Authors: Christopher Paolini
Mientras los elfos y los eldunarís se alejaban de la ciudad, Arya había contactado con Eragon, enviándole un pensamiento de interrogación desde el exterior de la puerta en ruinas, donde se había reunido con los capitanes del ejército de su madre. En aquel breve momento de contacto entre sus mentes, sintió la desolación de Arya por la muerte de Islanzadí, así como los reproches que se hacía a sí misma, y vio que sus emociones amenazaban con imponerse al sentido común, y la lucha interna que aquello suponía para ella. Le envió todos los pensamientos de consuelo que pudo, pero le pareció que aquello no supondría mucho en comparación con su gran pérdida.
Desde la partida de Murtagh, había momentos en que Eragon sentía un vacío interior. Antes estaba convencido de que si llegaban a matar a Galbatorix, estaría eufórico, y aunque estaba contento —que lo estaba— con la desaparición del rey, ya no sabía qué se esperaba de él. Había conseguido su objetivo. Había alcanzado una meta imposible. Ahora, sin aquel objetivo como guía, como impulso, estaba desorientado. ¿Qué deberían hacer con su vida él y Saphira a partir de aquel momento? ¿Qué les daría sentido? Sabía que, con el tiempo, los dos tendrían que impulsar la siguiente generación de dragones y Jinetes, pero la perspectiva se le antojaba demasiado distante como para ser real.
Todo aquello le superaba y no hacía más que infundirle inseguridad.
Intentó pensar en otras cosas, pero las preguntas seguían acechándole, y la sensación de vacío persistía.
«A lo mejor Murtagh y Espina han tomado la opción más correcta», pensó.
Daba la impresión de que las escaleras de la torre verde no se acabarían nunca. Siguió subiendo, subiendo y girando, hasta que llegó un punto en que la gente de la calle se veía como un desfile de hormigas; sentía el cansancio en las pantorrillas y en los talones del movimiento repetitivo. Vio los nidos construidos por las golondrinas en los ventanucos, y bajo uno de ellos encontró un montón de esqueletos: los restos dejados por un halcón o un águila.
Cuando por fin vio el final de la escalera de caracol —una gran puerta ojival, negra por el paso de los años— hizo una pausa para ordenar las ideas y recuperar el aliento. Entonces ascendió los últimos metros, levantó el pestillo y empujó la puerta, que daba a una gran cámara redonda en lo alto de la torre de guardia élfica.
Le esperaban seis personas, además de Saphira: Arya y Lord Däthedr, el elfo de cabellos plateados, el rey Orrin, Nasuada, el rey Orik y el rey de los hombres gato, Grimrr
Mediazarpa
. Todos estaban de pie —salvo el rey, Orrin, que estaba sentado— en un amplio círculo, con Saphira justo enfrente de las escaleras, ante la ventana que daba al sur por donde había entrado. La luz del sol poniente entraba en la cámara de lado, iluminando las tallas élficas de las paredes y los intrincados patrones de color de la piedra descantillada del suelo.
Salvo Saphira y Grimrr, todos parecían tensos e incómodos. En la rigidez de los rasgos de Arya, alrededor de los ojos y en el cuello oscuro, Eragon vio reflejados el dolor y la rabia. Habría deseado poder hacer algo para aliviar su dolor. Orrin estaba sentado en un sillón, con la mano izquierda sobre el pecho vendado y una copa de vino en la derecha. Se movía con un cuidado exagerado, como si tuviera miedo de hacerse daño, pero tenía la mirada clara y luminosa, por lo que Eragon supuso que era la herida la que le hacía moverse con precaución, y no la bebida. Däthedr daba golpecitos con un dedo sobre el pomo de la espada, mientras que Orik tenía las manos apoyadas sobre el extremo del mango de
Volund
, su martillo —que a su vez tenía apoyado, invertido, en el suelo— y se examinaba la barba. Nasuada tenía los brazos cruzados, como si tuviera frío. A la derecha, Grimrr
Mediazarpa
miraba por la ventana, ajeno en apariencia a la presencia de los demás.
Cuando Eragon abrió la puerta todos le miraron y en el rostro de Orik apareció una sonrisa:
—¡Eragon! —exclamó. Se cargó
Volund
al hombro, avanzó pesadamente hacia el chico y le agarró por un brazo—. ¡Sabía que podrías matarle! ¡Bien hecho! Esta noche lo celebramos, ¿eh? Que prendan las hogueras y que nuestras voces canten hasta que la música de nuestros festejos resuene en el mismo cielo.
Eragon sonrió y asintió, y Orik le dio una palmadita en el brazo; luego volvió a su lugar, mientras el chico cruzaba la sala y se situaba junto a Saphira.
Hola, pequeño
—dijo ella, rozándole el hombro con el morro.
Él alargó la mano y le tocó el duro pómulo cubierto de escamas, reconfortado por tenerla de nuevo al lado. Luego dirigió un pensamiento en dirección a los eldunarís que aún llevaba consigo. Al igual que él, estaban agotados tras todo lo que había sucedido en aquella jornada, y era evidente que preferían observar y escuchar que participar activamente en la conversación que estaba a punto de iniciarse.
