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Authors: Christopher Paolini

Saphira y él se quedaron en Urû’baen otros cuatro días después de la elección de Nasuada como reina, ayudando en el asentamiento de los vardenos en la ciudad y por toda la zona. Gran parte del tiempo lo emplearon tratando con los habitantes de la ciudad —en general aplacando a la multitud furiosa por alguna acción de los vardenos— y persiguiendo a grupos de soldados que habían huido de Urû’baen y que saqueaban a viajeros, campesinos y fincas cercanas. Saphira y él también participaron en la reconstrucción de la enorme puerta frontal de la ciudad y, a instancias de Nasuada, Eragon lanzó varios hechizos destinados a evitar que los que aún se mantenían fieles a Galbatorix hicieran algo para atacarla. Los hechizos solo iban destinados a los que estaban en la ciudad y en los territorios próximos, pero consiguieron que todos los vardenos se sintieran más seguros.

Eragon observó que los vardenos, los enanos e incluso los elfos los trataban a él y a Saphira de otro modo desde la muerte de Galbatorix, con más respeto y deferencia, especialmente los humanos, y que los miraban a ambos con lo que poco a poco fue reconociendo como admiración. Al principio le gustó —a Saphira no parecía importarle lo más mínimo—, pero luego empezó a molestarle, cuando se dio cuenta de que muchos enanos y humanos se mostraban deseosos de agradarle y que a veces le decían lo que pensaban que quería oír y no la verdad. Aquel descubrimiento le inquietó; se veía incapaz de confiar en nadie que no fuera Roran, Arya, Nasuada, Orik, Horst o, por supuesto, Saphira.

Aquellos días vio poco a Arya. Las pocas veces que se encontraron, ella se mostró poco comunicativa, algo que él reconoció como un modo de enfrentarse a su dolor. No tuvieron ninguna ocasión de hablar en privado, y solo pudo ofrecerle sus condolencias de un modo breve e impersonal. Le pareció que ella apreciaba el gesto igualmente, pero no podía estar seguro.

En cuanto a Nasuada, daba la impresión de que había recuperado gran parte de su iniciativa, su chispa y su energía tras solo una noche de descanso, lo cual a Eragon le pareció sorprendente. La opinión que tenía de ella mejoró tremendamente cuando le contó lo que había tenido que pasar en la Sala del Adivino, y también mejoró la que tenía de Murtagh, de quien Nasuada no volvió a decir ni una palabra a partir de entonces. Felicitó a Eragon por cómo había liderado a los vardenos en su ausencia —aunque se quejó de que hubiera pasado lejos la mayor parte del tiempo— y le dio las gracias por rescatarla tan rápido, puesto que, tal como admitió más tarde, Galbatorix había estado a punto de acabar con su resistencia.

El tercer día, Nasuada fue coronada en una gran plaza cerca del centro de la ciudad, ante una gran multitud de humanos, enanos, elfos, hombres gato y úrgalos. La explosión que había acabado con la vida de Galbatorix había destruido la antigua corona de los Broddring, así que los enanos habían forjado una nueva con el oro encontrado en la ciudad y con joyas que los elfos se habían quitado de sus propios cascos o de los pomos de sus espadas.

La ceremonia fue simple, pero precisamente por ello más efectiva.

Nasuada se acercó a pie desde las ruinas de la ciudadela. Llevaba un vestido de color púrpura real —de manga corta, para que todo el mundo pudiera ver las cicatrices que le cubrían los antebrazos— con una cola con el borde de visón que le llevaba Elva, ya que Eragon, siguiendo el consejo de Murtagh, había insistido en que la niña se mantuviera cerca de Nasuada siempre que fuera posible.

Un redoble lento de tambor sonó cuando Nasuada ascendió al estrado que se había erigido en el centro de la plaza. En lo alto de la tarima, junto al sillón tallado que haría de trono, se encontraba Eragon, con Saphira detrás de él. Frente a la plataforma elevada estaban los reyes Orrin, Orik y Grimrr, así como Arya, Däthedr y Nar Garzhvog.

Nasuada ascendió al estrado e hizo una reverencia ante Eragon y Saphira. Un enano del clan de Orik le presentó a Eragon la corona recién forjada, y él se la colocó a Nasuada sobre la cabeza. Entonces Saphira arqueó el cuello y, con el morro, tocó a Nasuada sobre la frente y, al mismo tiempo que Eragon, dijo:

—Levántate ahora como reina, Nasuada, hija de Ajihad y Nadara.

Sonó una fanfarria de trompetas, y la multitud —que hasta entonces había mantenido un silencio total— estalló en vítores. Era una extraña cacofonía, entre los bramidos de los úrgalos y las melodiosas voces de los elfos.

