Authors: Christopher Paolini
Galbatorix sonrió mostrando unos dientes de bordes translúcidos, como si fueran de cerámica cocida.
Solo defendiéndose no vencería nunca, así que, a pesar del dolor lacerante, Eragon se obligó a sí mismo a atacar a Galbatorix. Penetró en la conciencia del rey y se aferró a sus pensamientos, afilados como cuchillos, intentando bloquearlos y evitar que el rey actuara o pensara sin su aprobación.
No obstante, Galbatorix no hacía ningún intento por defenderse. Su cruel sonrisa se amplió, y retorció aún más la hoja que había introducido en la mente de Eragon.
El chico sintió como si un manojo de zarzas lo estuvieran desgarrando por dentro. Soltó un grito rasposo y se quedó atenazado por el hechizo.
—Ríndete —dijo el rey, agarrando la barbilla de Eragon con unos dedos de acero—. Ríndete.
La hoja giró una vez más. Eragon gritó hasta quedarse sin voz.
Los pensamientos del rey se adentraron en él, rodeando su conciencia y confinándolo a una parte cada vez menor de su mente, hasta que lo único que le quedó fue un pequeño núcleo brillante, aplastado por el tremendo peso de la presencia de Galbatorix.
—Ríndete —susurró el rey, con una voz casi cariñosa—. No tienes sitio adonde ir, sitio donde esconderte… Esta vida se te acaba, Eragon
Asesino de Sombra
, pero te espera una nueva. Ríndete, y todo te será perdonado.
Las lágrimas le emborronaban la vista, fija en el abismo informe de las pupilas de Galbatorix.
Habían perdido… Él había perdido.
Aquel convencimiento le dolía más que cualquiera de las heridas.
Cien años de lucha…, todo para nada. Saphira, Elva, Arya, los eldunarís: ninguno de ellos podía derrotar a Galbatorix. Era demasiado fuerte, sabía demasiado. Garrow, Brom y Oromis habían muerto en vano, al igual que tantos guerreros de las diferentes razas que habían dado su vida combatiendo contra el Imperio.
Los ojos de Eragon se cubrieron de lágrimas.
—Ríndete —susurró el rey, atenazándolo aún con más fuerza.
Más que ninguna otra cosa, lo que Eragon odiaba era lo injusto de la situación. No podía ser que tanta gente hubiera sufrido y muerto persiguiendo un objetivo imposible. No podía ser que Galbatorix por sí solo fuera la causa de tanto dolor. Y no podía ser que se librara del castigo que merecía por sus crímenes.
«¿Por qué?», se preguntó Eragon.
Recordó, entonces, la visión que le había mostrado el más anciano de los eldunarís, Valdr, de él y de Saphira, en el que los sueños de los estorninos eran igual de importantes que las preocupaciones de los reyes.
—¡Ríndete! —gritó Galbatorix, y su mente presionó a Eragon con una fuerza aún mayor mientras le atravesaban unas chispas de fuego y hielo procedentes de todas partes.
El chico gritó y, en su desesperación, su mente salió al encuentro de Saphira y los eldunarís —asediados por el ataque de los dragones enloquecidos a las órdenes de Galbatorix— y, sin pretenderlo, se alimentó de sus reservas de energía.
Y con esa energía formuló un hechizo.
Era un hechizo sin palabras, porque la magia de Galbatorix no las permitiría, y porque ninguna palabra podría describir lo que quería Eragon, ni lo que sentía. Una biblioteca entera de libros no bastaría. El suyo era un hechizo de instinto y emoción que no podía expresarse con el lenguaje.
Lo que quería era sencillo y complejo a la vez: deseaba que Galbatorix entendiera…, que entendiera lo incorrecto de sus acciones.
El hechizo no era un ataque; era un intento por comunicar. Si Eragon iba a pasarse el resto de su vida como esclavo del rey, quería que comprendiera lo que había hecho, del todo y en toda su magnitud.
El hechizo fue surtiendo efecto. Eragon sintió que atraía la atención de Umaroth y los eldunarís, que se esforzaban por no hacer caso a los dragones de Galbatorix. Cien años de dolor y rabia inconsolables afloraron en ellos, como una ola estruendosa, y los dragones fundieron sus mentes con la de Eragon y fueron alterando el hechizo, dándole profundidad y amplitud, y construyendo sobre su base, hasta que abarcó mucho más de lo que pretendía en un principio.
Ahora el hechizo no solo le mostraría a Galbatorix lo incorrecto de sus acciones; también le obligaría a experimentar todas las sensaciones, positivas y negativas, que había provocado en los demás desde el día en que había nacido. Iba mucho más allá de lo que Eragon podía haber creado por sí mismo, porque contenía mucho más de lo que una sola persona —o un solo dragón— podía haber concebido. Cada eldunarí contribuyó a él, y la suma de sus contribuciones fue un hechizo que se extendía no solo en el espacio, por toda Alagaësia, sino también en el tiempo, desde aquel momento hasta el del nacimiento de Galbatorix.
Eragon pensó que sería el mayor hechizo forjado nunca por los dragones, y él había sido su instrumento; él era su arma.
