Legado (107 page)

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Authors: Christopher Paolini

¡Seguro que esto no está fuera de vuestras posibilidades!

Sabes que no podemos usar la magia a nuestro capricho
—dijo Saphira.

Y aunque lo consiguiéramos
—añadió Umaroth—,
lo más probable es que no pudiéramos conseguir que la mente de Brom fuera lo que era antes. Las mentes son muy complejas, y podría ser que Brom acabara trastornado o que su personalidad se viera alterada. ¿Y entonces qué? ¿Querrías que viviera así? ¿Querría él? No, es mejor dejarle como está, Eragon, y honrarle con tus pensamientos y tus acciones, tal como has hecho. Desearías que las cosas no fueran así.

Le pasa a todo el que ha perdido a algún ser querido. No obstante, así son las cosas. Brom vive en tus recuerdos, y si era el hombre que nos has mostrado, estaría contento de que fuera así. Conténtate tú también con ello.

Pero…

No fue Umaroth quien le interrumpió, sino el más anciano de los eldunarís, Valdr, que le sorprendió hablándole no con imágenes o sensaciones, sino con palabras en el idioma antiguo, elaboradas y complejas, como si se tratara de un lenguaje extraño para él. Y dijo:
Deja los muertos a la tierra. No son para nosotros.

No habló más, pero Eragon percibió en él una gran tristeza y mucha comprensión.

El chico soltó un largo suspiro y cerró los ojos un momento.

Entonces, en lo más profundo de su interior, liberó aquella vana esperanza y aceptó de nuevo el hecho de que Brom se había ido.

—Ah, no esperaba que esto fuera tan difícil.

Sería raro que no lo fuera
—le respondió Saphira, y Eragon sintió su cálido aliento rozándole la coronilla y el contacto de su morro en la espalda.

Esbozó una sonrisa y, haciendo acopio de valor, volvió a mirar a Brom.

—Padre —dijo. La palabra tenía un sabor extraño en su boca; nunca antes había tenido motivo para decirle aquello a nadie.

Entonces desvió la mirada a la inscripción rúnica que había grabado en la aguja a la cabeza de la tumba, que decía:

AQUÍ DESCANSA BROM,

Jinete de Dragón,

y un padre para mí.

Que su nombre perdure en la gloria.

Esbozó una dolorosa sonrisa, consciente de lo cerca que había estado de la verdad. Entonces dijo algo en el idioma antiguo, y observó el brillo del diamante, que transformó la inscripción, mostrando una serie de runas diferentes. Cuando acabó, la inscripción había cambiado:

AQUÍ DESCANSA BROM,

Jinete de la dragona Saphira,

hijo de Holcomb y Nelda,

gran amor de Selena,

padre de Eragon
Asesino de Sombra
,

fundador de los vardenos

y azote de los Apóstatas.

Que su nombre perdure en la gloria.

Stydja unin mor’ranr

Era un epitafio menos personal, pero a Eragon le pareció más adecuado. Luego formuló varios hechizos para proteger el diamante de ladrones y vándalos.

Siguió allí de pie, junto a la tumba, sin decidirse a marcharse, con la sensación de que debía de haber algo más, algún acontecimiento o revelación que le hiciera más fácil despedirse de su padre y marcharse.

Por fin posó la mano sobre el frío diamante, lamentando no poder alargarla y tocar a Brom por última vez.

—Gracias por todo lo que me enseñaste.

Saphira rebufó e inclinó la cabeza hasta tocar el duro cristal con el morro.

Entonces el chico se dio media vuelta y se subió a la grupa de Saphira. Allí ya había acabado.

La dragona despegó y voló hacia el noreste, hacia Urû’baen.

Eragon estaba melancólico pero, cuando el mosaico de colinas de arenisca quedo convertido en una pequeña mancha en el horizonte, soltó un largo suspiro y levantó la vista hacia el cielo azul.

Una sonrisa le cruzaba el rostro.

¿Qué es lo que es tan divertido?
—preguntó Saphira, agitando la cola.

Está volviendo a crecerte la escama del morro.

Era evidente que ella estaba encantada. Olisqueó el aire sonriente y dijo:

Siempre supe que volvería a crecer. ¿Por qué no iba a hacerlo?

No obstante, Eragon sentía que los costados de Saphira vibraban bajo sus talones, señal de que la dragona estaba radiante de satisfacción, y le dio una palmadita. Apoyó el pecho sobre el cuello de su amiga y sintió la calidez del cuerpo de la dragona en el suyo propio.

Fichas en un tablero

Cuando Saphira llegó a Urû’baen, Eragon se llevó la sorpresa de que Nasuada le había devuelto el nombre de Ilirea, por respeto a su historia y a su legado.

Por otra parte, supo que Arya había partido hacia Ellesméra, junto con Däthedr y muchos de los altos cargos de los elfos, y que se había llevado consigo el huevo de dragón verde que habían encontrado en la ciudadela.

