Authors: Christopher Paolini
Ella emitió un murmullo y se relamió.
Y no es solo porque su carne sea tierna y sabrosa, sino porque el caparazón es bueno para la digestión.
Si no son más que animales comunes y corrientes, ¿por qué no los detuvieron mis defensas?
—preguntó Eragon—.
Por lo menos, tendrían que haberme alertado de que se acercaba un peligro.
Eso sí puede ser consecuencia de la batalla
—concedió Glaedr—.
La magia no creó el snalglí, pero eso no significa que no les hayan afectado las fuerzas que asolaron este lugar. No deberíamos quedarnos por aquí más de lo necesario. Lo mejor es que nos vayamos antes de que algún otro depredador decida poner a prueba nuestro temple.
Con la ayuda de Saphira, Eragon abrió el cascarón del caracol chamuscado y, a la luz de una luz flotante roja, limpió la carcasa, lo que resultó una tarea asquerosa que le dejó cubierto de sangre hasta los codos. Entonces le pidió a la dragona que enterrara la carne junto a las brasas.
Después, Saphira regresó al lugar donde se había echado antes, volvió a tumbarse y se durmió. Esta vez Eragon se le unió. Cargando con sus mantas y las alforjas, una de las cuales contenía el corazón de corazones de Glaedr, se metió bajo su ala y se puso cómodo en el cálido y oscuro hueco entre el cuello y el cuerpo de la dragona. Y allí pasó el resto de la noche, pensando y soñando.
El día siguiente resultó ser tan gris y tenebroso como el anterior.
Una ligera capa de nieve cubría las laderas de las montañas y los pies de las colinas, y el aire fresco hacía pensar que podría nevar de nuevo más tarde.
Cansada como estaba, Saphira no se movió hasta que el sol estuvo muy por encima de las cumbres de las montañas. Eragon se sentía impaciente, pero la dejó dormir. Más importante que empezar la jornada pronto era que la dragona se recuperara del vuelo hasta Vroengard.
Cuando se despertó, Saphira desenterró la carcasa del caracol y Eragon se hizo un abundante desayuno de carne de caracol a la brasa. No estaba muy seguro de cómo llamarlo: ¿beicon de caracol?
En cualquier caso, aquellas tiras de carne estaban deliciosas y comió más de lo habitual. La dragona devoró lo que quedaba y luego esperaron una hora, porque no sería sensato entrar en combate con el estómago lleno.
Por fin Eragon recogió sus mantas y volvió a atar la silla al lomo de Saphira, y los tres se pusieron en marcha en dirección a la roca de Kuthian.
La caminata hasta el manzanal les pareció más corta que el día anterior. Los árboles, de ramas retorcidas, tenían el mismo aspecto poco halagüeño, y Eragon no separó la mano de
Brisingr
durante todo el trayecto.
También esta vez Saphira y él se detuvieron al borde del claro frente a la roca de Kuthian. Una bandada de cuervos que se había posado sobre la escarpada piedra emprendió el vuelo al ver a la dragona, lo que Eragon interpretó como el peor presagio posible.
Eragon se quedó inmóvil media hora, formulando un hechizo tras otro, escrutando el lugar en busca de cualquier forma de magia que pudiera causarles algún daño a Saphira, a Glaedr o a él mismo. Por el claro, la roca de Kuthian y —por lo que parecía— en el resto de la isla encontró una impresionante variedad de hechizos. Algunos estaban arraigados a las profundidades de la tierra y tenían tal potencia que era como si un río de energía fluyera bajo sus pies. Otros eran pequeños y aparentemente inocuos, en algunos casos limitados a una única flor o a una rama de un árbol. Más de la mitad de los hechizos estaban en estado latente —porque habían perdido su energía, ya no tenían un objeto sobre el que actuar o estaban a la espera de una sucesión de circunstancias que aún tenían que darse— y una serie de conjuros parecían entrar en conflicto, como si los Jinetes, o quienquiera que los hubiera formulado, hubiera intentado modificar o anular formas de magia anteriores.
Eragon no pudo determinar la finalidad de la mayoría de los hechizos. No quedaba rastro de las palabras usadas para formularlos; solo las estructuras de la energía que los magos de antaño habían creado tan meticulosamente, y tras tanto tiempo era difícil —si no imposible— interpretarlas. Glaedr le ayudó en algunos casos, puesto que le resultaban más familiares los hechizos más antiguos y potentes formulados en Vroengard, pero, por lo demás, a Eragon solo le quedaba adivinar. Por fortuna, aunque no siempre podía deducir el efecto que debía tener un hechizo, en muchos casos sí podía determinar si les afectaría a él, a Saphira o a Glaedr. Pero era un proceso difícil que requería complicados conjuros, y tardó una hora más en examinar todos los hechizos.
