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Authors: Christopher Paolini

Tal como ocurrió
—confirmó Umaroth—.
Aunque hay otro motivo por el que se ubicó aquí la Cripta de las Almas. El foso que ves ante ti da a un lago de piedra fundida que fluye bajo estas montañas desde el origen del mundo. Aporta el calor que necesitamos para mantener la temperatura necesaria para los huevos, y también nos da la luz precisa para que los eldunarís conservemos nuestra fuerza.

Aún no has respondido a mi pregunta
—insistió Eragon, dirigiéndose a Glaedr—:
¿Por qué ni Oromis ni tú recordabais este lugar?

Fue Umaroth quien respondió:

Porque todos los que sabían de la Cripta de las Almas acordaron borrar lo que sabían de sus mentes y reemplazar el recuerdo por otro falso, entre ellos Glaedr. No fue una decisión fácil, sobre todo para las madres de los huevos, pero no podíamos permitir que nadie fuera de esta cámara supiera la verdad, por si Galbatorix se enteraba a través de ellos. Así que nos despedimos de nuestros amigos y camaradas, sabiendo perfectamente que quizá nunca volveríamos a verlos y que, si pasaba lo peor, morirían convencidos de que nos habíamos perdido en el vacío… Como he dicho, no fue una decisión sencilla. También borramos de nuestro recuerdo los nombres de la roca que marca la entrada a este santuario, igual que habíamos borrado antes los nombres de los trece dragones que habían decidido traicionarnos.

Me he pasado los últimos cien años convencido de que nuestra raza estaba condenada al olvido
—dijo Glaedr—.
Ahora, saber que toda aquella angustia fue para nada… No obstante, me alegro de haber contribuido a salvaguardar a mi raza con mi ignorancia.

¿Cómo es que Galbatorix no se dio cuenta de vuestra desaparición y de la de los huevos?
—preguntó Saphira.

Pensó que habíamos muerto en la batalla. Éramos una pequeña proporción de los eldunarís de Vroengard, tan pocos que nuestra ausencia no levantó sospechas. En cuanto a los huevos, sin duda se enfurecería por su pérdida, pero no tenía motivo para pensar que se tratara de algún truco.

Ah, sí
—recordó Glaedr con tristeza—.
Por eso accedió Thuviel a sacrificarse: para que Galbatorix no se diera cuenta de nuestro engaño.

Pero ¿Thuviel no mató a muchos de los suyos?
—preguntó Eragon.

Lo hizo, y fue una tragedia
—dijo Umaroth—.
No obstante, habíamos acordado que no debía actuar a menos que estuviera claro que la derrota era inevitable. Al inmolarse, destruyó los edificios en los que solíamos guardar los huevos, y también hizo que la isla se volviera tóxica, para asegurarse de que Galbatorix no decidiera instalarse en Vroengard.

—¿Sabía el motivo de su muerte?

En aquel momento no, solo sabía lo necesario. Uno de los Apóstatas había matado el dragón de Thuviel un mes antes. Aunque no podía desaparecer sin más, ya que necesitábamos a todos los guerreros posibles para combatir a Galbatorix, Thuviel ya no deseaba seguir viviendo, así que estaba contento con su sacrificio; le proporcionaría la liberación que tanto anhelaba y al mismo tiempo le permitía contribuir a la causa. Sacrificando su vida, aseguró el futuro de nuestra raza y de los Jinetes. Fue un gran héroe, un valiente, y su nombre algún día sonará en canciones por todos los rincones de Alagaësia.

Y después de la batalla, esperasteis
—dijo Saphira.

Sí, entonces esperamos
—confirmó Umaroth. A Eragon la idea de pasarse más de un siglo en una cámara en las profundidades de la Tierra le provocó un escalofrío—.
Pero no hemos perdido el tiempo.