El poder de los eldunarís fluyó a través de su cuerpo y su mente, como un río ancho como un océano, y se sintió como un conducto hueco y frágil, como si su piel pudiera reventar con la fuerza del caudal que canalizaba. De no ser por Saphira y los otros dragones, habría muerto al instante, extenuado por lo voraz del hechizo.
A su alrededor, la luz de las lámparas se volvió más tenue, y en el interior de su mente a Eragon le pareció oír el eco de miles de voces: una insufrible cacofonía de innumerables dolores y alegrías, retumbando entre el presente y el pasado.
Los rasgos del rostro de Galbatorix se hicieron más profundos y sus ojos parecían estar a punto de salírsele de las órbitas.
—¿Qué has hecho? —dijo, con la voz hueca y tensa. Dio un paso atrás y se llevó los puños a las sientes.
¡¿Qué has hecho?!
—Te he hecho comprender —respondió Eragon, con esfuerzo.
El rey se lo quedó mirando con expresión de horror. Los músculos de su cara se tensaban y destensaban a intervalos irregulares, y los temblores se extendieron por todo su cuerpo. Apretando los dientes, murmuró:
—No me vencerás, chico. Tú… no… me… —Gruñó y se tambaleó, y de pronto se desvaneció el hechizo que atenazaba a Eragon, que cayó al suelo, al tiempo que Elva, Arya, Saphira, Espina, Shruikan y los dos niños volvían a moverse.
Un rugido ensordecedor procedente de Shruikan llenó la estancia, y el enorme dragón negro se sacudió a Espina del cuello, enviando al dragón rojo por los aires. Espina aterrizó al otro lado de la sala, sobre el costado, y los huesos de su ala izquierda se quebraron con un sonoro chasquido.
—No… me… ren… diré… —dijo Galbatorix.
Tras el rey, Eragon vio a Arya, que estaba más cerca del trono que él y que vacilaba, volviéndose hacia donde se encontraba Eragon.
Pero enseguida salió corriendo al otro lado de la tarima, acompañada de Saphira, hacia Shruikan.
Espina se puso en pie como pudo y las siguió.
Con el rostro contorsionado como el de un loco, Galbatorix dio un paso hacia Eragon y le lanzó un golpe con
Vrangr
.
El chico rodó hacia un lado y oyó que la espada golpeaba la piedra que estaba junto a donde tenía la cabeza. Siguió rodando un par de metros y luego se levantó. Solo la energía de los eldunarís lo mantenía en pie.
Gritando, Galbatorix cargó contra él, y Eragon desvió la torpe acometida del rey. El choque de sus espadas resonó como el tañido de una campana, claro y agudo, por encima de los rugidos de los dragones y los susurros de los muertos.
Saphira dio un gran salto y golpeó a Shruikan en su enorme morro, haciéndolo sangrar; luego cayó al suelo. Él le lanzó un golpe con la garra, extendiendo el espolón, y ella dio un salto atrás, abriendo a medias las alas.
Eragon esquivó un golpe de través y le clavó la espada a Galbatorix en la axila izquierda. Sorprendido, observó que había alcanzado su objetivo, y que la punta de
Brisingr
estaba manchada con la sangre del rey.
Con un espasmo, Galbatorix lanzó su siguiente ataque, y ambos acabaron con las espadas cruzadas por las guardas, empujándose el uno al otro buscando desequilibrarse. El rostro del rey estaba tenso hasta quedar casi irreconocible, y tenía los pómulos cubiertos de lágrimas.
Una llamarada se encendió sobre sus cabezas. El aire se calentó a su alrededor.
En algún lugar, los niños lloraban.
La pierna herida de Eragon cedió, y cayó sobre pies y manos, magullándose los dedos con que sostenía
Brisingr
.
Esperaba que el rey se le lanzara encima al instante, pero Galbatorix permaneció donde estaba, tambaleándose de un lado al otro.
—¡No! —gritó—. ¡Yo no…! —dijo, mirando a Eragon—. ¡Haz que pare!
Eragon sacudió la cabeza, al tiempo que se ponía de nuevo en pie.
Un dolor penetrante le atravesaba el brazo izquierdo, y al mirar hacia donde estaba Saphira, vio que tenía una herida sangrante en la pata del mismo lado. Al otro lado de la sala, Espina clavaba los dientes en la cola de Shruikan, haciendo que el dragón negro se revolviera y se fuera hacia él. Aprovechando aquel momento de distracción, Saphira dio un salto y aterrizó sobre el cuello de Shruikan, cerca de la base del cráneo. Le clavó las garras bajo las escamas y le mordió en el cuello, entre dos de las púas de la nuca.
Shruikan soltó un aullido salvaje y atronador y se agitó aún con más fuerza.
Una vez más, Galbatorix cargó contra Eragon, espada en ristre.
Eragon bloqueó un golpe, luego otro y luego recibió un impacto en las costillas que a punto estuvo de dejarle sin sentido.
