Legado (48 page)

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Authors: Christopher Paolini

La nube de escombros cayó: las partes más pesadas —piedras, trozos de madera y montones de tierra compactada— impactaron directamente sobre la superficie del lago, mientras que las partículas más pequeñas quedaron suspendidas en el aire formando una gran mancha marrón que se fue alejando hacia el oeste.

Ahora, delante de la puerta había un enorme agujero rodeado de losas del pavimento rotas, como un círculo de afilados dientes. Las puertas de la ciudad estaban abiertas: la explosión había roto la madera en unos puntos y la había astillado en otros, destrozándolas.

Eragon vio que, al otro lado de las puertas, los vardenos se apiñaban en las calles de fuera de las murallas. Aliviado, soltó el aire y bajó la cabeza, agotado. «Ha funcionado», pensó, sorprendido.

Luego irguió otra vez la cabeza, pues sabía que el peligro no había pasado aún.

Mientras los soldados se ponían en pie, los vardenos entraron en tropel en Dras-Leona soltando gritos de guerra y golpeando los escudos con las espadas. Al cabo de unos segundos, Saphira aterrizó entre ellos, y el combate terminó con una victoria aplastante: todos los soldados salieron huyendo para ponerse a salvo.

Eragon vio a Roran un momento en medio de ese mar de hombres y de enanos, pero lo perdió de vista antes de que su primo también lo reconociera.

—¿Arya…?

Eragon se había dado la vuelta y se alarmó al ver que la elfa no estaba a su lado. Miró a su alrededor y la vio en mitad de la plaza, rodeada por unos veinte soldados. Los hombres la sujetaban por los brazos y las piernas con fuerza e intentaban llevársela con ellos. Arya consiguió soltarse una mano y golpeó a uno de los hombres en la mandíbula rompiéndole el cuello, pero otro soldado ocupó su lugar y la elfa no tuvo oportunidad de golpear otra vez. Eragon corrió en su ayuda. A causa del cansancio, corrió con la espada bajada; de repente, la punta de
Brisingr
se enganchó con la cota de malla de un soldado muerto, cayó de la mano de Eragon y topó contra el suelo.

Eragon dudó, sin saber si debía volver a por ella, pero entonces vio que dos de los soldados apuñalaban a Arya con unas dagas; corrió hacia ella aún más deprisa.

Justo cuando estaba llegando a su lado, Arya se quitó de encima a sus atacantes. Antes de que pudieran volver a sujetarla, Eragon clavó el puño en las costillas de uno de ellos. Otro de los soldados, que llevaba un bigote encerado, lanzó una estocada dirigida a su pecho, pero él agarró la hoja de la espada con las manos desnudas y la partió en dos. Luego destripó al hombre con su propia espada rota. Al cabo de unos segundos, los soldados que querían llevarse a Arya estaban muertos o moribundos. Arya se encargó de acabar con los que Eragon no había matado.

Cuando terminaron, Arya dijo:

—Hubiera podido derrotarlos yo sola.

Eragon, inclinando el cuerpo hacia delante y apoyando las manos en las rodillas para respirar, respondió:

—Lo sé. —Y, haciendo un gesto hacia la mano derecha de ella, la que se había herido con las esposas y que todavía mantenía muy cerca del cuerpo, añadió—: Considéralo mi manera de darte las gracias.

—Es un obsequio bastante lúgubre —repuso la elfa sonriendo un poco.

Para entonces la mayoría de los soldados habían abandonado la plaza, y los que quedaban se encontraban acorralados por los vardenos y entregaban las armas. Eragon y Arya fueron a buscar la espada
Brisingr
y luego se dirigieron al terraplén, que estaba relativamente despejado. Allí se sentaron en el suelo con la espalda apoyada en la muralla y contemplaron a los vardenos que entraban en la ciudad.

Saphira pronto se reunió con ellos. En cuanto llegó, frotó el hocico contra Eragon, que sonrió y la acarició. La dragona ronroneó.

