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Authors: Christopher Paolini

Eragon echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no olvidaban nada. Luego asintió con la cabeza, se dirigió hacia la puerta de la izquierda y la abrió tan silenciosamente como le fue posible. Al otro lado se abría una sala larga y ancha iluminada con antorchas. Y, de pie, formando dos ordenadas filas a ambos lados de esta, encontró a veinte de los guerreros vestidos de negro que les habían tendido la emboscada.

Al ver a Eragon, los soldados se llevaron la mano a la empuñadura de sus espadas.

Eragon soltó una maldición mentalmente y se lanzó hacia delante a toda carrera con la intención de atacarlos antes de que pudieran desenfundar las espadas y organizarse para hacerle frente. Pero no había avanzado casi nada cuando percibió un extraño movimiento al lado de cada uno de esos hombres: era como un borrón oscuro y casi invisible, como el movimiento de una pluma visto de reojo. Y, de repente, sin emitir ni un sonido, los veinte hombres cayeron al suelo, muertos.

Alarmado, Eragon se detuvo. Se dio cuenta de que todos ellos habían recibido una puñalada en el ojo. Una puñalada absolutamente limpia. Se dio la vuelta para preguntar a Arya y a Angela si sabían qué era lo que había sucedido, y enseguida vio que la herbolaria se apoyaba en la pared, doblada sobre sí misma y con las manos en las rodillas, esforzándose por recuperar el resuello. Tenía el rostro completamente lívido y las manos le temblaban. De la hoja de su puñal caían unas gruesas gotas de sangre.

El chico sintió miedo y admiración a partes iguales. Fuera lo que fuera lo que Angela hubiera hecho, quedaba lejos de su comprensión.

—Sabia —dijo Arya, que también parecía asombrada—, ¿cómo has conseguido hacer esto?

La herbolaria, a pesar de la respiración agitada, se rio.

—He utilizado un truco… que aprendí de mi maestro… Tenga… hace siglos. Que mil arañas le muerdan las orejas y los dedos huesudos.

—Sí, pero ¿«cómo» lo has hecho? —insistió Eragon. Un truco como aquel podría serles útil en Urû’baen.

La herbolaria volvió a reírse.

—¿Qué es el tiempo, sino movimiento? ¿Y qué es el movimiento, sino calor? ¿Y no son el calor y la energía nombres que designan la misma cosa? —Apartándose de la pared, se acercó a Eragon y le dio unas palmaditas en la mejilla—. Cuando comprendas lo que eso implica, entonces entenderás qué he hecho y cómo lo he hecho…

Hoy no podré volver a emplear este hechizo, porque me causaría daño, así que no esperéis que mate a todos los hombres con los que nos topemos la próxima vez.

Eragon se tragó su curiosidad, aunque tuvo que hacer un buen esfuerzo, y asintió con la cabeza. Luego arrancó una túnica y un jubón acolchado a uno de los hombres, se los puso encima y guio a los demás hacia un arco que quedaba al otro extremo de la sala.

A partir de ese momento ya no encontraron a nadie más en ese laberinto de habitaciones y de pasillos, pero tampoco vieron ni rastro de sus pertenencias. A pesar de que Eragon se alegraba de pasar desapercibido, también le inquietaba no cruzarse ni siquiera con un sirviente. Esperaba que nadie hubiera dado la alarma de que se habían escapado.

A diferencia de las habitaciones que habían atravesado hasta ese momento, estas estaban llenas de tapices, muebles y extraños objetos de cristal y de bronce que no tenían una utilidad evidente.

Eragon se sintió tentado varias veces de detenerse a inspeccionar un escritorio o una librería, pero se reprimió. No tenían tiempo de pararse a leer viejos papeles, por muy intrigantes que pudieran ser.

Cada vez que se encontraban con más de una opción, Angela decidía qué camino seguir. Pero Eragon iba a la cabeza sujetando la empuñadura de
Muerte Cristalina
con fuerza, tanta que la mano se le empezaba a agarrotar.

Al cabo de muy poco llegaron a un pasillo que terminaba ante unos escalones de piedra que ascendían, haciéndose cada vez más estrechos. A los pies de la escalera había dos novicios que llevaban unas campanas iguales a las que Eragon había visto antes. En cuanto los vio, se lanzó corriendo contra ellos y consiguió clavar la espada en el cuello del primero sin darle tiempo a gritar o a hacer sonar las campanas. Pero el otro pudo hacer ambas cosas antes de que Solembum le saltara encima y lo tumbara al suelo arañándole la cara.

Todo el pasillo se llenó del fragor de su tañido.

—¡Deprisa! —gritó Eragon, subiendo las escaleras.

Al llegar arriba se encontró ante una pared de unos tres metros de ancho que se levantaba, sola, sin colindar con ninguna otra estructura.

Estaba muy ornamentada y totalmente cubierta con unos símbolos grabados en la piedra que a Eragon le resultaron familiares. Sin detenerse mucho, pasó al otro lado de la pared y allí se encontró bajo una luz rosada tan intensa que tuvo que protegerse los ojos con la funda de
Muerte Cristalina
. Desorientado, se detuvo.

