Authors: Christopher Paolini
Entonces aparecieron todavía más guerreros por las puertas ocultas de los pasillos. Eragon se encontró rodeado por todos lados, empujado a uno y otro lado por la fuerza de todos ellos. Notó que lo sujetaban por las piernas y por los brazos, y que estaban a punto de inmovilizarlo.
—
Kverst
—gruñó sin aliento.
Esa era una de las doce palabras élficas que Oromis le había enseñado. Tal como sospechaba, ese conjuro no tuvo ningún efecto: los hombres estaban protegidos contra ataques mágicos. Entonces preparó el conjuro que Murtagh utilizó una vez contra él:
—
¡Thrysta vindr!
Era una golpe indirecto, pues con ese hechizo no lanzaba un ataque contra esos hombres, sino que simplemente empujaba el aire contra ellos. Y funcionó. Un fuerte viento surgió, aullando, en el interior de la sala, y levantó el cabello y la capa de Eragon y apartó a los hombres a su alrededor. Delante de él quedó un espacio de unos tres metros. El chico perdió gran parte de sus fuerzas al hacerlo, pero todavía no estaba incapacitado para seguir luchando.
Se dio la vuelta para ver qué hacían los demás, y se dio cuenta de que no había sido el único en encontrar la manera de burlar los escudos mágicos de esos hombres: unos relámpagos de luz se proyectaban desde el brazo de Wyrden y se enroscaban alrededor de todo aquel que tuviera la desgracia de pasar por delante de él. Esos hilos de energía parecían tener una consistencia casi líquida cuando se enrollaban alrededor de sus víctimas.
Más y más hombres de negro continuaban llegando a la habitación.
—¡Por aquí! —gritó Arya, corriendo hacia el séptimo pasillo, el único que no había examinado antes de que cayeran en esa emboscada.
Wyrden la siguió, al igual que Eragon. Angela cerró la comitiva, cojeando mientras se apretaba con la mano un sangriento corte que tenía en el hombro. Los hombres vestidos de negro dudaron unos momentos, sin saber qué hacer. Pero pronto soltaron un rugido furioso y corrieron tras ellos.
Mientras huían por el pasillo, Eragon se concentró en elaborar una variación del conjuro anterior para poder matar a esos hombres en lugar de solamente empujarlos. Enseguida lo consiguió, y lo dejó preparado para poder utilizarlo en cuanto tuviera enfrente a un número importante de esos tipos.
«¿Quiénes son? —se preguntó—. ¿Cuántos son?»
Al fondo del pasillo, hacia arriba, apareció una abertura por la cual se colaba una suave luz púrpura, y Eragon sintió una fuerte aprensión al verla. Y justo en ese momento, Angela soltó un grito. Hubo un fulgor anaranjado y se oyó un golpe sordo. El ambiente se llenó de un denso olor a sulfuro. Eragon se giró, y vio que cinco hombres arrastraban a la herbolaria hacia el interior de un pasaje que se abría a un lado del pasillo.
—¡No! —exclamó Eragon.
Pero antes de que pudiera impedirlo, una puerta se cerró en silencio y bloqueó la entrada del pasaje, y la pared quedó completamente lisa de nuevo.
—¡
Brisingr
! —gritó.
La espada prendió envolviéndose en llamas. Eragon apoyó su punta contra el muro intentando penetrarlo con el acero para abrir un agujero en la piedra. Pero esta era gruesa y se fundía con lentitud. Pronto se dio cuenta de que eso le costaría mucha más energía de la que estaba dispuesto a sacrificar. Entonces Arya apareció a su lado. La elfa apoyó la mano en la pared de roca y murmuró:
—
Ládrin
.
«Ábrete.» Al oírla, Eragon se sintió avergonzado de que no se le hubiera ocurrido antes tal cosa. Pero la puerta se negaba a ceder.