Lo has conseguido
—le dijo.

Lo hemos conseguido
—puntualizó él.

Blödhgarm, que continuaba a lomos de la dragona, se desabrochó las tiras de cuero que le sujetaban las piernas y saltó al suelo. Por un momento, Eragon vivió la extraña experiencia de verse a sí mismo y decidió, de inmediato, que no le gustaba cómo se le rizaba el cabello sobre las sienes. Blödhgarm pronunció una palabra en el idioma antiguo y todo él reverberó como un espejismo. Al cabo de un instante volvía a tener su aspecto de siempre: alto, peludo, de ojos amarillentos, grandes orejas y dientes afilados. No parecía ni un elfo ni un humano, pero en su expresión tensa y dura Eragon detectó la marca del dolor y de la rabia.


Asesino de Sombra
—dijo, saludando con la cabeza tanto a Arya como a Eragon—. Saphira me ha contado cuál ha sido el destino de Wyrden. Yo…

Pero antes de que terminara de hablar, los diez elfos que quedaban bajo el mando de Blödhgarm se alejaron de la masa de vardenos y corrieron hacia ellos con las espadas en la mano.


¡Asesino de Sombra!
—exclamaron—.
¡Argetlam! ¡Escamas Brillantes!

Eragon los saludó con un gesto cansado y se esforzó en responder las preguntas que le hacían, aunque hubiera preferido no hacerlo. Pero su conversación se vio interrumpida por un potente rugido: Thorn, completamente curado ya, se cernía sobre ellos en el aire. Soltando un juramento, Eragon trepó encima de Saphira y desenfundó la espada. Mientras, Arya, Blödhgarm y los demás elfos formaron un círculo protector alrededor de la dragona. La combinación de la fuerza de ambos era formidable, pero Eragon no estaba seguro de que fuera suficiente para vencer a Murtagh.

Todos los vardenos habían levantado los ojos hacia el cielo. Eran valientes, pero incluso los más valientes se amedrentaban ante la presencia de un dragón.

—¡Hermano! —bramó Murtagh con una voz tan potente que Eragon tuvo que taparse los oídos—. Pagarás por la sangre de Thorn. Toma Dras-Leona, si quieres. A Galbatorix no le importa. De todos modos, esta no será la última vez que nos veamos, Eragon
Asesino de Sombra
. Lo juro.

Y entonces dio media vuelta y sobrevoló Dras-Leona hacia el norte, y desapareció tras el velo de humo que se elevaba de las casas humeantes que rodeaban la catedral en ruinas.

A orillas del lago Leona

Eragon atravesaba el oscuro campamento con paso decidido, la mandíbula apretada y los puños cerrados. Había pasado las últimas horas reunido con Nasuada, Orik, Arya, Garzhvog, el rey Orrin y varios de sus consejeros, hablando sobre los sucesos de ese día y evaluando la situación de los vardenos. Antes de dar por terminada la reunión, habían contactado con la reina Islanzadí para informarla de que los vardenos habían conquistado Dras-Leona y de que Wyrden había muerto.

A Eragon no le había gustado tener que explicarle a la reina de qué manera había fallecido uno de sus más antiguos y poderosos hechiceros, y a ella tampoco le había complacido recibir esa noticia.

Su primera reacción había sido de tal tristeza que Eragon se sorprendió: no creía que conociera tanto a Wyrden. La conversación con Islanzadí había dejado a Eragon de mal humor, pues se le había hecho más evidente todavía lo absurda e innecesaria que había sido la muerte de Wyrden. «Si yo hubiera ido a la cabeza del grupo, hubiera sido yo el empalado por esas estacas —pensó, mientras continuaba buscando por el campamento—. O podría haber sido Arya.»