Los eldunarís le saludaron. Umaroth pronunció su nombre, pero luego se mantuvo en silencio.
No parecía que nadie quisiera romper el hielo. Desde la ciudad, a sus pies, Eragon oyó el relincho de un caballo. De fuera de la ciudadela les llegó el repiqueteo de picos y cinceles. El rey Orrin se agitó, incómodo, en su sillón y dio un sorbo al vino. Grimrr se rascó una de sus puntiagudas orejas y luego olisqueó el aire.
Por fin Däthedr rompió el silencio:
—Tenemos que tomar una decisión.
—Eso lo sabemos, elfo —respondió Orik, con su voz profunda.
—Déjale hablar —dijo Orrin, haciendo un gesto con su enjoyado cáliz—. Me gustaría oír lo que piensa sobre el modo en que deberíamos proceder —añadió, con una sonrisa amarga, algo burlona, en el rostro. Agachó la cabeza hacia Däthedr, como si le diera permiso para hablar.
Däthedr le devolvió el gesto. Si el tono del rey ofendió al elfo, este no lo dejó entrever.
—Que Galbatorix está muerto es un hecho. Ahora mismo, la noticia de nuestra victoria se estará extendiendo por todo el territorio.
A finales de semana, la derrota de Galbatorix será conocida en casi toda Alagaësia.
—Como debe ser —dijo Nasuada.
Había cambiado la túnica que le habían proporcionado sus carceleros por un vestido rojo oscuro, que hacía aún más evidente la pérdida de peso sufrida durante su cautiverio, ya que la ropa le colgaba de forma holgada de los hombros, y le marcaba una cintura de una delgadez extrema. Pero pese a su aspecto frágil, parecía haber recuperado fuerzas. Cuando Eragon y Saphira habían vuelto a la ciudadela, Nasuada estaba al límite, agotada tanto mental como físicamente. Nada más verla, Jörmundur se la había llevado al campamento, y Nasuada había pasado el resto del día lejos de todo.
Eragon no había podido hablar con ella antes de la reunión, así que no estaba seguro de lo que pensaría sobre el tema que debían discutir. Si se daba el caso, contactaría con ella con la mente, pero esperaba poder evitarlo, porque no quería invadir su intimidad. No en aquel momento. No después de todo lo que había soportado.
—Como debe ser —confirmó Däthedr, con voz fuerte y clara bajo la bóveda de la sala redonda de la torre—. No obstante, cuando se sepa en todo el territorio que Galbatorix ha caído, lo primero que preguntarán es quién ha ocupado su lugar. —Däthedr miró a todos a la cara—. Tenemos que darles una respuesta antes de que se extienda la incertidumbre. Nuestra reina está muerta. El rey Orrin está herido. Corren muchos rumores, de esto estoy seguro. Es importante que los acallemos antes de que provoquen algún daño. El retraso podría ser desastroso. No podemos permitir que todos los señores con algún tipo de fuerza militar crean que pueden imponerse como soberanos de su propia monarquía de pacotilla. Si eso ocurriera, el Imperio se desintegraría en cien reinos diferentes. Y ninguno de nosotros desea que eso ocurra. Debemos elegir un sucesor: escogerlo y nombrarlo, por difícil que sea.
Sin volverse, Grimrr dijo:
—No se puede dirigir una manada si eres débil.
El rey Orrin sonrió de nuevo, pero sus ojos no acompañaron la sonrisa.
—¿Y qué papel pretendéis jugar en todo esto, Arya, Lord Däthedr?
¿O tú, rey Orik? ¿O tú, rey
Mediazarpa
? Estamos agradecidos por vuestra amistad y por vuestra ayuda, pero esto es algo que tenemos que decidir los humanos, no vosotros. Nosotros nos gobernamos solos, y no permitimos que otros elijan a nuestros reyes.
Nasuada se frotó los brazos, aún cruzados y, para sorpresa de Eragon, coincidió:
—Estoy de acuerdo. Esto es algo que tenemos que decidir por nosotros mismos. —Paseó la mirada por la sala, fijándola en Arya y Däthedr—. Seguro que lo entendéis. Vosotros no permitiríais que os dijéramos a quién debéis nombrar como nuevo rey o reina. —Entonces miró a Orik—. Ni los clanes habrían permitido que nosotros te hubiéramos elegido a ti como sucesor de Hrothgar.
—No —concedió Orik—. No lo habrían permitido.
—Por supuesto, la decisión es solo vuestra —dijo Däthedr—. Nosotros no nos atreveríamos a deciros lo que tenéis que hacer o no.
No obstante, como amigos y aliados vuestros, ¿no nos hemos ganado el derecho de ofreceros asesoramiento sobre un tema de tanto peso, especialmente teniendo en cuenta que nos afecta a todos? Lo que decidáis acabará afectando a mucha gente, y haríais bien en tenerlo en cuenta antes de tomar vuestra decisión.
Eragon entendió aquello perfectamente. Era una amenaza. Däthedr estaba diciendo que si tomaban una decisión que no contara con la aprobación de los elfos, habría desagradables consecuencias.
