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Authors: Christopher Paolini

Arya, después de que Eragon hubiera insistido, había dejado al inconsciente novicio en un callejón bastante distante de la catedral.

—Le prometí que lo llevaríamos con nosotros —explicó Eragon—, pero no dije hasta dónde. A partir de aquí, ya encontrará el camino de regreso a casa.

Arya había estado de acuerdo, y se sintió aliviada de poder librarse del peso del joven.

Mientras los cuatro bajaban corriendo la calle, Eragon sintió que todo eso le resultaba muy familiar. La última visita que había realizado a Dras-Leona había acabado de una manera muy parecida: corriendo entre los sucios y apretados edificios para llegar a las puertas de la ciudad antes de que el Imperio lo localizara. Pero esta vez se enfrentaba a cosas mucho peores que los Ra’zac.

Miró otra vez en dirección a la catedral. Lo único que necesitaba era que Saphira distrajera a Murtagh y a Thorn durante unos minutos más. Si lo conseguía, ninguno de los dos podría detener ya a los vardenos. Pero los minutos podían parecer horas durante una batalla, y Eragon era plenamente consciente de lo fácil que era que el equilibrio de la balanza del triunfo se inclinara a un lado o a otro en un instante.

«¡Aguanta! —pensó, pero no se atrevió a decírselo a Saphira para no distraerla y para no delatar dónde estaba—. ¡Solo un poco más!»

A medida que se iban acercando a las murallas, las calles se hacían más estrechas y los tejados de los edificios —casi todos, casas— solo dejaban ver una delgada línea de cielo azul. Las canaletas del alcantarillado estaban llenas de aguas residuales estancadas, y el olor era tan desagradable que Eragon y Arya se cubrían la boca y la nariz con el brazo. Solembum gruñía y no dejaba de mover la cola, irritado por el hedor, y la única que no parecía afectada por él era la herbolaria.

Mientras corría, a Eragon le pareció ver por el rabillo del ojo que algo se movía en el tejado de uno de los edificios, pero en cuanto miró, ya había desaparecido. Continuó avanzando sin dejar de levantar la vista de vez en cuando y, al cabo de un momento, empezó a ver cosas extrañas: una mancha blanca sobre las piedras cubiertas de hollín de una chimenea; unas extrañas siluetas angulosas que se recortaban en el cielo de la mañana; un pequeño puntito ovalado, del tamaño de una moneda, que brillaba como el fuego entre las sombras.

De repente se dio cuenta de que los tejados de las casas estaban llenos de hombres gato que habían adoptado su forma animal. Los hombres gato corrían de edificio en edificio y observaban en silencio a Eragon y a sus compañeros avanzar por el laberinto de calles. Eragon sabía que los hombres gato no se dignarían a ayudarlos a no ser que se encontraran en una situación desesperada, puesto que querían mantener en secreto su alianza con los vardenos el máximo tiempo posible. A pesar de ello, a Eragon le resultó esperanzador tenerlos tan cerca.

La calle por la que estaban avanzando terminaba en un cruce con otros cinco callejones. Eragon lo consultó con Arya y con Angela, y decidieron seguir por el que quedaba justo enfrente y continuar en la misma dirección. Unos treinta metros más adelante, el callejón desembocó en una plaza que quedaba delante de la puerta sur de Dras-Leona.

Eragon se detuvo.

Delante de la puerta había cientos de soldados. Los hombres iban de un lado a otro, desorganizados, y se estaban colocando la armadura y cogían las armas mientras sus comandantes les gritaban órdenes. Los bordados de hilo dorado de sus túnicas escarlata brillaban con cada uno de sus movimientos. La presencia de esos soldados desanimó a Eragon, pero lo que lo desalentó todavía más fue ver que habían bloqueado las puertas por dentro con un descomunal montón de cascotes y piedras para impedir que los vardenos pudieran echarlas abajo. Eragon soltó una maldición. Harían falta cincuenta hombres y varios días de trabajo para retirar todo eso. Saphira hubiera podido sacarlo al cabo de pocos minutos, pero Murtagh y Thorn no le darían la oportunidad de hacerlo. «Necesitamos otra distracción», pensó. Pero lo que no sabía era qué clase de distracción.

¡Saphira!
—gritó, dirigiendo su pensamiento hacia su dragona.

La dragona lo había oído, de eso estaba seguro, pero no tenía tiempo de explicarle cuál era la situación, pues en esos momentos uno de los soldados acababa de verle a él y a sus compañeros y ya estaba dando la voz de alarma.

—¡Rebeldes!

Eragon desenfundó la espada y echó a correr hacia ellos antes de que los soldados reaccionaran al aviso. No tenía elección. Retirarse hubiera significado dejar a los vardenos en manos del Imperio.

Además, no podía permitir que Saphira se enfrentara sola al muro y a los soldados a la vez. Arya se unió a su enloquecido ataque soltando otro grito de guerra y juntos se abrieron paso entre los soldados, que estaban tan sorprendidos y desorientados que muchos de ellos no se dieron cuenta de que Eragon era un enemigo hasta que recibieron la estocada de
Brisingr
.

