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Authors: Christopher Paolini

—O me volvéis a llevar allí, o iré andando.

Era evidente que ellos estaban en contra, pero al final habían transigido y lo habían trasladado al lugar donde estaba ahora sentado, mirando hacia la plaza.

Tal como se esperaba, los soldados habían perdido todas las ganas de luchar tras la muerte de su comandante, y los vardenos pudieron empujarlos por las callejuelas. A su regreso, Roran se encontró con que los vardenos ya habían liberado un tercio de la ciudad o más, y que se acercaban a la ciudadela a gran velocidad.

Habían sufrido muchas bajas —los muertos y agonizantes cubrían las calles, y las cloacas estaban rojas de la sangre—, pero los recientes avances habían renovado la sensación de victoria en la tropa; Roran lo veía en los rostros de hombres, enanos y úrgalos, aunque no en la de los elfos, que mantenían una expresión fría y furiosa por la muerte de su reina.

A Roran le preocupaban los elfos; los había visto matar a soldados dispuestos a rendirse, pasándolos por la espada sin la mínima contemplación. Una vez desatada, su sed de sangre no parecía tener límites.

Poco después de la caída de Barst, el rey Orrin había recibido un impacto en el pecho al tomar un puesto de guardia en el interior de la ciudad. Era una herida grave, que aparentemente los elfos no estaban muy seguros de poder curar. Los soldados del rey se lo habían llevado de vuelta al campamento y, de momento, Roran no sabía nada sobre su estado.

Aunque no podía combatir, Roran sí podía dar órdenes. Decidió reorganizar el ejército desde atrás, reuniendo a guerreros dispersos y enviándolos en misiones por todo Urû’baen —la primera de ellas, hacerse con el resto de las catapultas distribuidas por las murallas—. Cuando se enteraba de algo que consideraba que debían saber Jörmundur, Orik, Martland
Barbarroja
o cualquiera de los otros comandantes del ejército, enviaba mensajeros que cruzaban la ciudad para informar.

—… y si veis algún soldado cerca del edificio de la gran cúpula junto al mercado, no dejes de decírselo también a Jörmundur —le ordenó al enjuto soldado de altos hombros que tenía delante.

—Sí, señor —contestó el soldado, y la nuez del cuello se le movió arriba y abajo al tragar saliva.

Roran se quedó mirando un momento, fascinado por el movimiento; luego agitó la mano y lo despidió:

—Venga.

Mientras el hombre se iba a la carrera, Roran frunció el ceño y miró más allá de los tejados de las casas, hacia la ciudadela situada en la base de la losa que cubría la ciudad.

«¿Dónde estás?», se preguntó. No había visto a Eragon ni a sus acompañantes desde su entrada a la fortaleza, y le preocupaba lo prolongado de su ausencia. Se le ocurrían numerosas explicaciones para el retraso, pero ninguna pintaba bien. En el mejor de los casos, Galbatorix estaría aún escondido, y Eragon y sus compañeros estarían buscándolo. Pero después de ver el poder de Shruikan la noche anterior, no concebía que Galbatorix pudiera esconderse de sus enemigos.

Si sus peores miedos se hacían realidad, las victorias de los vardenos durarían poco, y Roran sabía que era poco probable que él o cualquiera de los soldados de su ejército vivieran para ver llegar la noche.

Uno de los hombres que había enviado antes —un arquero lampiño, de cabello rubio y con las mejillas rojas— volvió, asomando por una calle a la derecha de Roran. Se detuvo frente al bloque de piedra y bajó la cabeza sin dejar de jadear para recuperar el aliento.

—¿Has encontrado a Martland?

El arquero volvió a asentir, con el cabello cubriéndole la frente.

—¿Y le has dado mi mensaje?

—Sí, señor. Martland me ha dicho que le diga… —hizo una pausa para coger aire—… que los soldados se han retirado de los baños, pero que ahora se han atrincherado en un pabellón próximo a la muralla sur.

Roran se movió sobre la camilla y sintió una punzada en el brazo recién curado.

—¿Y las torres de guardia entre los baños y los graneros? ¿Ya están aseguradas?

—Dos de ellas; aún estamos luchando para tomar el resto.

Martland convenció a unos cuantos elfos para que colaboraran.

También…

Un rugido apagado procedente de la montaña de piedra los interrumpió.

El arquero palideció, salvo por el rubor de sus mejillas, que adoptó un rojo aún más intenso que antes, como si se lo hubiera pintado.

—Señor, ¿eso es…?

—¡Shhh! —Roran ladeó la cabeza, aguzando el oído. Solo Shruikan podía haber rugido con tanta fuerza.

Por unos momentos, no oyeron nada digno de mención. Entonces se produjo otro rugido en el interior de la ciudadela, y a Roran le pareció distinguir otros ruidos más leves, aunque no estaba seguro de qué eran.

Por todas partes, frente a la puerta en ruinas, hombres, elfos, enanos y úrgalos se quedaron quietos y miraron hacia la ciudadela.

Se oyó otro rugido, aún más potente que el anterior.

