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Authors: Christopher Paolini

Ven, Eragon
—dijo Umaroth mientras el hombre con cabeza de dragón colocaba los últimos eldunarís destinados a aquel viaje en el montón—.
Ahora tienes que pronunciar un hechizo, que dice así…

El chico frunció el ceño mientras escuchaba.

—¿Qué es ese… «giro» de la segunda frase? ¿Qué se supone que debo hacer girar, el aire?

La explicación de Umaroth le dejó aún más confundido. Umaroth lo volvió a intentar, pero el chico seguía sin entender el concepto. Otros eldunarís más ancianos se unieron a la conversación, pero sus explicaciones tenían incluso menos sentido, puesto que consistían básicamente en un torrente de imágenes, sensaciones y comparaciones esotéricas superpuestas que lo dejaron desconcertado.

Para alivio de Eragon, Saphira y Glaedr parecían haber entendido lo mismo o poco más.

Creo que lo entiendo
—dijo Glaedr—,
pero es como intentar agarrar a un pez asustado: cada vez que me parece que lo tengo, se me escapa.

Lo aprenderéis en otro momento
—decidió Umaroth por fin—.
Sabéis cuál es el objetivo del hechizo, aunque no sepáis cómo lo hace. Eso debería bastar. Eragon, toma de nosotros la energía que necesitas para formularlo, y pongámonos en marcha.

Nervioso, él memorizó las palabras del hechizo para evitar cometer errores y luego empezó a hablar. Mientras pronunciaba el conjuro, recurrió a las reservas de los eldunarís, y la piel se le estremeció con el enorme flujo de energía que lo atravesaba, como un río de agua caliente y fría a la vez.

El aire que envolvía el montón irregular de eldunarís se agitó y tembló; luego el montón pareció replegarse sobre sí mismo y desapareció de la vista. Una ráfaga de viento le agitó el pelo a Eragon y se oyó un impacto seco pero amortiguado que resonó por toda la cámara.

El chico observó, sorprendido, cómo Saphira echaba la cabeza adelante y la agitaba por el lugar donde estaban los eldunarís un momento antes. Habían desaparecido del todo, como si nunca hubieran existido, y aun así ambos percibían las mentes de los dragones muy cerca.

Cuando salgáis de la cripta
—explicó Umaroth—,
la entrada a este espacio estará siempre a una distancia fija por encima y por detrás de vosotros, excepto cuando estéis en un lugar cerrado o cuando el cuerpo de una persona pase por ese espacio. La entrada es más pequeña que el ojo de una aguja, pero es más mortífera que cualquier espada; podría cortaros la carne con un simple contacto.

Saphira rebufó.

Ha desaparecido hasta vuestro olor.

—¿Quién descubrió cómo hacer esto? —preguntó Eragon, asombrado.

Un ermitaño que vivió en la costa septentrional de Alagaësia hace mil doscientos años
—respondió Umaroth—.
Es un truco muy útil para ocultar algo de la vista, pero es peligroso y resulta difícil hacerlo correctamente
. —El dragón calló por un momento, y Eragon sintió que estaba ordenando sus ideas—.
Hay una cosa más que Saphira y tú tenéis que saber. En cuanto atraveséis el arco que tenéis detrás (la puerta de Vergathos) empezaréis a olvidaros de Cuaroc y de los huevos ocultos en este lugar, y para cuando lleguéis a las puertas de piedra al final del túnel, todos vuestros recuerdos sobre ellos se habrán desvanecido. Incluso nosotros, los eldunarís, nos olvidaremos de los huevos. Si conseguimos matar a Galbatorix, la puerta nos devolverá nuestros recuerdos, pero hasta entonces tenemos que vivir en la ignorancia
—añadió, con una voz sorda como un rugido—.
Es…desagradable, lo sé, pero no podemos permitir que Galbatorix llegue a enterarse de la existencia de los huevos.

A Eragon no le gustaba la idea, pero no se le ocurría ninguna alternativa razonable.

Gracias por decírnoslo
—respondió Saphira, y Eragon se sumó a su agradecimiento.

Entonces el gran guerrero de metal, Cuaroc, recogió su escudo del suelo, desenvainó la espada, se acercó a su antiguo trono y se sentó en él. Tras apoyar la hoja desnuda sobre las rodillas y el escudo contra el lado del trono, colocó las manos sobre los muslos y se quedó inmóvil como una estatua, salvo por la chispa de sus ojos púrpura, que contemplaban los huevos.

Eragon se estremeció mientras le daba la espalda al trono. Había algo conmovedor en la imagen de aquel personaje solitario en el otro extremo de la cámara. Saber que Cuaroc y los otros eldunarís que se quedaban atrás quizá tuvieran que permanecer allí otros cien años —o más— hacía que le costara más marcharse.

Hasta la vista
—dijo, mentalmente.

Hasta la vista, Asesino de Sombra
—respondieron cinco susurros—.
Hasta la vista, Escamas Brillantes. Que la suerte os acompañe.

Entonces Eragon levantó la espalda y, con Saphira al lado, atravesó la puerta de Vergathos y abandonó la Cripta de las Almas.