Le había dejado a Nasuada una carta para él, en la que explicaba que tenía que acompañar el cuerpo de su madre a Du Weldenvarden para que tuviera el funeral que se merecía. En cuanto al huevo de dragón, escribió:

… y como Saphira te escogió a ti, un humano, para que fueras su Jinete, es de justicia que el próximo Jinete sea un elfo, si el dragón que nazca está de acuerdo. Es mi deseo darle esa oportunidad lo antes posible, puesto que ya ha pasado demasiado tiempo dentro del cascarón. Dado que hay muchos más huevos de dragón en otro lugar —que no nombraré—, espero que no pienses que he actuado con prepotencia o que he querido favorecer a mi raza. Consulté el asunto con los eldunarís, y ellos se mostraron de acuerdo.

En cualquier caso, con la desaparición de Galbatorix y de mi madre, ya no deseo seguir siendo embajadora ante los vardenos. Prefiero volver a mi tarea como portadora del huevo de dragón por el territorio, igual que hice con el de Saphira. Por supuesto, seguiremos necesitando embajadores ante nuestras respectivas razas, por lo que Däthedr y yo hemos nombrado como mi sustituto a un joven elfo llamado Vanir, al que conociste durante tu estancia en Ellesméra. Él mismo ha expresado su deseo de aprender más sobre la gente de tu raza, y me parece un motivo tan bueno como cualquier otro para concederle el puesto, siempre que no se muestre absolutamente incompetente, por supuesto.

La carta tenía varias líneas más, pero Arya no daba ninguna indicación de cuándo volvería a la mitad occidental de Alagaësia, o de si lo haría alguna vez. Eragon estaba contento de que hubiera pensado en él y le hubiera escrito, pero lamentaba que no hubiera podido esperar a su regreso antes de marcharse. La ausencia de Arya dejaba un agujero en su mundo, y aunque pasaba bastante tiempo con Roran y Katrina, así como con Nasuada, el dolor que le creaba aquel vacío en su interior no parecía remitir. Aquello, sumado a la sensación de que Saphira y él no hacían más que esperar algo, le dejaba una sensación de desapego. En muchas ocasiones le parecía como si estuviera observándose a sí mismo desde fuera de su cuerpo, como lo haría un extraño. Entendía por qué se sentía de tal modo, pero no se le ocurría otra cura que no fuera el tiempo.

Durante su reciente viaje, se le había ocurrido que —con el control del idioma antiguo que le otorgaba el nombre de nombres— podría retirarle a Elva las secuelas de su bendición, que había resultado ser una maldición. Así que se fue a ver a la niña, que vivía en el gran pabellón de Nasuada, y le expuso su idea; luego le preguntó qué quería ella.

Elva no reaccionó con la alegría que él se esperaba, sino que se quedó sentada, mirando al suelo, con el ceño fruncido sobre su pálido rostro. Se quedó en silencio casi una hora, y él esperó, delante de ella, sin quejarse.

Entonces la niña le miró y dijo:

—No. Prefiero quedarme como estoy… Te agradezco que lo pensaras, pero esto es una parte demasiado grande de mí misma, y no puedo prescindir de ello. Sin mi capacidad para detectar el dolor de los demás, no sería más que una rareza, una aberración de la naturaleza, que no valdría para nada más que para satisfacer la curiosidad morbosa de los que soportarían mi presencia, de los que me «tolerarían». Con ella, sigo siendo una rareza, pero también puedo ser útil, y tengo un poder temido por los demás y un control sobre mi propio destino, algo de lo que carecen muchas personas de mi sexo.

—Hizo un gesto hacia la elegante sala en la que se encontraba—. Aquí puedo vivir cómodamente, en paz, y al mismo tiempo puedo hacer algún bien, ayudando a Nasuada. Si me quitas mi poder, ¿qué me quedará? ¿Qué puedo hacer? ¿Qué será de mí? Quitarme el hechizo no sería ninguna bendición, Eragon. No, me quedaré como estoy, y soportaré el peso de mi don por propia voluntad. Pero te lo agradezco.

Dos días más tarde, Nasuada volvió a enviar a Saphira y Eragon al exterior, primero a Gil’ead y luego a Ceunon —las dos ciudades capturadas por los elfos—, para que el chico pudiera usar de nuevo el nombre de nombres y liberarlas de los hechizos de Galbatorix.

La visita a Gil’ead les resultaba desagradable tanto a Eragon como a Saphira. Les recordaba cuando los úrgalos habían capturado a Eragon por orden de Durza, y también la muerte de Oromis.

Durmieron en Ceunon tres noches. Era diferente a cualquier otra ciudad que hubieran visto antes. Los edificios eran casi todos de madera, con tejados puntiagudos de tejas planas que, en el caso de las casas de mayor tamaño, tenían varias capas. Muchos tejados tenían las puntas decoradas con estilizadas tallas de cabezas de dragón, mientras que las puertas estaban talladas o pintadas con elaborados patrones en forma de nudos.

Cuando abandonaron la ciudad, fue Saphira la que sugirió un cambio de rumbo. No tuvo que esforzarse mucho para convencer a Eragon, que enseguida accedió, al saber que el desvío no les llevaría demasiado tiempo.

Desde Ceunon, Saphira voló hacia el oeste, cruzando la bahía de Fundor: una amplia extensión de agua salpicada de espuma blanca.

Los lomos grises y negros de los grandes peces que surcaban las olas parecían pequeñas islas lisas y correosas. Algunos expulsaban agua por sus orificios nasales y levantaban las aletas al aire, para luego sumergirse de nuevo en el silencio de las profundidades.

Al otro lado de la bahía de Fundor se encontraron con vientos fríos y racheados; luego cruzaron los picos de las Vertebradas: Eragon los conocía a todos por su nombre. Y así llegaron al valle de Palancar por primera vez desde que habían emprendido la persecución de los Ra’zac con Brom, hacía una eternidad.

Para él era como estar en casa: el olor de los pinos, los sauces y los abedules le recordó su infancia, y el aire frío y penetrante le decía que se acercaba el invierno.

Aterrizaron entre los escombros calcinados de Carvahall. Eragon se paseó por sus calles, cubiertas de matojos y malas hierbas.

Una manada de perros salvajes salió a la carrera de entre unos abedules cercanos. Pero al ver a Saphira se detuvieron, soltaron un gemido y salieron huyendo con el rabo entre las piernas. La dragona gruñó y soltó una bocanada de fuego, pero no hizo siquiera ademán de perseguirlos.

Eragon rozó con la bota un montón de cenizas y un trozo de madera quemada crujió bajo su pie. Le entristeció ver su pueblo destruido. Pero la mayoría de los que habían escapado seguían con vida. Si volvían, Eragon sabía que reconstruirían Carvahall e incluso lo mejorarían. No obstante, los edificios en los que había crecido habían desaparecido para siempre. Su ausencia exacerbó la sensación de que el valle de Palancar ya no era su hogar, y los espacios vacíos que había ahora en su lugar le dejaron la sensación de que todo estaba fuera de lugar, como si se encontrara atrapado en un sueño en el que todo estuviera desbaratado.

—El mundo está descoyuntado —murmuró.

Eragon encendió una pequeña hoguera junto a lo que había sido la taberna de Morn y guisó un gran estofado. Mientras comía, Saphira hizo una ronda por los alrededores, olisqueando todo lo que le parecía interesante.

Tras dar buena cuenta del estofado, Eragon se llevó la cazuela, el cuenco y la cuchara al río Anora y los lavó en el agua helada. Se puso de cuclillas sobre las piedras de la orilla y se quedó mirando la espuma blanca que se elevaba en el extremo del valle: las cataratas de Igualda, que caían casi un kilómetro desde un saliente rocoso elevado del monte Narnmor. Al ver todo aquello recordó la tarde en que regresó de las Vertebradas con el huevo de Saphira en el zurrón, sin poder imaginarse todo lo que los esperaba a los dos, ni siquiera el hecho de que «serían» dos.

—Vámonos —le dijo a Saphira, que le esperaba junto al pozo del centro del pueblo.

¿Quieres visitar tu granja?
—preguntó ella, mientras Eragon se le subía a la grupa.

—No —dijo él, sacudiendo la cabeza—. Prefiero recordarla tal como era, no tal como está ahora.

Saphira estuvo de acuerdo. No obstante, con el consentimiento tácito de Eragon, voló hacia el sur, siguiendo la misma ruta que cuando habían salido del valle de Palancar. De camino, él pudo distinguir el claro donde antes estaba su casa, pero con la distancia y la oscuridad pudo intuir que quizá la casa y el granero seguían intactos.

En el extremo sur del valle, Saphira se situó sobre una columna de aire ascendente que se elevaba por encima de la enorme cumbre pelada del monte Utgard, donde se levantaba la torreta en ruinas que habían construido los Jinetes para controlar al loco rey Palancar. La torreta había sido conocida en su día como Edoc’sil, pero ahora llevaba el nombre de Ristvak’baen, «Lugar de la Pena», ya que era donde Galbatorix había matado a Vrael.

En sus ruinas, Eragon, Saphira y los eldunarís que los acompañaban honraron la memoria de Vrael. Umaroth estaba afectado en particular, pero dijo:

Gracias por traerme aquí, Saphira. Nunca pensé que vería el lugar donde cayó mi Jinete.

Entonces Saphira extendió las alas y se alejó de la torreta, elevándose sobre el valle y las praderas que se extendían más allá.

A medio camino de Ilirea, Nasuada contactó con ellos a través de uno de los magos de los vardenos y les ordenó que se unieran a un gran grupo de guerreros que había enviado a Teirm desde la capital.

A Eragon le gustó saber que Roran estaba al mando de los guerreros y que entre las tropas estaban Jeod, Baldor —que había recuperado la funcionalidad de la mano después de que los elfos se la reimplantaran— y otros muchos paisanos suyos.

Con sorpresa se enteró de que el pueblo de Teirm se negaba a rendirse, incluso después de que él los hubiera liberado de sus juramentos a Galbatorix y aunque era evidente que los vardenos, con la ayuda de Saphira y Eragon, no tendrían ningún problema para hacerse con el control de la ciudad. Pero el gobernador de Teirm, Lord Risthart, exigía que se les permitiera convertirse en una ciudadestado independiente con libertad para elegir a sus propios gobernantes y para dictar sus propias leyes.

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