Legado (77 page)

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Authors: Christopher Paolini

«¿Cómo puedo incluir todo lo que soy en solo unas palabras?», se preguntó, y siguió planteándose la cuestión mientras las estrellas seguían su viaje por el firmamento.

Tres sombras informes sobrevolaron la ciudad —como pequeñas ondulaciones del aire— y aterrizaron sobre el tejado del edificio que tenía a la izquierda. Luego, las oscuras siluetas en forma de búho extendieron sus penachos emplumados y se le quedaron mirando con unos ojos luminosos que no inspiraban nada bueno. Los Sombras parlotearon en voz baja unas con otras, y dos de ellas se rascaron las alas vacías con unas garras que no tenían volumen. La tercera sostenía los restos de una rana toro entre sus espolones del color del ébano.

Eragon observó a las amenazantes aves unos minutos y ellas le miraron a él; luego emprendieron el vuelo y desaparecieron como espectros, hacia el oeste, silenciosas como una pluma al caer.

Cerca del amanecer, cuando Eragon vio el lucero del alba entre dos cumbres al este, se preguntó: «¿Qué es lo que quiero?».

Hasta entonces no se había molestado en plantearse tal cuestión.

Quería derrocar a Galbatorix, por supuesto. Pero si lo conseguía, ¿qué? Desde que había salido del valle de Palancar, había pensado que un día Saphira y él volverían para vivir cerca de las montañas que tanto amaba. No obstante, al plantearse esa posibilidad, poco a poco reconoció que ya no le atraía.

Había crecido en el valle de Palancar, y siempre lo consideraría su casa. Pero ¿qué les quedaba allí a Saphira y a él? Carvahall estaba arrasado, y aunque los lugareños lo reconstruyeran algún día, el pueblo nunca sería el mismo. Además, la mayoría de los amigos que habían hecho Saphira y él mismo vivían en otros lugares, y los dos tenían compromisos con las diversas razas de Alagaësia —compromisos que no podían pasar por alto—. Y después de todo lo que habían hecho y todo lo que habían visto, no podía imaginarse que ninguno de los dos pudiera contentarse con vivir en un lugar tan sencillo y aislado.

«Porque el cielo es infinito y el mundo es redondo…»

Y aunque volvieran, ¿qué harían? ¿Criar vacas y cultivar trigo? Él no tenía ningún deseo de ganarse la vida cultivando la tierra como había hecho su familia durante su infancia. Saphira y él eran dragona y Jinete; su condena y su destino era volar en primera línea de la historia, no sentarse ante el hogar y volverse gordos y perezosos.

Por otra parte estaba Arya. Si Saphira y él vivieran en el valle de Palancar, rara vez la vería, si es que la veía en alguna ocasión.

—No —dijo Eragon, y aquella palabra fue como un martillazo en el silencio—. No quiero volver.

Un cosquilleo frío le recorrió la columna. Hacía tiempo que sabía que había cambiado desde que se había puesto en marcha con Brom y Saphira siguiendo el rastro a los Ra’zac, pero se había aferrado a la convicción de que, en el fondo, seguía siendo la misma persona.

Ahora comprendía que ya no era cierto. Aquel chico del primer día, que al fin había puesto el pie fuera del valle de Palancar, ya no existía; Eragon no se le parecía, no actuaba como él y ya no quería las mismas cosas de la vida.

Aspiró profundamente y luego liberó el aire en un largo suspiro estremecedor, al tiempo que la verdad tomaba cuerpo en su interior.

—Yo no soy quien era —dijo. Y, al hacerlo en voz alta, aquel pensamiento parecía adquirir peso.

Entonces, mientras los primeros rayos del amanecer iluminaban el cielo al este de la antigua isla de Vroengard, donde habían vivido hace muchos años Jinetes y dragones, pensó en un nombre —un nombre en el que no había pensado antes— y, al hacerlo, le invadió una sensación de certeza.

Dijo el nombre, se lo susurró mentalmente y sintió que todo su cuerpo vibraba de golpe, como si Saphira le hubiera dado un golpe a la columna que lo sostenía.

Y entonces cogió aire con fuerza y se dio cuenta de que estaba riendo y llorando a la vez: riendo por haberlo conseguido y por la alegría desbocada que le producía el conocerse por fin, y llorando porque todos sus fracasos, todos los errores que había cometido ahora resultaban evidentes y porque ya no podría engañarse como consuelo.

—No soy el que era —susurró, agarrándose a los bordes de la columna—, pero sé quién soy.

El nombre, su nombre verdadero, era menos majestuoso y más sencillo de lo que le habría gustado, y se odió por ello, pero era admirable por su contenido, y cuanto más pensaba en él, más aceptaba la verdadera naturaleza de su ser. No era la mejor persona del mundo, pero tampoco era la peor.

—Y no me rendiré —gruñó.

Se congratuló de que su identidad no fuera inmutable; podía mejorar si lo deseaba. Y justo en aquel momento se juró que en el futuro sería mejor, por duro que fuera.

Aún riendo y llorando a la vez, levantó la cara hacia el cielo y extendió los brazos a ambos lados. Con el tiempo, las lágrimas y las risas desaparecieron y su lugar lo ocupó una profunda calma aderezada con un punto de felicidad y resignación. A pesar de la recomendación de Glaedr, volvió a susurrar su nombre verdadero, y de nuevo la fuerza de aquellas palabras le hizo temblar de pies a cabeza.

Con los brazos abiertos, se puso en pie sobre la columna y luego se dejó caer hacia delante, de cabeza, hacia el suelo. Justo antes de estrellarse, dijo «Vëoht» y frenó, dio una vuelta sobre sí mismo y aterrizó sobre los escombros con la misma delicadeza que si bajara de un carruaje.

Regresó a la fuente del centro del patio y recuperó la capa. Luego, mientras la luz iba extendiéndose por la ciudad en ruinas, se apresuró a volver a la casa nido, impaciente por despertar a Saphira y contarles a ella y a Glaedr su descubrimiento.

La Cripta de las Almas

Eragon levantó la espada y el escudo, dispuesto a proceder, pero al mismo tiempo algo asustado.

Igual que antes, se situaron a los pies de la roca de Kuthian, con el corazón de corazones de Glaedr en el pequeño cofre oculto en las alforjas a lomos de Saphira.

Aún era de madrugada y el sol brillaba con intensidad a través de unos enormes jirones entre el manto de nubes. Eragon y Saphira habían decidido ir directamente a la roca de Kuthian en cuanto Eragon había regresado a la casa nido, pero Glaedr había insistido en que Eragon comiera algo antes, y en que esperaran a que la comida se le asentara en el estómago.

Pero ahora ya estaban por fin en la recortada torre de piedra, y el chico estaba cansado de esperar, igual que Saphira.

Desde que se habían confiado mutuamente sus nombres verdaderos, daba la impresión de que el vínculo entre ellos se había vuelto más fuerte, quizá porque ambos habían oído lo importantes que eran el uno para el otro. Era algo que sabían desde siempre, pero, aun así, haberlo planteado en aquellos términos irrefutables aumentaba la sensación de proximidad que compartían.

En algún lugar, al norte, un cuervo graznó.

Empezaré yo
—decidió Glaedr—.
Si es una trampa, quizá pueda detenerla antes de que os afecte a vosotros.

Eragon se dispuso a cortar la comunicación mental con Glaedr, y también Saphira, para que el dragón pudiera pronunciar su nombre verdadero sin que le oyeran. Pero Glaedr objetó:
No, vosotros me habéis dicho vuestros nombres. Lo justo es que sepáis el mío.

Eragon miró a Saphira, y ambos contestaron.

Gracias, Ebrithil.

Entonces Glaedr pronunció su nombre, y retumbó en la mente de Eragon como una fanfarria de trompetas, regia pero discordante, teñida por el pesar y la rabia de Glaedr ante la muerte de Oromis. Su nombre era más largo que el de Eragon o el de Saphira; comprendía varias frases —compendio de una vida que había durado siglos, llena de alegrías, penas e innumerables logros—. Su nombre reflejaba su sabiduría, pero también sus contradicciones: complejidades que hacían difícil llegar a comprender del todo su identidad.

Saphira se sobrecogió tanto como Eragon al oír el nombre de Glaedr, que les hizo darse cuenta a ambos de lo jóvenes que eran aún y de lo mucho que tendrían que hacer aún antes de acercarse siquiera al nivel de conocimiento y experiencia de Glaedr.

«Me pregunto cuál será el verdadero nombre de Arya», pensó Eragon.

Observaron la roca de Kuthian atentamente, pero no detectaron ningún cambio.

La siguiente fue Saphira. Arqueando el cuello y pateando el suelo como un toro bravo, pronunció su nombre verdadero con orgullo.

Incluso a plena luz del día, sus escamas volvieron a centellear al sonido de su voz.

Tras oír los nombres verdaderos de Glaedr y de Saphira, Eragon se sintió menos preocupado por el suyo. Ninguno de los dos era perfecto, y aquello tampoco les condenaba por sus carencias, sino que más bien las reconocía y los ayudaba a superarlas.

Tampoco pasó nada después de que Saphira pronunciara su nombre.

Por último, Eragon dio un paso adelante con la frente cubierta de un sudor frío. Sabiendo que podría ser lo último que hiciera como hombre libre, pronunció su nombre mentalmente, como habían hecho Glaedr y Saphira. Antes habían acordado que sería más seguro no decirlo en voz alta para eliminar la posibilidad de que alguien lo oyera.

En el momento en que Eragon articuló la última palabra mentalmente, apareció una línea fina y oscura en la base de la torre.

La línea se extendió quince metros hacia arriba y luego se dividió en otras dos que se abrieron hacia los lados, trazando la silueta de dos anchas puertas. Sobre las puertas aparecieron filas y más filas de glifos dorados, defensas contra cualquier intento de detección física o mágica.

Una vez definidas las puertas, se abrieron hacia el exterior apoyadas en unas bisagras ocultas, barriendo a su paso la tierra y las plantas que se habían acumulado desde la última apertura, tantos años atrás. Al otro lado había un enorme túnel abovedado que descendía en una pronunciada pendiente hacia las entrañas de la Tierra.

Las puertas se quedaron inmóviles y el claro volvió a quedar en silencio.

Eragon se quedó mirando el oscuro túnel, con una creciente sensación de desconfianza. Habían encontrado lo que buscaban, pero aun así no estaba seguro de si aquello era o no una trampa.

Solembum no mintió
—observó Saphira, sacando la lengua para olfatear el aire.

Sí, pero ¿qué nos espera ahí dentro?
—preguntó Eragon.

E
ste lugar no debería existir
—dijo Glaedr—.
Los Jinetes y los dragones ocultamos muchos secretos en Vroengard, pero la isla es demasiado pequeña para que pudiera construirse un túnel así sin que los demás se enteraran. Y yo no había oído hablar nunca de él.

Eragon frunció el ceño y miró alrededor. Seguían solos; nadie intentaba espiarlos.

¿
Puede ser que lo construyeran antes de que los Jinetes se establecieran en Vroengard?

Glaedr se quedó pensando un momento.

No lo sé… Quizá. Es la única explicación que tiene sentido, pero si es así, será antiquísimo.

Los tres escrutaron el túnel mentalmente, pero no percibieron ninguna criatura viva en su interior.

Pues adelante
—dijo Eragon.

El sabor acre del miedo le llenaba la boca, y en el interior de los guantes sentía las manos empapadas de sudor. Fuera lo que fuera lo que los esperaba al otro extremo del túnel quería descubrirlo de una vez por todas. Saphira también estaba nerviosa, pero menos que él.

Encontremos a la rata que se oculta en esta madriguera
—decidió.

Y, juntos, atravesaron la puerta y se introdujeron en el túnel.

Cuando el último centímetro de cola de Saphira rebasó el umbral, las puertas se cerraron tras ellos de golpe con un sonoro ruido de piedra contra piedra, sumergiéndolos en la oscuridad.

—¡Ah, no, no, no! —protestó Eragon, corriendo hacia las puertas—.
Naina hvitr
—dijo, y una luz blanca difusa iluminó la entrada del túnel.

La superficie interior de las puertas estaba completamente lisa, y por mucho que empujó y las golpeó, se negaban a moverse.

—Maldición. Teníamos que haber usado un tronco o una roca como cuña para evitar que se cerraran —se lamentó, fustigándose por no haber pensado en ello antes.

Si es necesario, siempre podemos echarlas abajo
—propuso Saphira.

Eso lo dudo mucho
—respondió Glaedr.

Entonces supongo que no tenemos otra opción que seguir adelante
—concluyó Eragon, agarrando de nuevo
Brisingr
.

¿Cuándo hemos tenido alguna otra opción que no fuera seguir adelante?
—preguntó Saphira.

Eragon modificó su hechizo de modo que la luz flotante emanara de un único punto del techo —para evitar que la ausencia de sombras les impidiera determinar las profundidades— y luego, uno junto al otro, iniciaron el descenso por el túnel.

El suelo era algo rugoso, lo que facilitaba la adherencia, a falta de escalones. En el punto de unión entre suelo y paredes no había aristas, como si la piedra se hubiera fundido, lo que le hizo pensar a Eragon que muy probablemente el túnel fuera obra de elfos.

Siguieron descendiendo hacia el interior de la Tierra, hasta que Eragon calculó que habrían pasado las colinas que se levantaban tras la roca de Kuthian y que se habrían introducido en la base de la montaña de detrás. El túnel no se curvaba ni se bifurcaba en ningún momento, y las paredes estaban absolutamente desnudas.

Por fin Eragon sintió que el aire que les llegaba de delante era un poco más cálido, y observó un leve resplandor anaranjado en la distancia.


Letta
—murmuró, y apagó la luz flotante.

El aire siguió caldeándose a medida que descendían, y el resplandor se acabó convirtiendo en luz. Muy pronto vieron el final del túnel, que daba a un enorme arco negro completamente cubierto de glifos esculpidos, como si el arco estuviera cubierto de espinas. El aire olía a azufre, y Eragon sintió que empezaban a llorarle los ojos.

Se detuvieron ante el arco; del otro lado vieron que el suelo era liso y gris.

Eragon miró atrás, por donde habían venido, y luego volvió a observar el arco. La estructura recortada le ponía nervioso, y también a Saphira. Intentó leer los glifos, pero estaban demasiado enmarañados y pegados unos a otros como para interpretarlos, y tampoco percibía que la estructura negra tuviera ninguna energía propia. Aun así, le costaba creer que no estuviera encantada.

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