Regreso

Eragon frunció el ceño al salir del túnel y encontrarse con el sol de media tarde que iluminaba el claro frente a la roca de Kuthian.

Sentía que había olvidado algo importante. Intentó recordar qué era, pero no le vino nada a la mente, solo una sensación de vacío que le incomodaba. Tenía que ver con… No, no recordaba con qué.

Saphira, ¿tú…?
—empezó a decir, pero luego se detuvo.

¿Qué?

Nada. Solo pensaba… Deja, no importa.

Tras ellos, las puertas del túnel se cerraron con un golpe seco, las líneas de glifos que las rodeaban desaparecieron y la mole de piedra volvió a adoptar la imagen de un sólido peñasco.

Venga
—dijo Umaroth—,
vámonos de aquí. El día va pasando, y nos separan muchas leguas de Urû’baen.

Eragon miró a su alrededor, por el claro, con la sensación de que se dejaba algo; luego asintió y subió a la silla de montar.

Mientras se ajustaba las correas de las piernas, oyó el parloteo fantasmagórico de un pájaro sombra por entre los densos abetos que tenía a la derecha. Miró, pero la criatura no estaba a la vista. Hizo una mueca. Estaba contento de haber visitado Vroengard, pero también de abandonar aquel lugar. La isla era un lugar muy poco acogedor.

¿Vamos?
—preguntó Saphira.

Vamos
—dijo él, sintiendo cierto alivio.

Agitando las alas, la dragona dio un salto y emprendió el vuelo sobre el manzanal al otro lado del claro. Se elevó enseguida por encima del valle en forma de cuenco, sobrevolando las ruinas de Doru Araeba mientras ganaba altura. Cuando había ascendido lo suficiente como para rebasar las montañas, viró al este y se dirigió hacia la costa y Urû’baen, dejando atrás las ruinas del que antaño había sido el glorioso bastión de los Jinetes.

La ciudad del dolor

El sol aún estaba cerca de su cénit cuando los vardenos llegaron a Urû’baen.

Roran oyó los gritos de los hombres que encabezaban su columna al superar una cresta. Intrigado, adelantó al enano que tenía delante y, cuando llegó a lo alto hizo una pausa para admirar las vistas, como habían hecho los guerreros que le habían precedido.

A partir de aquel punto, la ladera descendía suavemente varios kilómetros, allanándose y convirtiéndose en una planicie salpicada de granjas, molinos y majestuosas fincas de piedra que le recordaba las proximidades de Aroughs. Unos ocho kilómetros más allá, la llanura daba a las murallas exteriores de Urû’baen.

A diferencia de las de Dras-Leona, las murallas de la capital eran tan largas que rodeaban toda la ciudad. También eran más altas; incluso desde la distancia parecían mucho mayores que las de Dras-Leona y las de Aroughs. Roran supuso que tendrían al menos cien metros de altura. Sobre las anchas almenas observó que había balistas y catapultas montadas a intervalos regulares.

Aquella visión le preocupó. Sería difícil anular aquellas máquinas —sin duda tendrían protecciones contra ataques mágicos— y sabía por experiencia lo mortíferas que podían resultar.

Tras los muros se levantaba una curiosa mezcla de estructuras construidas por humanos y las que suponía que serían obra de los elfos. Los más prominentes de los once edificios eran seis altas y esbeltas torres de malaquita verde distribuidas en un arco, por lo que supuso que sería la parte más antigua de la ciudad. A dos de las torres les faltaba el tejado, y le pareció ver las ruinas de otras dos parcialmente enterradas bajo la maraña de casas a nivel del suelo.

No obstante, lo que más le llamó la atención no fue la muralla ni los edificios, sino el hecho de que gran parte de la ciudad se encontraba a la sombra de una enorme losa de piedra que debía de tener casi un kilómetro de ancho y ciento cincuenta metros de grosor en el punto más fino. El voladizo constituía la prolongación de la ladera de una enorme colina que se levantaba al noreste y que se extendía varios kilómetros. En el borde recortado de la losa se levantaba otra muralla, como la que rodeaba la ciudad, y varias torres de guardia.

En lo más hondo del espacio que quedaba bajo la losa había una enorme ciudadela adornada con una gran profusión de torres y parapetos. La ciudadela se elevaba muy por encima del resto de la ciudad, tan alta que casi rozaba la parte inferior de la losa protectora.

Lo más intimidatorio eran las puertas en la parte anterior de la fortaleza, que creaban una entrada tan grande que Saphira y Espina habrían podido entrar caminando uno al lado del otro.

Roran sintió un nudo en la garganta. A juzgar por la puerta, Shruikan debía de ser lo suficientemente grande como para arrasar a todo el ejército de los vardenos por sí solo. «Más vale que Eragon y Saphira se den prisa —pensó—. Y también los elfos.» Por lo que había visto, estos podrían plantear resistencia al dragón negro del rey, pero incluso a ellos les costaría matarlo.