—¡Haz que pare! —repitió Galbatorix, en un tono que era más una súplica que una amenaza—. El dolor…
Se oyó otro aullido, este más desesperado que el anterior, procedente de Shruikan. Por detrás del rey, Eragon vio que Espina se había colgado del cuello de Shruikan, por el lado contrario que Saphira. La suma del peso de ambos dragones hizo que Shruikan bajara la cabeza hasta llegar casi al suelo. Sin embargo, el dragón negro era demasiado grande y poderoso como para que pudieran someterlo entre los dos. Además, tenía el cuello tan grueso que Eragon no creía que ni Saphira ni Espina pudieran hacerle mucho daño con los dientes.
Entonces, como si fuera una sombra cruzando el bosque, Eragon vio a Arya que salía por detrás de una columna y se dirigía hacia los dragones. En la mano izquierda, la
dauthdaert
de color verde brillaba, envuelta en su habitual nube de estrellas.
Shruikan la vio llegar y agitó el cuerpo, intentando librarse de Saphira y Espina, pero al no conseguirlo rugió y abrió las mandíbulas, inundando el espacio que tenía delante con un torrente de llamas.
Arya se lanzó hacia el dragón y, por un momento, Eragon la perdió de vista tras el muro de fuego. Luego volvió a aparecer, no muy lejos de donde Shruikan tenía la cabeza. Tenía las puntas del cabello en llamas, pero no parecía que se diera cuenta.
Con tres ágiles pasos se subió a la pata izquierda de Shruikan y, desde allí, trepó hasta la sien del dragón, que escupía fuego como un cometa. Con un grito que se oyó por todo el salón del trono, Arya clavó la
dauthdaert
en el centro de aquel enorme ojo de color azul hielo brillante, introduciendo toda la lanza en el cráneo del dragón.
Shruikan aulló y se revolvió de dolor, y lentamente fue cayendo de costado, vertiendo aún fuego líquido por la boca.
Saphira y Espina saltaron un momento antes de que el gigantesco dragón negro impactara contra el suelo.
Algunas columnas se agrietaron y cayeron trozos de piedra del techo, fragmentándose. Unas cuantas lámparas se rompieron y salpicaron gotas de una sustancia fundida.
Con el temblor, Eragon estuvo a punto de caer al suelo. No había podido ver lo que le había sucedido a Arya, pero se temía que la mole de Shruikan la hubiera aplastado.
—¡Eragon! —gritó Elva—. ¡Agáchate!
Él obedeció y oyó el silbido del aire cuando la blanca hoja de la espada de Galbatorix pasó por encima de su espalda.
Eragon se levantó y se lanzó adelante… y clavó la espada en el vientre de Galbatorix, igual que había hecho con Murtagh.
El rey emitió un gruñido y luego dio un paso atrás, liberándose de la hoja de la espada. Se tocó la herida con la mano libre y se quedó mirando la sangre que tenía en la punta de los dedos. Luego volvió a mirar a Eragon y dijo:
—Las voces… Esas voces son terribles. No puedo soportarlo. —Cerró los ojos y las mejillas se le cubrieron de lágrimas—. Dolor…
Tanto dolor. Tanta pena… ¡Haz que pare! ¡Haz que pare!
—No —respondió Eragon.
Elva acudió a su lado, y también Saphira y Espina desde el otro extremo de la sala. Eragon observó, aliviado, que Arya estaba con ellos, chamuscada y ensangrentada, pero viva al fin y al cabo.
Galbatorix abrió los ojos como platos —redondos y perfilados, con una cantidad de blanco innatural— y se quedó con la mirada fija en la distancia, como si Eragon y todos los que tenía delante hubieran dejado de existir. Se estremeció y tembló, y movió la mandíbula, pero de su garganta no salió ningún sonido.
De pronto ocurrieron dos cosas a la vez. Elva soltó un alarido y se desvaneció, y Galbatorix gritó:
—
¡Waíse néiat!
«Sea la nada.»
Eragon no tuvo tiempo para palabras. Recurriendo de nuevo a los eldunarís, lanzó un hechizo para trasladarse a él, Saphira, Arya, Elva, Espina, Murtagh y los dos niños de la tarima al bloque de piedra donde estaba encadenada Nasuada. Y también formuló un hechizo para detener o repeler lo que pudiera hacerles daño.
Estaban aún a medio camino del bloque de piedra cuando Galbatorix se desvaneció en un resplandor más intenso que la luz del sol. Luego todo quedó a oscuras y en silencio: el hechizo protector de Eragon había surtido efecto.
Roran estaba sentado en una camilla que los elfos habían apoyado en uno de los muchos bloques de piedra esparcidos por el interior de la puerta en ruinas de Urû’baen, dando órdenes a los guerreros que tenía delante.
Cuatro de los elfos lo habían sacado de la ciudad, a un lugar donde podían usar la magia sin temor a que los hechizos de Galbatorix distorsionaran los suyos. Le habían curado el hombro dislocado y las costillas rotas, así como el resto de las heridas que le había infligido Barst, advirtiéndole que tardaría semanas en tener los huesos fuertes como antes, y le habían recomendado que mantuviera reposo el resto del día.
Aun así, él había insistido en volver a la batalla. Aquello había provocado una discusión con los elfos, pero él les dijo: