Legado (46 page)

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Authors: Christopher Paolini

Thorn se lanzó sobre ella una y otra vez, intentando provocarla para que levantara el vuelo, pero Saphira se negó a hacerlo. Después de pasar por encima de ella unas cuantas veces más, el dragón se cansó de instigarla y aterrizó al otro extremo de la cueva de los alcaudones negros abriendo sus enormes alas para no perder el equilibrio. En cuanto posó las cuatro patas encima del tejado, el edificio entero tembló. Muchas de las ventanas de cristales de colores de los muros de abajo se rompieron y cayeron al suelo.

Ahora él era más grande que Saphira, gracias a la intromisión de Galbatorix rompedor de huevos, pero la dragona no se dejaba intimidar. Ella tenía más experiencia que Thorn, y además había entrenado con Glaedr, que era más grande que Saphira y Thorn juntos. Además, Thorn no se atrevería a matarla…, ni tampoco creía que deseara hacerlo.

El dragón rojo gruñó y dio un paso hacia delante clavando las uñas en las tejas del tejado. Saphira también gruñó y retrocedió un poco hasta que notó la base de las púas que se levantaban como un muro encima de la parte frontal de la cueva de los alcaudones negros.

Saphira vio que Thorn enroscaba la punta de la cola y supo que el dragón estaba a punto de saltar, así que inhaló con fuerza y le lanzó un torrente de llamas. Ahora su misión era impedir que Thorn y Murtagh se dieran cuenta de que el jinete que la montaba no era Eragon y, por tanto, tenía que mantenerse alejada de ellos para que Murtagh no pudiera leer los pensamientos del lobo-elfo reflejo de Eragon. Otra estrategia consistía en atacar con tanta ferocidad que Murtagh no tuviera tiempo de hacerlo, lo cual sería difícil, pues este estaba acostumbrado a luchar a lomos de Thorn mientras el dragón se retorcía surcando el aire. Pero ahora estaban muy cerca de tierra, y eso era una ayuda para la dragona, pues ella prefería atacar. Siempre atacar.

—¿Eso es lo mejor que sabes hacer? —gritó Murtagh con una voz modificada por la magia desde el interior de la bola de fuego que lo envolvía.

En cuanto la última llama se apagó en el interior de sus fauces, Saphira saltó hacia Thorn y lo golpeó directamente en el pecho. Los dos dragones entrelazaron los cuellos, golpeándose las cabezas, mientras cada uno intentaba morder al otro. La fuerza del impacto había tumbado a Thorn de espaldas sobre la cueva de los alcaudones negros y agitaba las alas, golpeando a Saphira. Los dos cayeron al suelo con tanta fuerza que las casas que había a su alrededor quedaron destrozadas y las piedras del pavimento se rompieron bajo su peso. Se oyó un crujido en el ala izquierda de Thorn, y el dragón arqueó la espalda de una forma poco natural, pero los escudos mágicos de Murtagh evitaron que quedara aplastado contra el suelo.

Saphira oyó que Murtagh, bajo el cuerpo de Thorn, soltaba una maldición y decidió que era mejor apartarse de él antes de que el enojado bípedo de orejas redondas empezara a lanzar hechizos contra ella.

Así que Saphira tomó impulso contra el vientre de Thorn y, tras dar un salto, aterrizó en la casa que quedaba detrás del dragón. Pero ese edificio no era bastante resistente para soportar su peso, así que la dragona se elevó en el aire de nuevo y, solo por si acaso, prendió fuego a toda la manzana de edificios.

«A ver qué hacen ahora», pensó, satisfecha, mientras contemplaba como las llamas devoraban todas las estructuras de madera.

Saphira regresó a la cueva de los alcaudones negros y, tras meter las uñas debajo de las tejas, empezó a destrozar el tejado igual que había hecho en la fortaleza de Durza Gil’ead. Pero ahora ella era más grande. Ahora era más fuerte. Y los bloques de piedra no le pesaban más que si hubieran sido piedras de río. Los sacerdotes sedientos de sangre que oraban allí dentro habían hecho daño a su compañero de corazón y mente, y también a Arya elfa sangre de dragón, a Angela rostro joven mente anciana y al hombre gato Solembum (el de los muchos nombres). Además, habían matado a Wyrden. Y Saphira, como venganza, estaba decidida a destruir la cueva de los alcaudones negros.