Saphira sabía lo que Eragon se proponía, pero había decidido regresar al trozo de hierba junto a la tienda donde acostumbraba a dormir, porque, tal como había dicho: «Si voy pateando a un lado y a otro de las tiendas despertaré a los vardenos, y se merecen un descanso». Pero continuaban en contacto mentalmente. Eragon sabía que si la necesitaba, Saphira acudiría a su lado en cuestión de segundos.

Para mantener la visión nocturna, evitaba acercarse demasiado a las hogueras y antorchas que había delante de muchas de las tiendas. Pero se aseguró de inspeccionar hasta el último rincón en busca de su presa.

Mientras buscaba, se le ocurrió pensar que quizás ella pudiera darle esquinazo. Sus sentimientos no eran nada amistosos, y eso significaba que podría detectar dónde se encontraba y, así, esconderse. A pesar de su juventud, era una de las personas más difíciles que había conocido nunca, fueran humanos, elfos o enanos.

Finalmente encontró a Elva sentada delante de una de las tiendas jugando a hacer cunitas al lado de un pequeño fuego. A su lado se encontraba su cuidadora, Greta, con dos agujas de tejer entre sus nudosos dedos. Eragon se detuvo un momento y las observó. La anciana parecía más alegre que otras veces que la había visto, y dudó si debía molestarlas. Pero entonces Elva dijo:

—No pierdas tu determinación ahora, Eragon. No ahora, que ya has llegado tan lejos.

Su voz sonó extrañamente apagada, como si hubiera estado llorando, pero cuando levantó la mirada sus ojos tenían una expresión fiera y desafiante. Greta pareció sobresaltarse cuando Eragon se acercó: recogió la lana y las agujas y, con un gesto de la cabeza, dijo:

—Saludos,
Asesino de Sombra
. ¿Quieres beber o comer alguna cosa?

—No, gracias.

Eragon se detuvo delante de la pequeña Elva y la miró. Ella le devolvió la mirada un instante, pero rápidamente volvió a dirigir la atención a los hilos que tenía entre los dedos. De repente, Eragon sintió un nudo en el estómago: se acababa de dar cuenta de que sus ojos violetas tenían el mismo tono que las amatistas que los sacerdotes de Helgrind habían utilizado para retenerlos a él y a Arya.

Arrodillándose, sujetó los hilos por la mitad haciendo que Elva se detuviera.

—Sé lo que quieres decirme —anunció ella.

—Es posible —gruñó Eragon—, pero lo diré de todas maneras. Tú mataste a Wyrden. Tú lo mataste, es como si lo hubieras apuñalado tú misma. Si hubieras venido con nosotros, nos hubieras podido avisar de que íbamos a caer en una trampa. Nos hubieras podido prevenir a todos. Yo vi morir a Wyrden, y vi cómo Arya se dañaba la mano. Todo por culpa tuya. Por culpa de tu rabia. De tu terquedad. De tu orgullo.

Ódiame, si quieres, pero no te atrevas a provocar el sufrimiento de nadie más por tal razón. Si quieres que los vardenos sean vencidos, ve a unirte a Galbatorix y termina de una vez. ¿Es eso lo que quieres?

Elva negó despacio con la cabeza.

—Entonces no quiero enterarme de que te has vuelto a negar a ayudar a Nasuada por despecho. Si no, tú y yo nos las veremos, Elva Vaticinadora, y no vas a ganar.

—Tú no podrías vencerme nunca —farfulló ella, tensa.

—Podrías llevarte una sorpresa. Tienes un talento muy valioso, Elva. Los vardenos necesitan tu ayuda, y ahora más que nunca. No sé cómo vamos a derrotar al rey en Urû‘baen, pero si estás con nosotros, si utilizas tu habilidad contra él, quizá tengamos una oportunidad de conseguirlo.

Elva pareció debatirse consigo misma. Al final asintió con la cabeza, y Eragon vio que estaba llorando. Unas gruesas lágrimas le rodaban por las mejillas. No se alegraba de su pena, pero sí sintió cierta satisfacción al comprobar que sus palabras la habían afectado tan profundamente.