Cuando nos despertamos del trance, empezamos a tantear el exterior con la mente, al principio despacio y luego con una confianza cada vez mayor, al darnos cuenta de que Galbatorix y los Apóstatas habían abandonado la isla. Nuestra fuerza combinada es grande, y hemos podido observar gran parte de lo que ha ido pasando en el territorio durante todos estos años. No podemos escrutar el terreno como si estuviéramos fuera, pero podemos ver los flujos de energía que se entrecruzan por toda Alagaësia, y en muchos casos podemos escuchar los pensamientos de quienes no ponen defensas a su mente. De ese modo hemos ido recopilando información.

»Con el lento transcurso de los años empezamos a perder la esperanza de que alguien fuera capaz de acabar con Galbatorix.

Estábamos preparados para esperar siglos si hacía falta, pero sentíamos que el poder de ese ladrón de huevos iba en aumento, y nos temíamos que nuestra espera acabara siendo de milenios en lugar de siglos. Decidimos que eso sería inaceptable, tanto por nuestra salud mental como por la salud física de los pequeños aún en los huevos. Se les aplicó un hechizo que hace que sus cuerpos funcionen más despacio, y pueden permanecer como están durante muchos más años, pero no es bueno que pasen demasiado tiempo en el cascarón. Si lo hacen, sus mentes pueden volverse retorcidas y extrañas.

»Así, espoleados por esta preocupación, empezamos a intervenir en los eventos que veíamos. Al principio de un modo muy sutil: un empujoncito aquí, una sugerencia entre susurros allá, una sensación de alarma en alguien que estaba a punto de ser víctima de una emboscada… No siempre nos salió bien, pero pudimos ayudar a los que seguían luchando contra Galbatorix, y con el paso del tiempo fuimos ganando precisión y confianza en nuestras acciones. En contadas ocasiones detectaron nuestra presencia, pero nadie pudo determinar qué o quiénes éramos. Conseguimos organizar la muerte de tres Apóstatas; y cuando no se dejaba llevar por sus pasiones, Brom también nos sirvió de arma.

—¡Ayudasteis a Brom!
—exclamó Eragon.

Lo hicimos, y también a muchos otros. Cuando el humano conocido como Hefring robó el huevo de Saphira de la sala del tesoro de Galbatorix —hace casi veinte años— le ayudamos a escapar, pero fuimos demasiado lejos, porque detectó nuestra presencia y se asustó. Huyó y no volvió con los vardenos, como se suponía. Más tarde, después de que Brom hubiera rescatado tu huevo y de que los vardenos y los elfos empezaran a presentarle jovencitos para intentar encontrar el que te hiciera salir del cascarón, decidimos que debíamos hacer algunos preparativos para cuando llegara el caso. Así que nos dirigimos a los hombres gato, que siempre han sido amigos de los dragones, y hablamos con ellos. Accedieron a ayudarnos, y les pusimos en conocimiento de la roca de Kuthian y del acero brillante de bajo las raíces del árbol Menoa, y luego eliminamos de sus mentes todo recuerdo de nuestra conversación.

—¿Hicisteis todo eso… desde aquí?
—se extrañó Eragon.

Y más. ¿Nunca te has preguntado cómo es que el huevo de Saphira apareció frente a ti cuando estabas en medio de las Vertebradas?

¿Eso fue cosa vuestra?
—exclamó Saphira, tan sorprendida como Eragon.

—Pensé que era porque Brom era mi padre y Arya nos confundió.

Pues no
—dijo Umaroth—.
Los hechizos de los elfos no fallan tan fácilmente. Alteramos el flujo de la magia para que Saphira y tú os pudierais encontrar. Pensamos que había una posibilidad (pequeña, pero posibilidad al fin y al cabo) de que encajaras con ella. Y teníamos razón.

—¿Y por qué no nos habéis traído aquí antes?
—preguntó Eragon.

Porque necesitabais tiempo para entrenaros, o nos arriesgábamos a poner sobre aviso a Galbatorix de nuestra presencia antes de que vosotros y los vardenos estuvierais listos para presentar batalla. Si hubiéramos contactado con vosotros tras la batalla de los Llanos Ardientes, por ejemplo, ¿de qué habría servido, con los vardenos aún tan lejos de Urû’baen?

Se produjo un silencio que duró un minuto. Luego Eragon habló, poco a poco:

—¿Qué más habéis hecho por nosotros?

Unos cuantos empujones, advertencias sobre todo. Visiones de Arya en Gil’ead, cuando necesitaba tu ayuda. La curación de tu espalda durante el Agaetí Blödhren.

¿Les enviasteis a Gil’ead, sin entrenamiento y sin defensas, sabiendo que tendrían que enfrentarse a un Sombra?
—protestó Glaedr, que evidentemente no aprobaba aquello.

Pensamos que Brom estaría con ellos, pero incluso después de que muriera no pudimos pararlos, porque igualmente tenían que ir a Gil’ead para encontrarse con los vardenos.

—Un momento —dijo Eragon—. ¿Sois los responsables de mi…transformación?

En parte. Tocamos el reflejo de tu raza que conjuran los elfos durante la celebración. Aportamos la inspiración, y ella-él aportó la energía para el hechizo.

Eragon bajó la mirada y apretó el puño un momento, no de rabia, sino porque con tantas emociones no podía quedarse quieto. Saphira, Arya, su espada, hasta la forma de su cuerpo… Se lo debía todo a aquellos dragones.


Elrun ono
—dijo. Gracias.

No se merecen, Asesino de Sombra.

—¿También habéis ayudado a Roran?

Tu primo no ha necesitado ninguna ayuda de nuestra parte. —Umaroth hizo una pausa—. Os llevamos observando a ambos, Eragon y Saphira, desde hace muchos años. Os hemos observado mientras crecíais, viendo cómo pasabais de ser unos renacuajos a poderosos guerreros, y ahora estamos orgullosos de todo lo que habéis conseguido. Tú, Eragon, eres todo lo que esperábamos de un nuevo Jinete. Y tú, Saphira, has demostrado ser digna de contarte entre los miembros más distinguidos de nuestra raza.

La alegría y el orgullo de la dragona se mezclaban con los de Eragon. Él hincó una rodilla en el suelo en señal de reverencia, mientras que ella pateó el suelo y bajó la cabeza. El chico sentía ganas de saltar, gritar y celebrarlo, pero no hizo nada de todo aquello.

—Mi espada es vuestra… —se limitó a decir.

Y mis dientes y mis garras
—añadió Saphira.

Hasta el fin de nuestros días
—concluyeron al mismo tiempo—.
¿Qué deseas de nosotros, Ebrithilar?

Umaroth, satisfecho, respondió:

Ahora que nos habéis encontrado, nuestros días de reclusión han acabado; iremos con vosotros a Urû’baen y lucharemos juntos para matar a Galbatorix. Ha llegado el momento de abandonar nuestra guarida y, de una vez por todas, enfrentarnos con ese ladrón de huevos traidor. Sin nosotros, le costaría poco abrir vuestras mentes con la misma facilidad que lo hemos hecho nosotros, ya que tiene muchos eldunarís a su mando.

Yo no puedo llevaros a todos
—advirtió Saphira.

No tendrás que hacerlo
—dijo Umaroth—.
Cinco de nosotros se quedarán para vigilar los huevos, junto a Cuaroc. En caso de que no pudiéramos derrotar a Galbatorix, no alterarán más los flujos de energía, sino que se limitarán a esperar a que vuelvan a darse las circunstancias necesarias para que los dragones puedan volver a Alagaësia. Pero no te preocupes, no seremos una carga para ti, porque te aportaremos la fuerza necesaria para transportar nuestro peso.

—¿Cuántos sois? —preguntó Eragon, recorriendo la sala con la mirada.