Los arqueros que estaban apostados en el parapeto descargaron una lluvia de flechas. Muchas de ellas rebotaron en los escudos mágicos de Eragon, y el resto mató o hirió a los hombres del Imperio.

A pesar de su rapidez, Eragon no era capaz de detener todas las espadas, flechas y dagas que caían sobre él. Debía emplear la magia, y se dio cuenta de que, al hacerlo, sus fuerzas disminuían a una velocidad alarmante. Si no se libraba de esa presión, los soldados acabarían por agotarlo hasta el extremo de que le resultaría imposible continuar luchando. Desesperado, soltó un grito feroz y, manteniendo
Brisingr
a la altura de la cintura, giró sobre sí mismo e hirió a todos los soldados que se encontraban a su alrededor. La iridiscente hoja azul de la espada atravesó músculos y huesos. La sangre se escurría por ella, brillante y roja como el coral, mientras los soldados doblegaban el cuerpo apretándose el vientre con las manos.

Eragon lo percibía todo con gran nitidez, como si cada detalle a su alrededor hubiera sido esculpido en cristal: veía cada uno de los pelos de la barba del espadachín que estaba delante de él; podía contar las gotas de sudor que ese hombre tenía en los pómulos, y hubiera sido capaz de señalar cada mancha, marca y rasgadura de su vestimenta.

Además, el ruido de la lucha le resultaba doloroso a los oídos. Sin embargo, a pesar de todo ello, sentía una profunda calma. No se había librado de todos los temores que lo habían acosado anteriormente, pero ahora no parecían tan importantes, y eso lo ayudaba a luchar mejor.

Justo cuando había terminado de girar sobre sí mismo y se disponía a atacar al espadachín, Saphira pasó volando sobre su cabeza. La dragona mantenía las alas plegadas contra el cuerpo. A su paso, una violenta ráfaga de viento alborotó el pelo de Eragon y estuvo a punto de tirarlo al suelo. Y, al instante, apareció Thorn siguiendo a Saphira. El dragón escupía fuego con las fauces abiertas. Los dos dragones se alejaron unos ochocientos metros de las ocres murallas; luego, dieron media vuelta y se precipitaron de nuevo en una persecución loca en dirección a la ciudad.

Eragon oyó unas fuertes ovaciones procedentes del otro lado de la muralla. «Los vardenos deben de estar a punto de llegar a las puertas», pensó. De repente, sintió una fuerte quemazón en el antebrazo izquierdo, como si le hubieran echado aceite hirviendo.

Agitó el brazo con fuerza, pero el dolor persistía. Entonces vio una mancha de sangre en la manga y levantó la mirada hacia Saphira.

Tenía que ser sangre de dragón, pero no sabía de cuál de los dos.

Mientras los dragones se acercaban de nuevo, Eragon aprovechó el desconcierto de los soldados para matar a tres más. Entonces, los otros reaccionaron y volvieron a lanzarse al ataque de inmediato.

Un soldado que llevaba un hacha de batalla saltó hacia Eragon mientras levantaba el brazo para descargar un golpe sobre él, pero Arya, desde detrás, le asestó un tajo que casi lo partió por la mitad.

Eragon le agradeció la ayuda con un gesto de cabeza, y ambos se colocaron espalda contra espalda para cubrirse mutuamente mientras hacían frente a los soldados.

Eragon notaba que Arya resollaba tanto como él. Aunque los elfos eran más fuertes y rápidos que los humanos, su resistencia también tenía un límite, al igual que sus energías. Ya habían matado a varias decenas de soldados, pero todavía quedaban cientos y, lo que era peor, pronto llegarían refuerzos procedentes de otros puntos de la ciudad.

—¿Y ahora qué? —gritó, al tiempo que desviaba con un golpe una jabalina dirigida a su pierna.

—¡Magia! —repuso Arya.

Y Eragon, mientras paraba los ataques de los soldados, empezó a recitar todos los hechizos que le pareció que podían acaban con sus enemigos.

De repente, otra ráfaga de viento le revolvió el pelo y una fría sombra lo cubrió. Saphira volaba en círculos, cada vez más despacio, por encima de ellos. Al cabo de un momento, la dragona desplegó las alas y empezó a descender hacia las almenas de las murallas.

Sin embargo, Thorn la alcanzó antes de que lo consiguiera. El dragón rojo se había lanzado en picado hacia ella escupiendo llamas de treinta metros de longitud. Saphira soltó un rugido de frustración y, desviándose, volvió a remontar en el aire. Los dos dragones volaron hacia el cielo girando el uno alrededor del otro en espiral, mordiéndose y dándose zarpazos con furia.

Ver a Saphira en peligro hizo que Eragon sintiera una mayor determinación. Comenzó a recitar con mayor velocidad, entonando las palabras en el idioma antiguo tan deprisa como le era posible, pero procurando no pronunciarlas mal. A pesar de ello, y por mucho que lo intentaba, ni sus hechizos ni los de Arya ejercían ningún efecto en los soldados.

Entonces la voz de Murtagh tronó en lo alto del cielo.