—Lo siento —susurró ella.

Eragon soltó los hilos y se puso en pie.

—Tus disculpas no nos devolverán a Wyrden. Hazlo mejor a partir de ahora, y quizá puedas compensar tu error.

Eragon saludó con la cabeza a Greta, que había permanecido en silencio todo el rato, y se alejó. Mientras caminaba entre las oscuras hileras de tiendas, oyó que Saphira decía:
Has hecho bien. Actuará de otra manera a partir de ahora, creo.

Eso espero.

Reprender a Elva había sido una experiencia extraña para Eragon.

Recordaba las veces que Brom y Garrow lo habían reñido por sus errores, y el hecho de que ahora fuera él quien regañaba lo hacía sentir… diferente…, más maduro.

«La rueda del mundo sigue girando», pensó.

Paseó por el campamento sin prisa, disfrutando de la brisa fría que llegaba desde el lago escondido en las sombras.

Después de que capturaran Dras-Leona, Nasuada sorprendió a todos al insistir en que los vardenos no debían quedarse esa noche en la ciudad. No explicó el porqué de su decisión, pero Eragon sospechaba que, después del largo tiempo que habían pasado ante Dras-Leona, estaba ansiosa por reanudar el viaje hacia Urû‘baen. Y que, además, no quería quedarse mucho tiempo en una ciudad que podía estar infestada de agentes de Galbatorix.

Cuando los vardenos hubieron tomado cada una de las calles, Nasuada designó a unos cuantos guerreros para que se quedaran a cargo de la ciudad bajo el mando de Martland
Barbarroja
. Luego, los vardenos abandonaron Dras-Leona y se dirigieron hacia el norte siguiendo la orilla del lago. Durante el trayecto, un flujo constante de mensajeros a caballo había permitido que Martland y Nasuada continuaran discutiendo los numerosos asuntos referentes a la ciudad.

Antes de que los vardenos partieran, Eragon, Saphira y los hechiceros de Blödhgarm habían regresado a la catedral en ruinas para llevarse el cuerpo de Wyrden y para buscar el cinturón de Beloth
el Sabio
. Saphira solo tardó unos minutos en retirar el montón de piedras que bloqueaban la entrada a las salas subterráneas, y Blödhgarm y los hechiceros encontraron a Wyrden sin dificultad. Pero, por mucho que buscó y por muchos hechizos que empleó, Eragon no encontró el cinturón.

Los elfos transportaron el cuerpo de Wyrden sobre sus escudos hasta un montículo que se encontraba al lado de un pequeño arroyo, fuera de la ciudad. Allí lo enterraron mientras entonaban unas tristes canciones en el idioma antiguo. Sus melodías eran tan desconsoladas que Eragon lloró, y todos los pájaros y los animales que se encontraban por los alrededores parecieron detenerse a escuchar.

Yaela, la elfa de cabello plateado, se arrodilló al lado de la fosa, sacó una bellota del saquito que le colgaba del cinturón, y la plantó en la tierra a la altura del pecho de Wyrden. Y entonces los doce elfos, incluida Arya, cantaron a la bellota, que echó raíces, sacó un tallo y creció elevando sus ramas al aire como si quisiera agarrar el cielo.

Cuando hubieron terminado, el roble había alcanzado los seis metros de altura, y cada una de sus ramas ofrecía unas bonitas flores verdes.

Eragon pensó que era el entierro más hermoso al que había asistido. Le pareció mucho mejor que la costumbre que tenían los enanos de enterrar a sus muertos en la dura piedra de las salas subterráneas, y le gustó la idea de que el cuerpo del muerto alimentara un árbol que viviría cien años más. Si tenía que morir, decidió que quería que le plantaran un manzano para que sus amigos y su familia pudieran comer la fruta que su cuerpo había alimentado.

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