Contuvo la tentación de fruncir el ceño. La postura de los elfos era de esperar. Había mucho en juego, y un error en aquel momento podría causar problemas durante décadas.
—Eso… parece razonable —dijo Nasuada, que echó una mirada al rey Orrin.
Orrin se quedó con la vista fija en su cáliz mientras lo giraba, dando vueltas al líquido que contenía.
—¿Y «cómo» nos aconsejáis exactamente que hagamos nuestra elección, Lord Däthedr? Decidnos; estoy intrigado.
El elfo hizo una pausa. A la luz baja y cálida del atardecer, su pelo plateado brillaba como si un halo difuso le envolviera la cabeza.
—Quienquiera que vaya a llevar la corona debe tener la capacidad y la experiencia necesarias para gobernar de un modo efectivo desde el principio. No hay tiempo para instruir a nadie en los mecanismos del poder, ni tampoco podemos permitirnos los errores de un novato.
Además, esa persona debe tener la talla moral para asumir un cargo tan elevado; debe ser una opción aceptable tanto para los guerreros de los vardenos como, en menor medida, para los habitantes del Imperio; y a ser posible, también debería ser de nuestro agrado y del de vuestros otros aliados.
—Con tantos requisitos limitáis mucho nuestras opciones —observó el rey Orrin.
—Son simples requisitos para un buen jefe de Estado. ¿O es que vos no lo veis así?
—Yo veo varias opciones que se han pasado por alto o que no se han considerado, quizá porque os resultan desagradables. Pero no importa.
Däthedr entrecerró los ojos, pero mantuvo el mismo tono de voz, suave.
—La opción más evidente (y la que quizás esperen los habitantes del Imperio) es la de la persona que mató personalmente a Galbatorix.
Es decir, Eragon.
El aire de la sala se volvió tenso y quebradizo, como si estuviera hecho de cristal.
Todo el mundo miró a Eragon, incluso Saphira y el hombre gato, y también sintió que Umaroth y los otros eldunarís lo observaban muy de cerca. Él los miró a todos, ni asustado ni enfadado por estar en el punto de mira. Buscó en el rostro de Nasuada algún indicio que revelara lo que pensaba, pero aparte de su seriedad, no pudo deducir nada sobre lo que pensaba ni lo que sentía.
Se sintió intranquilo al pensar que Däthedr tenía razón: podía llegar a ser rey.
Por un momento, Eragon se permitió contemplar la posibilidad. No había nadie que pudiera impedirle subir al trono, nadie salvo Elva o, quizá, Murtagh, pero ahora ya sabía cómo contrarrestar el poder de Elva, y Murtagh ya no estaba allí para desafiarle. Saphira —lo notaba en su mente— no se le opondría, decidiera lo que decidiera. Y aunque no podía leer la expresión de Nasuada, tenía la extraña sensación de que, por primera vez, estaría dispuesta a echarse a un lado y dejarle a él tomar el mando.
¿Qué quieres tú?
—le preguntó Saphira.
Eragon lo pensó.
Quiero… ser útil. Pero el poder y el dominio sobre los demás (las cosas que buscaba Galbatorix) para mí no tienen un gran atractivo.
En cualquier caso, tenemos otras responsabilidades.
Entonces volvió a centrar su atención en los que lo observaban y dijo:
—No. No estaría bien.
El rey Orrin suspiró y dio otro sorbo a su vino, mientras que Arya, Däthedr y Nasuada parecían relajarse, aunque solo fuera levemente.
Igual que ellos, los eldunarís parecían complacidos con su decisión, aunque no la comentaron con palabras.
—Me alegro de oírte decir eso —respondió Däthedr—. Sin duda serías un buen soberano, pero no creo que sea bueno para los tuyos, ni para las otras razas de Alagaësia, que otro Jinete de Dragón asumiera la corona.
Entonces Arya se dirigió a Däthedr. El elfo de cabellos dorados se echó atrás ligeramente.
—Roran sería otro candidato lógico —dijo Arya.
—¡Roran! —exclamó Eragon, incrédulo.
Arya se lo quedó mirando con expresión solemne y, a la luz del ocaso, sus ojos adoptaron un brillo feroz, como esmeraldas talladas con un patrón radial.
—A su actuación se debe el que los vardenos capturaran Urû’-baen. Es el héroe de Aroughs y de muchas otras batallas. Los vardenos y el resto del Imperio lo seguirían sin dudarlo.
—Es maleducado y petulante, y no tiene la experiencia necesaria —objetó Orrin, que echó una mirada a Eragon, con cara de culpabilidad—. Eso sí, es un buen guerrero.
Arya parpadeó, una vez, como un búho.
—Supongo que estamos de acuerdo en que su mala educación depende de con quién trate…, majestad. No obstante, es verdad: Roran carece de la experiencia necesaria. Así pues, eso solo nos deja dos opciones: Nasuada y el rey Orrin.
Orrin volvió a moverse en su sillón, y frunció el ceño aún más que antes, mientras que la expresión en el rostro de Nasuada no cambió.
—Supongo —dijo Orrin a Nasuada— que querrás reclamar tu derecho al trono.