—¡Estos hombres se encuentran bajo mi protección, hermano!

Eragon levantó la mirada y vio que Thorn bajaba en picado hacia la plaza. El rápido cambio de dirección del dragón había pillado desprevenida a Saphira, que todavía se encontraba a gran altura: una oscura mancha azul en el azul claro del cielo.

«Lo saben», pensó Eragon, sintiendo una punzada de temor.

Bajó la mirada hacia la multitud: más y más soldados aparecían por las calles que desembocaban en la plaza por ambos lados de la muralla de Dras-Leona. La herbolaria se encontraba acorralada ante una de las casas que bordeaban la plaza, y con una mano lanzaba unas botellitas de cristal, mientras que, con la otra, blandía
Muerte Cristalina
. Esas botellitas soltaban un humo verde al romperse, y los soldados que se encontraban en medio del humo caían al suelo, asfixiados y con la piel cubierta de una especie de pequeñísimos hongos. Solembum estaba encima de un muro, detrás de Angela.

Desde allí, se dedicaba a clavar sus garras en los rostros de los soldados y les sacaba el yelmo, distrayéndolos cuando intentaban acercarse a la herbolaria. Pero ambos estaban sufriendo un fuerte asedio, y Eragon dudaba que pudieran aguantar mucho tiempo más.

Nada de lo que Eragon veía a su alrededor le daba esperanzas.

Levantó la mirada y vio que Thorn abría de par en par las alas para iniciar el descenso.

—¡Tenemos que huir! —gritó Arya.

Eragon dudó un instante. Sabía que le sería fácil levantar a Arya, Angela, Solembum y a sí mismo por encima de la muralla y reunirse con los vardenos que se encontraban al otro lado. Pero si lo hacía, la situación de los vardenos no sería mejor que antes. Su ejército no podía continuar esperando: los víveres se agotarían a los pocos días, y los hombres acabarían por desertar. Y cuando eso sucediera, nunca más se produciría una unión de todas las razas contra Galbatorix.

Las enormes alas de Thorn tapaban el cielo, sumiendo toda esa zona en la oscuridad y ocultando a Saphira de la vista. Unas gotas de sangre del tamaño del puño de Eragon caían del cuello y las patas del dragón, y más de un soldado gritaba de dolor, víctima de ese líquido ardiente.

—¡Eragon! ¡Ahora! —gritó Arya.

La elfa lo agarró del brazo y tiró de él, pero el chico se negaba a moverse, se resistía a admitir la derrota. Arya volvió a tirar de él con más fuerza, y Eragon tuvo que bajar la cabeza para no perder el equilibrio. Al hacerlo, su mirada se tropezó con
Aren
, el anillo que llevaba en el dedo anular de la mano derecha. Había querido guardar la energía contenida en aquella joya para el día en que tuviera que enfrentarse a Galbatorix. Era una pequeña cantidad, comparada con la que el rey debía de haber acumulado durante sus largos años en el trono, pero era la mayor provisión que poseía y sabía que no podría volver a acumular una cantidad igual antes de que los vardenos llegaran a Urû‘baen, si es que lo conseguían. Además, esa era una de las pocas cosas que Brom le había dejado. Por eso no quería utilizarla antes de tiempo.

Pero en ese momento no se le ocurría otra alternativa.

Siempre le había parecido que la cantidad de energía contenida en
Aren
era enorme, y ahora se preguntaba si sería suficiente para lo que necesitaba hacer.

De repente, vio por el rabillo del ojo que Thorn se precipitaba hacia él alargando las garras, grandes como un hombre, y se sintió tentado de chillar y salir corriendo antes de que ese monstruo lo atrapara y se lo comiera vivo. Pero aguantó la respiración y, abriendo el precioso anillo, gritó:


¡Jierda!

El torrente de energía que lo atravesó fue lo más poderoso que Eragon había experimentado nunca. Sintió como si un río frío como el hielo corriera por todo su cuerpo y le provocara un cosquilleo de una intensidad insoportable. Fue una sensación dolorosa y, a la vez, de éxtasis. El enorme montón de cascotes que bloqueaban las puertas estalló y se elevó en el cielo formando una sólida columna de piedras y de tierra que golpeó a Thorn en el costado, destrozándole un ala y empujándolo hacia las afueras de la ciudad. Entonces la columna explotó y los cascotes se dispersaron en círculo formando una suerte de paraguas que cubrió la mitad sur de la ciudad.

El estallido del montón de cascotes había hecho temblar la plaza y todo el mundo cayó al suelo. Eragon, sobre las rodillas y las manos, permaneció en esa postura y con la cabeza levantada hacia el cielo manteniendo el conjuro. Cuando notó que la energía del anillo estaba a punto de agotarse, murmuró:

—Gánga raehta.

Y entonces, como un nubarrón arrastrado por la galerna, los cascotes salieron volando hacia la derecha en dirección al muelle y al lago Leona. Él continuó empujándolos lejos de la ciudad todo el tiempo que pudo hasta que la última gota de energía pasó por su cuerpo. En ese momento, terminó el conjuro.

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