Lo que más le preocupaba —y también a Glaedr— eran los hechizos que quizá no pudieran detectar. Meter las narices en los conjuros de otros magos se hacía mucho más difícil si se habían molestado en intentar ocultar su obra.
Por fin, cuando Eragon tuvo el máximo convencimiento posible de que no había trampas en la roca de Kuthian ni en sus alrededores, Saphira y él cruzaron el claro hasta la base de la recortada torre de roca cubierta de líquenes.
Eragon echó la cabeza atrás y se quedó mirando la cima de la formación rocosa. Daba la impresión de estar increíblemente lejos, pero no vio nada raro en la piedra, ni tampoco Saphira.
Pronunciemos nuestros nombres y acabemos con esto
—propuso ella.
Eragon consultó mentalmente a Glaedr, y el dragón respondió:
Tiene razón. No hay motivo para retrasarlo más. Di tu nombre, y Saphira y yo haremos lo mismo.
Algo nervioso, Eragon apretó los puños dos veces y luego se soltó el escudo de la espalda, desenvainó
Brisingr
y se puso en cuclillas.
—Yo soy Eragon
Asesino de Sombra
, hijo de Brom —dijo, con voz alta y clara.
Yo soy Saphira Bjartskular, hija de Vervada.
Y yo soy Glaedr Eldunarí, hijo de Nithring, la de la larga cola.
Esperaron.
En la distancia se oyó el graznido de los cuervos, como si se mofaran de ellos. Eragon se sintió incómodo, pero no hizo caso. Realmente no pensaba que fuera tan fácil abrir la cripta.
Probad otra vez, pero esta vez diciéndolo en el idioma antiguo
—decidió Glaedr.
De modo que Eragon dijo:
—
Nam iet er Eragon Sundavar-Vergandí, sönr abr
Brom.
Y luego Saphira repitió su nombre y linaje en el idioma antiguo, y lo mismo hizo Glaedr.
Una vez más, no sucedió nada.
Eragon se sintió aún más intranquilo. Si su viaje había sido en vano… No, no podían pensarlo siquiera. Todavía no.
A lo mejor tenemos que decir nuestros nombres en voz alta —sugirió.
¿Cómo?
—protestó Saphira—.
¿Se supone que tengo que rugirle a la piedra? ¿Y Glaedr?
Yo puedo decir vuestros nombres.
No creo que sea eso, pero no perdemos nada por intentarlo
—dijo Glaedr.
¿En este idioma o en el antiguo?
Yo diría que en el antiguo, pero prueba con ambos para asegurarte.
Dos veces pronunció Eragon sus nombres, pero la piedra permaneció tan inmóvil e imperturbable como antes.
A lo mejor no estamos en el sitio indicado
—concluyó Eragon, frustrado—;
a lo mejor la entrada a la Cripta de las Almas está en el otro lado de la piedra. O quizás esté en la cumbre.
Si fuera ese el caso, ¿no lo mencionarían las instrucciones del Domia abr Wyrda?
—replicó Glaedr.
Eragon bajó el escudo.
¿Y desde cuándo son fáciles de entender las adivinanzas?
¿No será que solo tú debes decir tu nombre?
—propuso Saphira—.
¿No dijo Solembum «… cuando todo parezca perdido y tu poder sea insuficiente, ve a la roca de Kuthian y pronuncia tu nombre para abrir la Cripta de las Almas»? Tu nombre, Eragon, no el mío ni el de Glaedr.
El chico frunció el ceño.
Es posible, supongo. Pero si únicamente tengo que decir mi nombre, quizá tenga que estar solo para decirlo.
Con un gruñido, Saphira se elevó de un salto, enmarañándole el pelo a Eragon y agitando las plantas del claro con el viento de sus alas.
¡Entonces prueba, y date prisa!
—dijo, volando hacia el este y alejándose de la roca.
Cuando estuvo a medio kilómetro, Eragon volvió a posar la mirada en la irregular superficie de roca, volvió al levantar el escudo y una vez más pronunció su nombre, primero en su idioma y luego en el de los elfos.
No apareció puerta ni pasaje alguno. Ni grietas ni fisuras en la piedra. No afloraron símbolos en la superficie. Mirara por donde mirara, aquella enorme torre no era más que un pedazo de granito sólido, carente de secretos.