Sus perseguidores estaban tan cerca que Eragon y Arya no pudieron hacer otra cosa que darse la vuelta para hacerles frente. El chico pensó en lanzar el hechizo que había preparado, pero el pasillo era demasiado estrecho: solamente pasaban dos hombres a la vez, así que no conseguiría matarlos a todos. Decidió guardarlo para otra ocasión en que pudiera servirle para acabar con un número mayor de enemigos a la vez.
Decapitaron a los dos primeros hombres y acabaron con los siguientes dos hombres que aparecieron por detrás. Así, en una rápida sucesión, mataron a seis guerreros más, pero parecía que su número era infinito.
—¡Por aquí! —gritó Wyrden en ese momento.
—
¡Stenr slauta!
—exclamó Arya.
De repente, a pocos metros de donde la elfa se encontraba, todas las piedras del pasillo estallaron y los hombres vestidos de negro tuvieron que protegerse de la lluvia de afilados fragmentos de piedra que les cayó encima. Más de uno quedó lisiado y se precipitó al suelo, incapaz de seguir.
Eragon y Arya siguieron a Wyrden, que ya corría en dirección a la abertura que había al final del pasillo. El elfo se encontraba a solo nueve metros de ella.
Luego a tres…
Luego a uno y medio…
Y de repente, del suelo y del techo emergieron unas afiladas estacas de amatista que atraparon a Wyrden. El elfo se elevó en el aire y quedó flotando a pocos centímetros de distancia de esas puntas afiladas, que amenazaban con traspasarle sin conseguirlo debido a sus escudos mágicos. Pero entonces las estacas se encendieron con unas potentes descargas eléctricas y sus afiladas puntas lanzaron unos luminosos rayos contra él. Y con la misma rapidez con que se habían encendido, se apagaron.
Wyrden gritó, sufriendo convulsiones en todo el cuerpo. Su esfera de luz se apagó, y el elfo dejó de moverse.
Eragon corrió hacia él y se detuvo ante las primeras estacas. Le costaba creer lo que había visto. A pesar de toda su experiencia, nunca antes había presenciado la muerte de un elfo. Wyrden, Blödhgarm y los demás eren seres tan excepcionalmente dotados que había creído que solo podían morir si se enfrentaban a alguien como Galbatorix o Murtagh. Arya parecía igual de asombrada, pero reaccionó con prontitud:
—Eragon —le dijo en tono de apremio—, abre paso con
Brisingr
.
El chico comprendió qué pretendía: su espada, a diferencia de la de ella, sería inmune a cualquier magia que esas estacas contuvieran.
Levantó el brazo y descargó un golpe con toda la fuerza de que fue capaz. Seis estacas se partieron al ser golpeadas por el filo adamantino de
Brisingr
produciendo un claro sonido como de campana al romperse. Y al tocar el suelo, tintinearon como si fueran de hielo.
Eragon avanzaba por el lado derecho del pasillo, con cuidado de no golpear ninguna de las ensangrentadas estacas que sujetaban el cuerpo de Wyrden. Golpeó una y otra vez, abriéndose paso por ese brillante bosque de amatistas y lanzando fragmentos a un lado y a otro. Uno de ellos le hizo un corte en la mejilla. Eragon se sorprendió al comprobar que sus escudos mágicos no habían funcionado.
Tenían que avanzar con cuidado por entre los afilados trozos que quedaban tanto en el suelo como en el techo, pues corrían el riesgo de que los de abajo les perforaran las botas, y los de arriba podían cortarles la cabeza o el cuello. A pesar de eso, Eragon consiguió llegar al otro extremo sin sufrir más que un pequeño corte en la pantorrilla derecha, que le dolía cada vez que apoyaba el cuerpo en esa pierna. Mientras ayudaba a Arya a salvar las últimas estacas, vio que los hombres de negro estaban a punto de darles alcance. Los dos se lanzaron corriendo hacia la abertura y penetraron a ciegas en la luz púrpura que brillaba a través de ella. Eragon, deseando vengarse de la muerte de Wyrden, tenía la intención de, una vez allí dentro, darse la vuelta y enfrentarse a sus atacantes para matarlos a todos a la vez.