Al cabo de unos segundos ya había abierto un gran agujero en el tejado. Entonces, lanzó una fuerte llamarada al interior del edificio.

Luego, con las garras, arrancó los tubos del órgano que estaban sujetos a la pared posterior, que cayeron encima de los bancos y provocaron un gran estruendo.

Thorn, todavía en la calle, soltó un rugido y se elevó por encima de la cueva de los alcaudones negros. Se quedó suspendido en el aire, haciendo batir las alas con fuerza. Su silueta oscura se recortaba delante del muro de llamas que se elevaba desde las casas de abajo, pero sus alas traslúcidas emitían unos destellos anaranjados y carmesíes. De repente, se lanzó hacia Saphira con las garras por delante.

La dragona esperó hasta el último momento y, entonces, saltó a un lado, alejándose de la cueva de los alcaudones negros. Thorn aterrizó de cabeza sobre la base del chapitel central de la catedral. La alta aguja de piedra agujereada tembló a causa del impacto y su ornamentada punta dorada se rompió y cayó a la plaza, a más de doce metros. Thorn soltó un rugido de frustración, esforzándose por ponerse en pie, pero las patas traseras le resbalaron hacia el agujero que Saphira acababa de hacer, y el dragón tuvo que clavar las uñas con fuerza en las tejas para no caer. Saphira aprovechó el momento de debilidad de Thorn y voló hasta la parte frontal de la cueva de los alcaudones negros para posarse al otro lado del chapitel contra el cual había chocado el dragón. Allí, y reuniendo todas sus fuerzas, dio un golpe al chapitel con la pata delantera. Los ornamentos y las figuras de piedra se rompieron, y una nube de polvo llenó las fosas nasales de la dragona. Grandes trozos de piedra y mortero cayeron a la plaza, pero el chapitel resistió. Así que Saphira lo golpeó otra vez.

Al ver lo que la dragona pretendía hacer, Thorn empezó a rugir de pánico sin dejar de esforzarse por no caer en el agujero. Saphira dio un tercer golpe, y entonces la alta aguja de piedra se rompió por la base y, con una lentitud terrible, se desmoronó hacia atrás. La alta torre de piedra cayó encima de Thorn, lanzándolo al interior del edificio y enterrándolo bajo un montón de cascotes.

El eco del chapitel al romperse e impactar contra el suelo se oyó por toda la ciudad nido de ratas como si hubiera sido el estallido de un trueno.

Saphira gruñó sintiéndose victoriosa. Sabía que Thorn saldría de debajo de la montaña de escombros muy pronto, pero hasta ese momento el dragón se encontraba a su merced. Inclinando un poco las alas, dio la vuelta alrededor de la cueva de los alcaudones negros.

Al pasar por los laterales del edificio fue golpeando cada uno de los contrafuertes que sostenían los muros, y los bloques de piedra cayeron al suelo con un desagradable estrépito. Cuando todos los contrafuertes hubieron caído, las paredes empezaron a oscilar de un lado al otro. Los esfuerzos de Thorn por salir de debajo del montón de piedras solo sirvieron para empeorar la situación y, al cabo de unos segundos, los muros cedieron. La estructura entera se derrumbó con un gran estruendo y una inmensa nube de polvo se elevó en el aire.

Saphira bramó, triunfante. Luego aterrizó sobre sus patas traseras al lado del montón de escombros y lanzó una llamarada de fuego que chamuscó todas las piedras. En ella concentró todas sus fuerzas para que la temperatura del fuego fuera lo más alta posible. Las llamas se podían apagar fácilmente con la magia, pero reducir el calor requería un gran gasto de energía. Si conseguía obligar a Murtagh a gastar sus energías en evitar que Thorn y él se quemaran vivos —teniendo en cuenta la fuerza que ya estaba empleando para no morir aplastados—quizás Eragon y los dos bípedos de orejas puntiagudas tuvieran una oportunidad de vencerlo.