Todo aquello y mucho más pasó por la mente de Roran mientras hacía una pausa en lo alto de la cresta. Luego tiró de las riendas de
Nieve de Fuego
. El semental blanco, tras él, rebufó y le siguió, y ambos reemprendieron la marcha siguiendo el serpenteante camino que descendía hasta la llanura.

Podía haber ido a caballo —de hecho, se suponía que debía ir a lomos del suyo, como capitán de su batallón—, pero tras el viaje de ida y vuelta a Aroughs había acabado harto de la silla.

Mientras caminaba, intentó pensar en cómo podrían atacar la ciudad. La bolsa de piedra en la que quedaba encajada Urû’baen evitaba ataques por los lados y por detrás, y protegía de ofensivas aéreas, lo que explicaría por qué habrían escogido los elfos aquel lugar para construir la ciudad.

«Si pudiéramos romper el voladizo de algún modo, aplastaríamos la ciudadela y gran parte de la ciudad —pensó, aunque le daba la impresión de que aquello no sería nada fácil, ya que la piedra era demasiado gruesa—. Aun así, quizá podríamos tomar la muralla en lo alto de la colina, y desde allí lanzar piedras y aceite hirviendo a los de debajo. Aunque no será fácil. Luchar cuesta arriba, y con esas murallas… Quizá puedan hacerlo los elfos. O los kull. A ellos puede que hasta les guste.»

El río Ramr pasaba varios kilómetros al norte de Urû’baen, demasiado lejos como para resultar de ayuda. Saphira podría cavar una zanja lo suficientemente grande como para desviar su curso, pero incluso ella tardaría semanas en completar una obra de ese calibre, y los vardenos no tenían comida para semanas. Solo les quedaban unos días. A partir de entonces, tendrían que retirarse o morirse de hambre. Su única opción era atacar antes de que lo hiciera el Imperio. No es que Roran creyera que Galbatorix fuera a atacar. Hasta aquel momento al rey no parecía haberle importado que los vardenos se le acercaran. «¿Por qué iba a jugarse el cuello? Cuanto más tiempo espere, más nos debilitamos nosotros.»

Así pues, solo quedaba el asalto frontal: una carga desesperada a campo abierto contra unas murallas demasiado gruesas como para abrir una grieta y excesivamente altas como para trepar por ellas bajo el fuego de arqueros y máquinas de guerra. Solo de pensarlo, la frente se le cubría de sudor. Morirían unos tras otros. Soltó una maldición.

«Nosotros iremos cayendo como moscas, y mientras tanto Galbatorix seguirá sentado en su trono… Si conseguimos acercarnos a las murallas, estaremos fuera del alcance de sus máquinas, pero podrán tirarnos brea, aceite o piedras desde arriba.»

Y aunque consiguieran abrir un paso entre las murallas, aún tendrían que enfrentarse a todo el ejército de Galbatorix. Llegados a ese punto, más que las defensas de la ciudad, lo decisivo sería el carácter y la calidad de los hombres del ejército enemigo. ¿Lucharían hasta el último aliento? ¿Se asustarían? ¿Acabarían huyendo si se les presionaba lo suficiente? ¿A qué juramentos y hechizos estarían sometidos para obligarles a luchar?

Los espías de los vardenos habían informado de que Galbatorix había puesto a un conde llamado Lord Barst al mando de sus tropas en Urû’baen. Roran nunca había oído hablar de él, pero al saber aquello Jörmundur se había mostrado consternado, y entre los hombres del batallón de Roran circulaban anécdotas que no dejaban lugar a dudas sobre la crueldad de Barst. Se decía que había sido dueño de una gran finca cerca de Gil’ead que había tenido que abandonar tras la invasión de los elfos. Sus vasallos vivían aterrados, porque Barst tenía la costumbre de resolver disputas y castigar a los delincuentes con la mayor dureza, en muchos casos ejecutando directamente a los que consideraba que habían actuado mal. Aquello, por sí solo, no era nada del otro mundo; en el Imperio había más de un terrateniente famoso por su brutalidad. No obstante, aquel no solo era implacable, sino también fuerte —de una fuerza impresionante— y muy sagaz. En todo lo que había oído Roran sobre Barst, quedaba patente la inteligencia de aquel hombre. Sería una bestia inmunda, pero era muy listo, y él sabía que sería un error subestimarlo.

Galbatorix no habría elegido a alguien débil o estúpido para dirigir a sus hombres.

Y luego estaban Espina y Murtagh. Quizá Galbatorix no se moviera de su fortaleza, pero seguro que el dragón rojo y su Jinete salían en defensa de la ciudad. «Eragon y Saphira tendrán que distraerlos, o nunca conseguiremos rebasar las murallas», pensó Roran, frunciendo el ceño. Aquello sería un problema. Ahora Murtagh era más fuerte que Eragon, y este necesitaría la ayuda de los elfos para derrotarlo.

Una vez más, sintió que la amargura y el resentimiento se apoderaban de él. Odiaba estar en manos de los que podían usar la magia. Cuando se trataba de emplear la fuerza y la inteligencia, un hombre al menos podía compensar la una con la otra, pero no había modo de compensar la falta de poderes mágicos.

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