A un metro y medio de él se encontraba el sumo sacerdote, instalado encima de las andas. Tenía un corte en un hombro del cual le goteaba la sangre, y una de las sacerdotisas —una mujer a la que le faltaban las dos manos— recogía esas gotas con una copa que sujetaba entre sus dos muñones. El sumo sacerdote y la mujer volvieron la cabeza y miraron a Eragon, sorprendidos.

El chico miró por detrás de ellos y vio varias cosas al mismo tiempo: unas imponentes columnas que se levantaban hasta un techo abovedado; altas ventanas de cristales coloreados en las paredes: las de la izquierda filtraban los rayos del sol naciente mientras que las de la derecha se veían apagadas y sin vida; blancas estatuas entre las ventanas; hileras de bancos de granito veteado de distintos colores que cubrían todo el espacio de la nave hasta el otro extremo de la sala, y, ocupando las primeras cuatro hileras, unos sacerdotes vestidos de cuero negro y con la cabeza levantada, que cantaban con sus bocas tan abiertas como las de los pollos esperando ser alimentados. Eragon tardó un poco en darse cuenta de que se encontraba en el interior de la catedral de Dras-Leona, al otro lado del altar ante el cual una vez se había arrodillado con gran reverencia, mucho tiempo atrás.

La mujer manca dejó caer el cáliz y se puso en pie, cubriendo al sumo sacerdote con su cuerpo y extendiendo ambos brazos en cruz.

A Eragon le pareció ver, en el borde de las andas, la funda azul de
Brisingr
y el anillo
Aren
al lado. Dos guardias corrieron hacia él desde ambos lados del altar y lo atacaron con unas picas adornadas con borlas rojas. Esquivó al primero de ellos y le partió el asta de la pica, cuya punta salió volando por los aires. Luego tajó al hombre por la mitad:
Muerte Cristalina
cortó su carne y sus huesos con una facilidad asombrosa. Acabó con el segundo guardia con la misma facilidad, y se dispuso a enfrentarse a otros dos que se le habían acercado por detrás. Angela se le unió, blandiendo el puñal, y un poco a su izquierda oyó que Solembum soltaba un ronquido amenazador. Arya se mantenía un poco apartada, cargando todavía con el novicio.

La sangre del cáliz había cubierto el suelo alrededor del altar, y los guardias resbalaron en ella. Uno cayó sobre el otro, y los dos rodaron por el suelo. Eragon avanzó hacia ellos sin levantar los pies del suelo para evitar resbalar también y les dio muerte al instante, procurando no hacerse daño con la espada de la herbolaria.

Entonces pareció que el sumo sacerdote gritaba desde muy lejos:

—¡Matad a los infieles! ¡Matadlos! ¡No permitáis que estos blasfemos escapen! ¡Deben ser castigados por sus crímenes contra los Antiguos!

Los sacerdotes empezaron a aullar y patear el suelo.

De repente, Eragon sintió que todas esa mentes acuchillaban suconciencia, como una manada de lobos que desgarran a su presa.

Se retiró a las profundidades de su ser, rechazando esos ataques con las técnicas que había practicado con Glaedr. Pero era difícil defenderse de tantos enemigos a la vez, y tuvo miedo de no ser capaz de mantener mucho tiempo esa resistencia. La única ventaja era que esos sacerdotes, asustados y desorganizados, lo atacaban individualmente y no en bloque. De no haber sido así, la fuerza de todos ellos actuando al mismo tiempo lo hubiera vencido.

Cuando ya estaba a punto de desfallecer, sintió que la conciencia de Arya ejercía presión contra la suya: una presencia familiar y consoladora en medio de la furia de sus enemigos. Aliviado, Eragon se abrió a ella, y ambos unieron sus mentes igual que habían hecho con Saphira en otras ocasiones. Las identidades de ambos se fusionaron y Eragon dejó de saber de dónde procedían muchos de sus sentimientos y pensamientos. Juntos atacaron mentalmente a uno de los sacerdotes, que se debatió por escapar de las garras de sus conciencias como un pez que se quisiera escurrir entre sus dedos, pero Eragon y Arya mantuvieron la fuerza de su agarre y no lo permitieron. El hombre recitaba una extraña frase en un intento para impedirles la entrada en su mente, tal vez se trataba de un fragmento del
Libro de Tosk
. Pero al sacerdote le faltaba disciplina y muy pronto perdió la concentración y pensó: «Los infieles están demasiado cerca del señor. Tenemos que matarlos antes de que… ¡Un momento! ¡No! ¡No…!».

Eragon y Arya habían aprovechado ese momento de debilidad y pronto tuvieron al sacerdote bajo su dominio. Cuando se hubieron asegurado de que el hombre no tenía fuerzas físicas ni mentales para vengarse, la elfa elaboró un hechizo para examinar sus recuerdos y averiguó cómo traspasar los escudos mágicos que los protegían a todos ellos.