Mientras la dragona escupía llamaradas de fuego, el lobo-elfo que cabalgaba sobre su lomo entonó un hechizo. Saphira no sabía para qué servía, pero tampoco le importaba mucho. Confiaba en ese bípedo. Fuera lo que fuera ese conjuro, estaba segura de que serviría para algo.

De repente, los bloques del montón salieron volando por los aires y Thorn, con un potente rugido, emergió de entre las piedras. Saphira retrocedió. Las alas del dragón estaban aplastadas, como las de una mariposa pisoteada, y tenía varias heridas que le sangraban en las patas y en la espalda. Al verla, Thorn gruñó y sus oscuros ojos rubís brillaron con rabia. Por primera vez, Saphira lo había hecho enojar de verdad. La dragona se dio cuenta de que Thorn estaba deseando arrancarle la carne y probar el sabor de su sangre. «Bien», pensó, Saphira. Tal vez ese dragón no fuera una gallina apocada y miedosa, al fin y al cabo.

Murtagh metió la mano en un saquito que llevaba colgado del cinturón y sacó un objeto pequeño y redondo. Saphira sabía por experiencia propia que ese objeto estaba hechizado y que servía para curar las heridas de Thorn. Sin esperar, levantó el vuelo en un intento de ganar tanta altitud como fuera posible antes de que Thorn fuera capaz de ir tras ella. Al cabo de unos instantes, miró hacia abajo y vio que el dragón ya la estaba siguiendo a una velocidad vertiginosa: era un gran halcón rojo de garras afiladas. Saphira estaba a punto de dar media vuelta y de lanzarse en picado contra él cuando oyó que Eragon gritaba:

¡Saphira!

Alarmada, la dragona continuó girando hasta que se colocó en dirección al arco sur de la ciudad, donde había sentido la presencia de su Jinete. Acercó las alas al cuerpo y bajó rápidamente hacia el arco de la puerta. Cuando pasó por delante de Thorn, este se lanzó a por ella y Saphira supo, sin mirar, que el dragón la seguía de cerca.

Los dos se precipitaron en dirección al delgado muro de la ciudad nido de ratas, y el frío aire húmedo de la mañana aulló como un lobo herido en los oídos de Saphira.

Martillo y yelmo

«¡Por fin!», pensó Roran al oír que los cuernos de los vardenos anunciaban su avance.

Miró hacia Dras-Leona y vio que Saphira se precipitaba hacia la masa de edificios. Sus escamas brillaban a la luz del sol naciente.

Abajo, Thorn se desperezó, como un gato que hubiera estado tomando el sol, y salió tras ella.

Roran sintió que una corriente de energía le atravesaba todo el cuerpo. Por fin había llegado la hora de la batalla. Estaba ansioso por terminar. Pensó un momento en Eragon, preocupado, pero se levantó al instante del tronco en que había estado sentado y corrió a unirse a los demás hombres, que ya estaban formando.

Roran miró a un lado y a otro de las filas, para comprobar que las tropas estuvieran preparadas. Habían estado esperando durante casi toda la noche, y los hombres se encontraban cansados, pero él sabía que el miedo y la excitación pronto les despejarían la cabeza. El propio Roran también se sentía cansado, pero no le importaba. Ya dormiría cuando la batalla hubiera terminado. Hasta ese momento, su principal preocupación era conseguir que tanto sus hombres como él continuaran con vida.

Sin embargo, sí deseó tener tiempo de tomar una taza de té para calmar su estómago. La noche anterior había comido algo que le había sentado mal, y desde entonces sentía náuseas y dolores de estómago. A pesar de todo, la incomodidad no era tanta como para que no pudiera luchar. O eso esperaba.

Satisfecho con el estado de sus hombres, Roran se puso el yelmo.

Luego cogió el martillo con una mano y pasó la otra por detrás de las tiras de sujeción del escudo.

—A tus órdenes —le dijo Horst, acercándose a él.

Roran lo saludó con un gesto de la cabeza. Había designado al herrero su segundo, una decisión que Nasuada había aceptado sin objetar nada. Aparte de Eragon, no había nadie más en quien Roran confiara para tener al lado durante la batalla. Sabía que había sido una resolución egoísta por su parte —Horst tenía un hijo recién nacido y los vardenos necesitaban su habilidad como herrero—, pero no había nadie tan adecuado para esa misión. El hombre no se había mostrado especialmente entusiasmado por ese ascenso, pero tampoco había parecido contrariado. Solo se había dedicado a organizar el batallón de Roran con la efectividad y la tranquila seguridad en sí mismo que este sabía que tenía.

Los cuernos sonaron de nuevo. Roran levantó el martillo.

—¡Adelante! —gritó.

Se puso a la cabeza de los cientos de hombres del ejército, que marcharon flanqueados por los otros cuatro batallones de vardenos.

Mientras los guerreros avanzaban al trote por los campos que los separaban de Dras-Leona, unos gritos de alarma sonaron por toda la ciudad. Al cabo de un momento se oyeron campanas y cuernos, y pronto toda la ciudad se llenó con el furioso clamor del ejército defensor. Además, en el centro de la urbe se estaba produciendo un estruendo ensordecedor a causa de la lucha que mantenían los dos dragones. De vez en cuando, Roran veía que uno de ellos, brillante, se elevaba por encima de los edificios. Pero durante casi todo el rato permanecieron ocultos a la vista.

Enseguida estuvieron cerca del desordenado laberinto de edificios que rodeaba las murallas de la ciudad. Sus estrechas y oscuras calles se veían lúgubres y poco hospitalarias. Roran se inquietó. Allí sería muy fácil que los soldados del Imperio —o incluso los ciudadanos de Dras-Leona— les tendieran una emboscada. Luchar en ese espacio tan cerrado sería más brutal, confuso y duro de lo habitual. Roran sabía que, si eso sucedía, pocos de sus hombres saldrían ilesos.

Mientras se desplazaba por entre las sombras de la primera línea de chozas, Roran sintió un desagradable nudo en el estómago y sus náuseas aumentaron. Se lamió los labios. Se sentía mal.

«Será mejor que Eragon abra las puertas —pensó—. Si no…, nos quedaremos atrapados aquí, como corderos esperando que los lleven al matadero.»

Y los muros cayeron…

Un estruendo como de piedras en avalancha hizo que Eragon se detuviera y mirara hacia atrás.

Entre los tejados de dos casas lejanas vio que la aguja de la catedral no estaba en el mismo sitio de siempre. En su lugar había un espacio vacío, y una nube de polvo se elevaba hacia las nubes como una columna de humo blanco. Eragon sonrió para sí, orgulloso de Saphira. Para crear el caos y la confusión, los dragones eran únicos.

«Adelante —pensó—. ¡Hazla pedazos! Entierra sus lugares sagrados bajo una montaña de piedra de treinta metros.»

Luego continuó corriendo por los callejones oscuros y tortuosos al lado de Arya, Angela y Solembum. Ya había bastante gente en las calles: mercaderes que se dirigían a abrir sus tiendas, vigilantes nocturnos que regresaban a casa para dormir, nobles ebrios que acababan de abandonar sus placeres, vagabundos que dormían en los portales y soldados que corrían desordenadamente hacia las murallas de la ciudad. Todos ellos, incluso los que corrían, no dejaban de mirar hacia la catedral, pues el ruido que provocaba la lucha de los dos dragones resonaba en cualquier punto de la ciudad. Todo el mundo —desde los necesitados mendigos hasta los nobles bien vestidos—parecía aterrorizado. Nadie prestó la más mínima atención a Eragon ni a sus acompañantes. El chico pensó que eso, en parte, era debido al hecho de que tanto él como Arya podían pasar por humanos normales a primera vista.

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