Roran agarró con fuerza el extremo de la litera, con el cuerpo rígido.

—Matadlo —murmuró—. Matad a esa alimaña.

Una vibración, sutil pero perceptible, se extendió por toda la ciudad, como si un gran peso hubiera impactado contra el suelo. Y con ella Roran oyó otro ruido, como el de algo al romperse.

Entonces el silencio se extendió por la ciudad, y cada segundo que pasaba era más largo que el anterior.

—¿Cree que necesita nuestra ayuda? —preguntó el arquero, en voz baja.

—No hay nada que podamos hacer por ellos —dijo Roran, con la mirada fija en la ciudadela.

—¿No podrían los elfos…?

El suelo tembló y se agitó; luego la fachada de la ciudadela explotó con una pantalla de fuego blanca y amarilla de tal intensidad que Roran vio los huesos en el interior del cuello y la cabeza del arquero, como si la carne fuera de papel.

Roran agarró al arquero y se lanzó tras el borde del bloque de piedra, arrastrando al mensajero consigo.

En el momento en que cayeron, Roran oyó una explosión, como si le hubieran introducido unas agujas por los oídos. Gritó, pero no pudo oír su propia voz —de hecho, tras el estruendo inicial no oía nada de nada—. Los adoquines se le clavaron en el cuerpo y por encima de sus cuerpos se extendió una nube de polvo y escombros que eclipsó el sol, y un viento potentísimo le levantó la ropa.

El polvo lo obligó a cerrar los ojos con fuerza. Lo único que podía hacer era mantenerse agarrado al arquero y esperar que el caos remitiera. Intentó respirar, pero el viento caliente le arrancaba el aire de los labios y de la nariz antes de que pudiera ni siquiera llenar los pulmones. Algo le golpeó la cabeza, y notó que su casco salía volando.

El temblor se prolongó, pero por fin el suelo volvió a quedarse inmóvil, y Roran abrió los ojos, temeroso ante lo que pudiera encontrarse.

El aire estaba turbio y gris; todo lo que quedaba a más de unos treinta metros, envuelto en la niebla. Del cielo aún caían pequeños fragmentos de madera y de piedra, así como astillas calcinadas.

Frente a ellos aún ardía un trozo de madera cruzado en la calle —un fragmento de las escaleras que habían roto los elfos al destruir la puerta—. El calor producido por la deflagración había calcinado la viga de punta a punta. Los guerreros que estaban de pie yacían ahora en el suelo, algunos aún moviéndose; otros, sin duda, muertos.

Roran miró al arquero. El hombre se había mordido el labio inferior y la sangre le cubría la barbilla.

Se levantaron ayudándose el uno al otro. Roran miró hacia el lugar donde se encontraba la ciudadela. No vio nada más que una turbia oscuridad. ¡Eragon! ¿Podrían haber sobrevivido a la explosión él y Saphira? ¿Era posible que alguien hubiera salido con vida de aquel infierno?

Abrió la boca varias veces, intentando recuperar el uso de los oídos —que le dolían, con un ruido continuado de fondo—, pero no lo consiguió. Cuando se tocó la oreja derecha, se manchó los dedos de sangre.

—¿Me oyes? —le gritó al arquero, aunque para él las palabras no eran más que una vibración en la boca y la garganta.

El otro hombre frunció el ceño y negó con la cabeza.

Roran sintió que se mareaba y tuvo que apoyarse en el bloque de piedra. Mientras esperaba recuperar el equilibrio, pensó en la losa que se extendía sobre sus cabezas, y de pronto se le ocurrió que toda la ciudad podía estar en peligro.

«Tenemos que salir de aquí antes de que se caiga», pensó.

Escupió sangre y polvo sobre los adoquines. Entonces volvió a mirar hacia la ciudadela, que aún estaba oculta por el polvo. El corazón se le encogió en el pecho.

«¡Eragon!»

Un mar de ortigas

Oscuridad, y en la oscuridad, silencio.

Eragon sintió que dejaba de moverse de forma gradual y luego… nada. Podía respirar, pero el aire estaba viciado y muerto, y cuando intentó moverse, la tensión sobre el hechizo aumentaba.

Contactó mentalmente con todos los que le rodeaban y comprobó que estuvieran a salvo. Elva estaba inconsciente, y Murtagh casi, pero vivos, como todos los demás.

Era la primera vez que contactaba con la mente de Espina. Al hacerlo, el dragón rojo se echó atrás un poco. Sus pensamientos eran más oscuros y retorcidos que los de Saphira, pero había en él una fuerza y una nobleza que le impresionó.

No podemos mantener este hechizo mucho más tiempo
—advirtió Umaroth, con voz tensa.

Tenéis que hacerlo
—respondió Eragon—.
Si no, moriremos.

Pasaron los segundos.

De pronto, los ojos del chico percibieron la luz, y sus oídos se llenaron de ruidos.

Parpadeó y apretó los ojos, aún deslumbrados.