Habían entrado en una oscura sala de piedra muy parecida a las cuevas subterráneas de Tronjheim. En el centro del suelo se veía un amplísimo mosaico circular hecho de mármol, calcedonia y hematita pulidas. Rodeando ese mosaico había unos trozos de amatista sin pulir y del tamaño de un puño que descansaban encima de unos anillos de plata. Cada uno de ellos emitía un suave resplandor. Esa era la luz que habían visto desde el pasillo. Al otro lado del mosaico, delante de la pared del otro extremo de la sala, había un gran altar de color negro cubierto con una tela escarlata.
Eragon vio todo eso en un momento, mientras entraba corriendo en la sala y justo antes de darse cuenta de que el impulso de la misma carrera lo llevaba al centro del mosaico rodeado de amatistas. Quiso detenerse, dar un giro, pero era demasiado tarde. Desesperado, intentó la única posibilidad que le quedaba: dar un gran salto en dirección al altar con la esperanza de pasar por encima del mosaico.
Mientras volaba por encima del círculo de amatistas, su último sentimiento fue de arrepentimiento, y su último pensamiento, para Saphira.
Lo primero que Eragon notó fue la diferencia de colores. Los bloques de piedra del techo parecían más vivos que antes. Detalles que anteriormente habían pasado desapercibidos, ahora se veían con toda nitidez. Y otros que habían sido evidentes, ahora parecían apagados.
Y, debajo de él, el mosaico de piedra se veía más lujoso.
Tardó unos instantes en comprender el porqué de ese cambio: la esfera de luz de Arya ya no iluminaba la sala. La poca luz que había procedía del resplandor de las amatistas y de unas velas encendidas que reposaban en unos candelabros.
Entonces se dio cuenta de que tenía algo en la boca que le obligaba a mantener la mandíbula abierta en una posición dolorosa y que su cuerpo colgaba de las muñecas, sujetas a unas cadenas que pendían del techo. Intentó moverse, y descubrió que también tenía los tobillos atados a unos aros de metal encadenados al suelo.
Giró la cabeza y vio que Arya estaba a su lado, amordazada y colgada del techo igual que él. También le habían metido una bola de tela en la boca y le habían atado un trapo alrededor de la cabeza para mantenérsela sujeta.
La elfa estaba consciente y lo miraba. Eragon se dio cuenta de que se sentía aliviada al ver que él había despertado.
«¿Por qué no ha escapado ya? —se preguntó Eragon—. ¿Qué ha pasado?»
Notó que pensaba con lentitud, como si estuviera ebrio o mareado de cansancio. Miró hacia abajo y vio que le habían quitado todas las armas. Solamente llevaba puestos los calzones. El cinturón de Beloth
el Sabio
había desaparecido, al igual que el collar que los enanos le habían dado y que evitaba que su presencia pudiera ser detectada a través de la bola de cristal o de los espejos. Al levantar la vista, se dio cuenta de que tampoco tenía el anillo élfico
Aren
.
El pánico lo atenazó. Pero se tranquilizó un poco diciéndose que no estaba del todo desvalido, que todavía podía elaborar hechizos.
Puesto que lo habían amordazado, tendría que pronunciar los conjuros mentalmente, lo cual era un poco más peligroso que siguiendo el método habitual, puesto que si sus pensamientos se desviaban durante el proceso, corría el riesgo de elegir alguna palabra equivocada. A pesar de todo, seguía siendo menos peligroso que hacerlo sin el idioma antiguo. En cualquier caso, necesitaría poca energía para liberarse, y esperaba poder hacerlo sin demasiados problemas.
Cerró los ojos y concentró todas sus energías, preparándose.
Mientras lo hacía, oyó que Arya hacía sonar las cadenas y emitía sonidos sordos con la garganta. Miró hacia ella. La elfa lo miraba, negando con la cabeza. Eragon arqueó las cejas, haciéndole una pregunta muda: «¿Qué pasa?». Pero Arya era incapaz de hacer nada, excepto gemir y continuar negando con la cabeza.
Frustrado, Eragon proyectó su mente hacia ella con prudencia, alerta a cualquier indicio de una intrusión externa, pero se encontró con que alrededor de él había una presencia indiferenciada que se lo impedía, como si se encontrara rodeado por un muro de fardos de lana. Se alarmó. El pánico lo atenazó de nuevo, a pesar de todos los esfuerzos por controlarlo.
No estaba drogado. De eso estaba seguro. Pero no sabía qué era lo que le impedía llegar a la mente de Arya. Si se trataba de magia, era de una clase desconocida para él.
Arya y él se miraron un momento. Entonces se dio cuenta de que unos grandes regueros de sangre descendían por los antebrazos de la elfa: se había rasgado la piel de las muñecas contra los grilletes. La rabia lo inundó: se agarró a las cadenas y empezó a tirar de ellas con todas sus fuerzas. Las cadenas no cedían, pero se negaba a darse por vencido. Frenético, tiró de ellas una y otra vez sin prestar atención al daño que se estaba haciendo. Al final paró, agotado, y unas gotas de sangre le cayeron sobre el cuello, los hombros y la espalda.
Pero estaba decidido a escapar, así que se sumergió en las reservas de energía que almacenaba en el interior de su cuerpo.
Formuló un conjuro dirigido a los grilletes y, mentalmente, dijo:
«
¡Kverst malmr du huildrs edtha, mar frëma né thön eka threyja!
». De repente, todos los nervios de su cuerpo se agarrotaron de dolor y soltó un grito que la mordaza amortiguó. Incapaz de mantener la concentración, perdió el conjuro y el hechizo se disolvió. El dolor también desapareció de inmediato, pero Eragon se quedó sin poder respirar, y el corazón le latía tan deprisa como si estuviera trepando por una montaña. Esa experiencia había sido parecida a las convulsiones que había sufrido antes de que los dragones le sanaran la herida en la espalda durante el Agaetí Blödhren.
Mientras se recuperaba, notó que Arya lo observaba con expresión de preocupación. «Ella también debe de haber probado este hechizo. ¿Cómo ha podido pasar esto?» Se encontraban inmovilizados y desvalidos, Wyrden había muerto, y la herbolaria, o bien estaba muerta, o la habían hecho prisionera. Y en cuanto a Solembum, lo más probable era que el hombre gato estuviera herido en algún rincón de ese laberinto de pasadizos, si es que los guerreros de negro no habían acabado con él. Eragon no lo podía entender. Eran un magnífico grupo, pero habían fallado. Y ahora Arya y él estaban a merced de sus enemigos.
«Si no escapamos…» Pero rechazó ese pensamiento: no podía soportarlo. Por encima de todo hubiera querido poder comunicarse con Saphira, aunque solo fuera para comprobar que se encontraba bien y para sentir el consuelo de su compañía. A pesar de que Arya estaba allí también, se sintió profundamente solo, un sentimiento que lo debilitaba más que ningún otro.
A pesar del terrible dolor que sentía en las muñecas, continuó tirando de ellas, convencido de que si lo hacía durante un buen rato acabaría por arrancar las cadenas del techo. Lo intentó retorciéndolas, creyendo que así las podría romper más fácilmente, pero las sujeciones de los tobillos le impedían girar lo suficiente. La agonía que le producían las muñecas lo obligó a parar. Le quemaban, y tuvo miedo de dañarse demasiado el músculo si continuaba. También le preocupaba la posibilidad de perder demasiada sangre, pues las muñecas ya hacía rato que le sangraban profusamente. Y no sabía cuánto tiempo tendrían que aguantar Arya y él allí colgados, esperando.