Entonces, uno de los sacerdotes que se encontraba en la tercera hilera de bancos chilló al ver que el fuego prendía en su cuerpo: unas llamas verdes le salían por las orejas, la boca y los ojos. El fuego prendió también en otros sacerdotes que estaban cerca de él y los demás empezaron a gritar y a correr de un lado a otro, enloquecidos.

Ese barullo general hizo que el ataque contra Eragon perdiera fuerza.

Las llamaradas de fuego crepitaban como el estallido de los rayos en una tormenta.

Angela se lanzó contra los sacerdotes apuñalando a todo aquel que encontraba a su paso. Solembum la siguió, acabando con los que caían al suelo.

A partir de ese momento, a Eragon y a Arya les resultó sencillo tomar el control de las mentes de sus enemigos. Juntos todavía, mataron a cuatro sacerdotes más, y entonces los que quedaban se dispersaron. Algunos huían por el vestíbulo que, según recordaba Eragon, conducía a un priorato adosado a la catedral. Otros se ocultaban tras los bancos y se cubrían la cabeza con los brazos.

Pero hubo seis sacerdotes y sacerdotisas que, en lugar de escapar o esconderse, se lanzaron contra él blandiendo unos cuchillos de hoja curva. Eragon atacó a la primera de ellas de inmediato, pero la mujer llevaba un escudo mágico que paró el golpe de
Muerte Cristalina
a quince centímetros de su cuerpo. Él sintió un fuerte tirón en el brazo.

Entonces utilizó el brazo izquierdo para golpear a la mujer. Fuera cual fuera el motivo, el hechizo no detuvo su puño contra el pecho de ella, y la sacerdotisa cayó encima de los que la seguían. Pero el grupo se recuperó y volvió al ataque. Eragon paró un torpe intento de uno de ellos, lanzó un grito y le clavó el puño en el vientre, lanzando al hombre contra uno de los bancos. Luego mató al siguiente sacerdote de forma similar. El sacerdote que quedaba a su derecha sucumbió por un dardo que se le clavó en el cuello, y otro cayó al suelo bajo el ataque de Solembum. Solo quedaba uno de los seguidores de Tosk, una mujer: Arya la agarró por la pechera con la mano que le quedaba libre y la lanzó por los aires.

Durante la escaramuza, cuatro novicios habían levantado las andas del sumo sacerdote y se lo llevaban con paso rápido por el lado este de la catedral, en dirección a la entrada principal. En cuanto se dio cuenta de ello, Eragon subió al altar de un salto tirando al suelo un plato y una copa y, desde allí, saltó por encima de los cuerpos de los sacerdotes para lanzarse a la carrera hacia el otro extremo de la catedral, para perseguir a los novicios. Estos, al ver que Eragon llegaba a la puerta, se pararon.

—¡Dad la vuelta! —gritó el sumo sacerdote—. ¡Dad la vuelta!

Sus sirvientes obedecieron, pero se encontraron frente a Arya, que transportaba a uno de los suyos sobre los hombros. Los novicios chillaron y corrieron hacia uno de los lados pasando entre dos hileras de bancos. Pero no habían avanzado mucho cuando Solembum apareció por el otro extremo cerrándoles el paso. El hombre gato avanzaba hacia ellos con las orejas pegadas a la cabeza y emitiendo un ronquido tan profundo que a Eragon se le pusieron todos los pelos de punta. Tras él se acercaba Angela, desde el altar, con el puñal en una mano y un dardo verde y amarillo en la otra.

Eragon se preguntó cuántas armas llevaba encima.

Pero los novicios no perdieron el coraje ni abandonaron a su señor, sino que lanzaron un grito y corrieron incluso más rápido en dirección a Solembum, quizá porque el gato era el más pequeño de sus enemigos y les debía de parecer que sería más fácil vencerlo. Pero estaban equivocados. Solembum, con un movimiento fluido, se agachó para tomar impulso y saltó hacia uno de los novicios que iban delante. Mientras el hombre gato volaba por los aires, el sumo sacerdote pronunció una palabra en el idioma antiguo. Eragon no la comprendió, pero no cabía duda de que pertenecía al idioma de los elfos. El hechizo no tuvo ningún efecto en Solembum, aunque Eragon se dio cuenta de que Angela trastabillaba como si hubiera recibido un golpe.

Solembum se precipitó sobre uno de los novicios y el joven cayó al suelo, gritando bajo las zarpas del hombre gato. Los demás novicios tropezaron con el cuerpo de su compañero y también cayeron al suelo tumbando al sumo sacerdote sobre uno de los bancos, donde se quedó retorciéndose como un gusano.

Al cabo de un instante, Eragon llegó hasta ellos y acabó con los jóvenes con tres golpes de la espada. El cuarto había sucumbido bajo las fauces de Solembum.

Cuando estuvo seguro de que los hombres estaban muertos, se dio la vuelta para acabar de una vez por todas con el sumo sacerdote.

Pero mientras se acercaba a la lisiada criatura, una mente lo invadió.

Penetraba y tanteaba hasta las partes más profundas e íntimas de su mente, intentando encontrar sus pensamientos. Ese violento ataque obligó a Eragon a detenerse y a concentrarse para poder defenderse del intruso.

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