Entonces Nasuada se sentó en el trono. El rey Orrin se situó frente a ella y le juró fidelidad y, tras él pasaron Arya, el rey Orik, Grimrr
Mediazarpa
y Nar Garzhvog, que declararon la amistad de sus respectivas razas.

Aquella celebración afectó mucho a Eragon. Se encontró reprimiendo lágrimas al ver a Nasuada sentada en su trono. Hasta el momento de la coronación no tuvo la impresión de que el espectro de Galbatorix empezaba a desaparecer.

Posteriormente lo celebraron, y los vardenos y sus aliados siguieron la fiesta durante toda la noche y el día siguiente. Eragon recordaría después muy poco de la celebración, salvo las danzas de los elfos, los tambores de los enanos y los cuatro kull que treparon a una torre de la muralla y desde allí hicieron sonar cuernos hechos con los cráneos de sus antepasados. Los habitantes de la ciudad también se unieron a las celebraciones; Eragon vio en ellos el alivio y el júbilo de saber que ya no estaban bajo el reinado de Galbatorix. Y en segundo plano, tras todas aquellas emociones, estaba la conciencia de la importancia del momento, puesto que todos ellos sabían que eran testigos del final de una era y del inicio de otra.

Al quinto día, cuando la puerta estuvo ya casi del todo reparada y la ciudad parecía razonablemente segura, Nasuada encargó a Eragon y a Saphira que volaran a Dras-Leona y de allí a Belatona, Feinster y Aroughs, y que en cada uno de aquellos lugares usaran el nombre del idioma antiguo para liberar de sus compromisos a todos los que habían jurado fidelidad a Galbatorix. También le pidió a Eragon que impusiera hechizos a soldados y nobles —iguales que los que había aplicado a los habitantes de Urû’baen— para evitar que intentaran socavar la paz recién conseguida. Eragon se negó, porque le pareció que era muy similar a lo que había hecho Galbatorix para controlar a sus siervos. En Urû’baen el riesgo de que hubiera asesinos ocultos o individuos que aún se mantuvieran fieles a Galbatorix era lo suficientemente importante, pero no en el resto del territorio. Para alivio de Eragon, tras considerarlo Nasuada se mostró de acuerdo.

Saphira y él se llevaron consigo la mitad de los eldunarís de Vroengard; el resto se quedó con los rescatados de la sala del tesoro de Galbatorix. Blödhgarm y sus hechiceros —ya liberados de la misión de defender a Eragon y Saphira— los trasladaron a un castillo al noroeste de Urû’baen, donde sería más fácil protegerlos de cualquiera que quisiera robarlos, y donde los pensamientos de los dragones enloquecidos no podrían alcanzar la mente de nadie más que de sus cuidadores.

Hasta que Eragon y Saphira no se sintieron satisfechos con la seguridad de los eldunarís, no se pusieron en marcha.

Cuando llegaron a Dras-Leona, Eragon quedó impresionado con la cantidad de hechizos que encontró entretejidos en la ciudad, así como en la oscura torre de piedra, Helgrind. Muchos de ellos supuso que tendrían cientos de años, si no más: encantos olvidados de tiempos pasados. Dejó los que le parecieron inocuos y eliminó los que no lo eran, pero en muchos de los casos era difícil distinguirlos, y no le gustaba la idea de interferir en hechizos cuyo objetivo no entendía. En aquello los eldunarís demostraron ser de gran ayuda; en varios casos, recordaban quién habían formulado un hechizo y por qué, o podían adivinar su finalidad a partir de información que no significaba nada para Eragon.

En el caso de Helgrind y los diversos hechizos que afectaban a los sacerdotes —que se habían ocultado en cuanto habían recibido la noticia de la derrota de Galbatorix—, Eragon no se molestó en intentar determinar qué hechizos eran peligrosos y cuáles no; los eliminó todos. También usó el nombre de nombres para buscar el cinturón de Beloth
el Sabio
entre las ruinas de la gran catedral, pero sin éxito.

Se quedaron en Dras-Leona tres días, y luego pasaron a Belatona.

Allí también Eragon eliminó los hechizos de Galbatorix, al igual que en Feinster y Aroughs. En Feinster, alguien intentó matarle con una bebida envenenada. Sus defensas le protegieron, pero el incidente enfureció a Saphira.

Si alguna vez encuentro a la rata rastrera que ha hecho esto, me lo comeré vivo, empezando por los pies
—bramó.

En el viaje de vuelta a Urû’baen, Eragon sugirió un ligero cambio de ruta. Saphira estuvo de acuerdo y alteró su trayectoria, virando de modo que el horizonte quedó en el centro del campo de visión del chico, que veía el mundo dividido a partes iguales entre el cielo azul oscuro y la tierra, marrón y verde.

Les llevó media jornada de búsqueda, pero por fin Saphira encontró el macizo de colinas de arenisca y, entre ellas, una en particular, un alto montículo de piedra rojiza con una gruta en medio de la ladera. Y, sobre la cima, una reluciente tumba de diamante.

La montaña estaba exactamente como la recordaba Eragon.

Cuando la contempló, sintió una presión en el pecho.

Saphira aterrizó junto a la tumba. Sus garras rascaron la piedra erosionada, de la que se desprendieron unas esquirlas.

Poco a poco, Eragon fue desatándose las correas. Luego se dejó caer al suelo. Al sentir el olor de la piedra cálida se sintió, por un momento, mareado, como si hubiera hecho un viaje al pasado.

Sacudió la cabeza y se le aclaró la mente. Caminó hacia la tumba y miró a través del cristal, y allí vio a Brom.

Allí vio a su padre.

El aspecto de Brom no había cambiado. El diamante que le envolvía por completo le protegía de los ataques del tiempo, y su carne no mostraba ningún rastro de decadencia. La piel de su marcado rostro era firme y conservaba un tono rosado, como si bajo su superficie siguiera circulando sangre caliente. Parecía como si, en cualquier momento, Brom pudiera abrir los ojos y ponerse en pie, listo para proseguir su viaje. En cierto modo, se había vuelto inmortal, porque no envejecía como los demás, sino que se mantendría siempre igual, atrapado en un sueño sin sueños.

La espada de Brom yacía sobre su pecho y bajo la larga barba blanca, con las manos cruzadas sobre la empuñadura, tal como Eragon las había colocado. A su lado estaba su nudoso bastón, tallado —ahora se daba cuenta Eragon— con docenas de glifos en el idioma antiguo.

Los ojos de Eragon se cubrieron de lágrimas. Cayó de rodillas y lloró en silencio un buen rato. Oyó que Saphira se situaba a su lado, sintió el contacto de su mente y supo que ella también lloraba la muerte de Brom.

Por fin Eragon se puso en pie y se apoyó contra el borde de la tumba mientras estudiaba la forma del rostro de Brom. Ahora que sabía qué debía buscar, veía los parecidos entre sus rasgos, difusos y oscurecidos por la edad y por la barba de Brom, pero aún inconfundibles. El ángulo de los pómulos de Brom, la línea de expresión entre las cejas, la curva de su labio superior. Eragon reconoció todas esas cosas. Sin embargo, no había heredado la nariz aguileña de Brom. La nariz era como la de su madre.

Eragon bajó la mirada, respirando con fuerza, y los ojos volvieron a empañársele.

—Ya está —dijo, en un murmullo—. Lo he hecho… Lo hemos hecho. Galbatorix ha muerto. Nasuada está en el trono, y Saphira y yo hemos salido ilesos. Eso te haría feliz, ¿verdad, viejo zorro? —Soltó una breve carcajada y se limpió los ojos con el dorso de la mano—. Es más, hay huevos de dragón en Vroengard. ¡Huevos! Los dragones no van a extinguirse. Y Saphira y yo seremos quienes los eduquemos. Eso no lo habías previsto, ¿eh? —Volvió a reírse, sintiéndose tonto y apesadumbrado al mismo tiempo—. Me pregunto qué te parecería todo esto. Tú eres el mismo de siempre, pero nosotros no. No sé si nos reconocerías siquiera.

Claro que lo haría. Eres su hijo
—dijo Saphira, tocándolo con el morro—.
Además, tu cara no ha cambiado tanto como para que te pudiera confundir por otro, aunque tu olor sí sea otro.

—¿Ha cambiado?

Ahora hueles más como un elfo… En cualquier caso, no creo que nos confundiera con Shruikan o Glaedr, ¿no?

—No.

Eragon se sorbió la nariz y se levantó. Brom parecía tan vivo dentro de su funda de diamante que aquella imagen le inspiró una idea: una idea loca e improbable que estaba a punto de pasar por alto, pero sus emociones no se lo permitieron. Pensó en Umaroth y en los eldunarís, en la sabiduría de todos ellos y en lo que habían conseguido con su hechizo en Urû’baen, y una chispa de esperanza prendió en su corazón. Se dirigió a Saphira y a Umaroth a la vez:
Brom acababa de morir cuando lo enterramos. Saphira no convirtió la piedra en diamante hasta el día siguiente, pero aún estaba envuelto en piedra, aislado del aire. Umaroth, con vuestra fuerza y vuestra sabiduría quizá…, quizás aún podríamos curarlo.
—Eragon se estremeció, como si tuviera fiebre—.
Antes no sabía cómo curarle la herida, pero ahora…, ahora creo que sabría hacerlo.

Sería más difícil de lo que imaginas
—dijo Umaroth.

¡Sí, pero podríais hacerlo!
—respondió Eragon—.
Os he visto, a vosotros y a Saphira, conseguir cosas sorprendentes con la magia.

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