Ciento treinta y seis. Pero no te creas que somos superiores a los eldunarís esclavizados por Galbatorix. Somos pocos para eso, y los que fueron elegidos para ocupar esta cripta eran demasiado viejos y valiosos como para arriesgarnos a perderlos en la batalla o demasiado jóvenes e inexperimentados como para participar en ella. Por eso decidí unirme a ellos; yo aporto un puente entre ambos grupos, un punto de contacto necesario. Los viejos y sabios tienen un gran poder, pero sus mentes se pierden por extraños caminos, y a menudo es difícil convencerlos de que se concentren en nada que no sea sus propios sueños. Los jóvenes son más desgraciados: se separaron de sus cuerpos antes de lo que les tocaba, de modo que sus mentes quedan limitadas por el tamaño de su eldunarí, que no puede crecer ni expandirse una vez que abandona la carne. Que eso te sirva de lección, Saphira, para que no te separes tu eldunarí hasta que hayas alcanzado un tamaño respetable o te enfrentes a una verdadera emergencia.

—Así que seguimos en desventaja —dijo Eragon, apesadumbrado.

Sí, Asesino de Sombra. Pero ahora Galbatorix no puede dejarte postrado ante él en el momento en que te vea. Puede que no podamos vencerlos, pero podremos tener ocupados a sus eldunarís el tiempo necesario para que Saphira y tú hagáis lo que debéis. Y tened esperanza; sabemos muchas cosas, muchos secretos sobre la guerra y la magia, y acerca del funcionamiento del mundo. Os enseñaremos lo que podamos, y puede que algo de lo que sabemos os ayude a acabar con el rey.

A continuación, Saphira preguntó por los huevos, y supo que doscientos cuarenta y tres se habían salvado. Treinta y seis estaban listos para vincularse a sus Jinetes; el resto estaban libres. Entonces hablaron sobre el vuelo a Urû’baen. Mientras Umaroth y Glaedr indicaban a Saphira el modo más rápido de llegar a la ciudad, el hombre con cabeza de dragón enfundó la espada, dejó el escudo en el suelo y, uno por uno, empezó a sacar los eldunarís de sus hornacinas en la pared. Colocó cada una de aquellas esferas brillantes en la bolsita de seda sobre la que estaban apoyadas y fue amontonándolas con cuidado en el suelo, junto al foso luminoso. El tamaño del eldunarí más grande era tan inmenso que el dragón de cuerpo metálico no podía rodearlo con los brazos.

Mientras Cuaroc trabajaba y hablaba, Eragon no podía evitar sentirse entre incrédulo y asombrado. Hasta entonces casi no quería creer que pudiera haber otros dragones ocultos en Alagaësia. Y sin embargo ahí estaban, los supervivientes de una era perdida. Era como si las historias de antaño se hubieran hecho realidad, y como si Saphira y él se vieran atrapados en medio de una de ellas.

Las emociones que sentía la dragona eran más complejas. Saber que su raza ya no estaba condenada a la extinción era como haberle quitado la sombra que se cernía sobre su mente —una sombra que la había acompañado siempre—, y la felicidad que la embargaba era tan profunda que daba la impresión de que sus ojos y sus escamas brillaban más de lo normal. Aun así, una curiosa actitud de prudencia matizaba aquella alegría, como si los eldunarís la cohibieran.

Pese a su aturdimiento, Eragon observó el cambio de humor de Glaedr; no parecía haber olvidado del todo su pesar, pero no lo había visto tan feliz desde la muerte de Oromis. Y aunque no se mostraba sumiso ante Umaroth, sí le hablaba con una deferencia que Eragon nunca le había visto antes, ni siquiera al hablar con la reina Islanzadí.

Cuando Cuaroc casi había acabado, Eragon se acercó al borde del foso y miró en su interior. Vio un pozo circular que se hundía en la piedra más de treinta metros, donde daba a una gruta llena de un mar de piedra fundida. El espeso líquido amarillo borboteaba y salpicaba como un caldero de cola hirviendo, y emanaba unos remolinos de humos rosados. A Eragon le pareció ver una luz, como la de un espíritu, revoloteando por la superficie del mar de magma, pero se desvaneció tan rápidamente que no pudo estar seguro.

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