A través del aire lleno de humo vio un enorme cráter en el lugar donde antes estaba Galbatorix. La piedra brillaba, incandescente, y latía como la carne viva al contacto con el aire fresco. El techo también era un mar de luz, y aquello resultaba de lo más inquietante; era como si estuvieran en el interior de un crisol gigante.

El aire olía como a hierro.

Las paredes de la sala estaban agrietadas, y los pilares, las tallas y las lámparas habían quedado pulverizados. Al fondo de la estancia yacía el cadáver de Shruikan, con gran parte de la carne arrancada, y los huesos, manchados de hollín, a la vista. En otro extremo de la sala, la explosión había derribado las paredes de piedra, así como todas las de decenas de metros más allá, dejando a la vista un verdadero laberinto de túneles y cámaras. Las preciosas puertas de oro que antes protegían la entrada al salón del trono habían salido volando. A Eragon le pareció distinguir luz de día en el otro extremo del largo pasillo que llevaba al exterior.

Al ponerse en pie observó que sus defensas seguían alimentándose de la fuerza de los dragones, pero ya no al mismo ritmo de antes.

Un trozo de piedra del tamaño de una casa cayó del techo y fue a parar cerca del cráneo de Shruikan, donde se partió en una docena de pedazos. A su alrededor se abrieron nuevas grietas por las paredes con unos chirridos y crujidos procedentes de todas partes.

Arya se dirigió hacia los dos críos, agarró al niño por la cintura y lo subió a lomos de Saphira. Una vez allí, señaló a la niña y le dijo a Eragon:

—¡Pásamela!

Eragon tardó un segundo en envainar a
Brisingr
. Luego agarró a la niña y se la pasó a Arya, que la cogió entre los brazos.

El chico se dio la vuelta y pasó junto a Elva, corriendo en dirección a Nasuada.


¡Jierda!
—dijo, apoyando una mano sobre los grilletes que la tenían encadenada al bloque de piedra gris.

El hechizo no surtió efecto, así que le puso fin enseguida, antes de consumir demasiada energía.

Nasuada emitió un chillido apagado, y él le arrancó la mordaza de la boca.

—¡Tenéis que encontrar la llave! —dijo—. La tiene el carcelero de Galbatorix.

—¡No tenemos tiempo para encontrarlo! —Eragon volvió a desenvainar a
Brisingr
y golpeó con ella la cadena que acababa en el grillete que tenía Nasuada en la mano izquierda.

La espada rebotó sobre el eslabón, reverberando con fuerza, pero solo consiguió mellar levemente el metal. Dio un segundo golpe, pero la cadena no cedió ante la hoja de la espada.

Del techo cayó otro trozo de piedra que impactó contra el suelo con un sonoro crac.

Una mano le agarró del brazo y, al volverse, vio a Murtagh de pie tras él, con un brazo apretado sobre la herida del vientre.

—Apártate —murmuró.

Eragon se hizo a un lado, y su hermanastro pronunció el nombre de todos los nombres, como antes, y luego dijo «jierda», y los grilletes se abrieron, soltándose y cayendo al suelo.

Murtagh la cogió por la cintura y la acompañó hacia donde estaba Espina. Pero tras dar un paso ella situó el cuerpo bajo el brazo de él y dejó que se apoyara sobre sus hombros.

Eragon se quedó con la boca abierta, pero enseguida la cerró. Ya habría tiempo para hacer peguntas.

—¡Esperad! —gritó Arya, bajando de un salto de la grupa de Saphira y corriendo hacia Murtagh.

—¿Dónde está el huevo? ¿Y los eldunarís? ¡No podemos dejarlos!

Murtagh frunció el ceño. Eragon intercambió una mirada con Arya.

La elfa dio media vuelta, con su cabello chamuscado al aire, y salió corriendo hacia una puerta en el lado opuesto de la sala.

—¡Es demasiado peligroso! —le gritó Eragon—. ¡Este lugar se cae a pedazos! ¡Arya!

Marchaos
—dijo ella—.
Poned a los niños a salvo. ¡Marchaos! ¡No tenéis mucho tiempo!

Eragon soltó una maldición. Cuando menos, Arya tenía que haberse llevado consigo a Glaedr. Envainó
Brisingr
, se agachó y recogió a Elva, que se estaba despertando.

—¿Qué sucede? —preguntó la niña mientras Eragon la acomodaba sobre Saphira, detrás de los otros dos niños.

—Nos vamos —le dijo—. Agárrate.

Saphira ya se había puesto en movimiento. Cojeando ligeramente por la herida en la pata, rodeó el cráter. Espina la siguió de cerca, con Murtagh y Nasuada en la grupa.

—¡Cuidado! —gritó Eragon, al ver un pedazo de techo que se desprendía y se les venía encima.

Saphira viró a la izquierda, y el afilado trozo de piedra cayó a su lado, soltando una lluvia de fragmentos de color pajizo en todas direcciones. Uno de ellos impactó contra el costado de Eragon y se alojó en su cota de malla. Él se lo arrancó y lo tiró al suelo. De la punta del guante le salió un rastro de humo, y olía a cuero quemado.

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