algún mensajero. Comieron sobre un mantel que la chica extendió sobre la tierra recién removida y luego se sentaron juntos mientras las sombras se iban alargando y las estrellas empezaban a aparecer en el cielo púrpura sobre el voladizo de la ciudad.

—Me alegro de estar aquí —dijo ella, apoyando la cabeza en el hombro de él.

—¿De verdad?

—Es bonito, y te tengo todo para mí —dijo, apretándole el brazo.

Él la atrajo hacia sí, pero en el fondo seguía sintiendo la sombra que se cernía sobre ellos. No podía olvidar el peligro que la amenazaba a ella y al hijo de ambos. Saber que su mayor enemigo estaba a solo unos kilómetros le consumía; sentía unos irrefrenables deseos de salir corriendo, entrar en Urû’baen y matar a Galbatorix.

Pero aquello era imposible, así que sonrió, se rio con ella y escondió su miedo, sabedor de que ella ocultaba el suyo.

«Por lo que más quieras, Eragon —pensó—, más vale que te des prisa, o juro que te perseguiré toda la vida desde mi tumba.»

Consejo de guerra

Durante el vuelo de Vroengard a Urû’baen, Saphira no se enfrentó a tormentas y tuvo la suerte de contar con un viento de cola que hacía que fuera más rápido, ya que los eldunarís le indicaron dónde se encontraban las corrientes más rápidas que, según decían, soplaban casi todos los días del año. Por otra parte, los eldunarís le proporcionaban una energía constante, así que en ningún momento se sintió fatigada.

De este modo, apenas dos días después de abandonar la isla avistaron la ciudad en el horizonte.

En dos ocasiones, cuando el sol estaba en lo más alto, a Eragon le pareció ver la entrada al espacio en el que flotaban los eldunarís, ocultos detrás de Saphira. Tenía el aspecto de un único punto oscuro, tan pequeño que no podía mantener la vista fija en él más de un segundo. Al principio supuso que sería una mota de polvo, pero luego observó que el punto permanecía siempre a la misma distancia de Saphira, y cada vez que lo veía estaba en el mismo lugar.

Durante el vuelo, a través de Umaroth los dragones habían ido vertiendo recuerdos y más recuerdos en las mentes de Eragon y Saphira: un flujo de experiencias, batallas ganadas y perdidas, amores, odios, hechizos, situaciones vividas en todo el territorio, decepciones, logros y valoraciones sobre la evolución del mundo. Los dragones poseían miles de años de conocimientos, y parecían querer compartir hasta el último detalle con ellos.

¡Es demasiado!
—protestó Eragon—.
No podemos recordarlo todo, y mucho menos comprenderlo.

Es cierto
—concedió Umaroth—.
Pero podéis recordar parte, y quizás esa parte sea lo que necesitáis para derrotar a Galbatorix.

Ahora prosigamos.

El torrente de información era apabullante; había veces en las que Eragon sentía que estaba olvidando quién era, porque los recuerdos de los dragones superaban con mucho los suyos propios. Cuando llegaba a ese punto, separaba su mente de la de ellos y se repetía su nombre verdadero mentalmente hasta recobrar la seguridad sobre su identidad.

Las cosas que aprendieron Saphira y él les causaron sorpresa y agitación, y en algunos casos llevaron a Eragon a cuestionarse sus propias creencias. Pero nunca tenía tiempo de entretenerse en esos pensamientos, porque siempre había otro recuerdo que venía detrás.

Sabía que tardaría años en empezar a entender lo que les estaban enseñando los dragones.

Cuanto más aprendía sobre los dragones, más admiración sentía por ellos. Los que habían vivido cientos de años tenían un modo de pensar curioso, y los más ancianos eran tan distintos de Glaedr y Saphira como lo eran ellos dos de los Fanghurs de las montañas Beor. La interacción con estos ancianos les provocaba confusión y desconcierto; se iban de una cosa a otra y hacían asociaciones y comparaciones que Eragon no entendía, pero que sabía que en el fondo tendrían sentido. Raramente entendía lo que intentaban decir, y los dragones ancianos tampoco se dignaban a explicarse en términos que él pudiera entender.

Al cabo de un rato se dio cuenta de que «no podían» expresarse de ningún otro modo. A lo largo de los siglos, sus mentes habían cambiado; lo que para él era sencillo y directo, en muchos casos ellos lo veían complicado, y viceversa. Tenía la impresión de que escuchar sus pensamientos era como escuchar los pensamientos de un dios.

Cuando hizo aquella observación, Saphira rebufó y le dijo:
Hay una diferencia.

¿Cuál?

A diferencia de los dioses, nosotros tomamos parte en los acontecimientos del mundo.

A lo mejor los dioses han decidido actuar sin ser vistos.

Entonces, ¿de qué sirven?

¿Tú crees que los dragones son mejores que los dioses?
—preguntó él, divertido.

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