¡Saphira!
—gritó Eragon mentalmente.
Entonces caminó arriba y abajo por el claro, soltando imprecaciones y dando puntapiés a las piedras y ramas sueltas.
Regresó a la base de la roca cuando Saphira aterrizó en el claro aleteando para frenar su caída y dejando profundas hendiduras en el blando terreno con los espolones de las patas traseras. A su alrededor se levantó una nube de hierbas y hojarasca, como un remolino.
Tras posarse y plegar las alas, Glaedr dijo:
¿Debo suponer que no has tenido éxito?
¡No!
—espetó Eragon, mirando a la torre de piedra.
El viejo dragón dejó escapar lo que pareció un suspiro.
Me lo temía. Solo hay una explicación posible…
¿Que Solembum nos mintió? ¿Que nos enviara a esta misión imposible para que Galbatorix pudiera destruir a los vardenos mientras nosotros no estamos?
No. Que para abrir esta…, esta…
La Cripta de las Almas
—dijo Saphira.
Sí, esta cripta de la que os habló… Que para abrirla tengamos que decir nuestros nombres verdaderos.
Las palabras cayeron entre ellos como peñascos. Por un momento se quedaron todos en silencio. Aquella idea intimidó a Eragon, y no se sentía con ánimo de hablar de ella, como si hacerlo pudiera empeorar de algún modo la situación.
Pero si es una trampa…
—objetó Saphira.
En ese caso, será la trampa más diabólica de todas
—dijo Glaedr—.
Lo que tenéis que decidir es si confiáis en Solembum. Porque si seguimos adelante arriesgaremos algo más que nuestras vidas: arriesgamos nuestra libertad. Si confiáis en él, ¿podéis ser lo suficientemente honestos con vosotros mismos para descubrir vuestros nombres verdaderos, y además hacerlo con rapidez? ¿Y estáis dispuestos a vivir sabiéndolos, por desagradable que pueda resultar? Porque si no, deberíamos irnos ahora mismo. Yo he cambiado desde la muerte de Oromis, pero sé quién soy. Pero ¿y tú, Saphira? ¿Y tú, Eragon? ¿Podéis decirme realmente qué es lo que os hace la dragona y el Jinete que sois?
Eragon sintió que el desánimo se apoderaba de él mientras levantaba la vista hacia la roca de Kuthian.
¿Quién soy yo?
—se preguntó.
Nasuada se rio mientras el cielo estrellado giraba a su alrededor y cayó rodando hacia un abismo de intensa luz blanca que se abría kilómetros por debajo.
La melena se le agitaba al viento y la túnica aleteaba descontrolada, con los extremos deshilachados de las mangas golpeándole los brazos como látigos. Unos murciélagos enormes, negros y babosos, revoloteaban a su alrededor, picoteándole las heridas con unos dientes cortantes y penetrantes que le quemaban como el hielo.
Aun así, ella seguía riendo.
La grieta se ensanchó y la luz la engulló, cegándola por un minuto.
Cuando recuperó la visión se encontró de pie, en la Sala del Adivino, mirándose a sí misma, tendida sobre la losa de color ceniza y amarrada con las correas. Al lado de su cuerpo inmóvil se encontraba Galbatorix: alto, de anchas espaldas, con una sombra en el lugar que debía ocupar su rostro y una corona de fuego escarlata sobre la cabeza.
El rey se volvió hacia donde se encontraba ella y le tendió una mano enfundada en un guante.
—Ven, Nasuada, hija de Ajihad. Supera tu orgullo y júrame lealtad, y yo te daré todo lo que has deseado.
Ella emitió una risita de desdén y se lanzó hacia él con las manos extendidas. Antes de que pudiera cortarle la garganta, el rey se había desvanecido en una nube de humo negro.
—¡Lo que yo deseo es matarte! —gritó ella, mirando al techo.
En la cámara resonó la voz de Galbatorix como si procediera de todas direcciones a la vez.
—Entonces ahí te quedarás hasta que te des cuenta de tu error.
Nasuada abrió los ojos. Seguía sobre la losa, con las muñecas y los tobillos encadenados. Las heridas del gusano barrenador seguían doliéndole como el primer momento.
Frunció el ceño. ¿Había perdido la conciencia, o simplemente había estado hablando con el rey? Era tan difícil saber cuándo…
En un rincón de la cámara vio la punta de una gruesa planta trepadora abriéndose paso por entre los azulejos pintados, reventándolos. Junto a ella aparecieron otras plantas, que se abrían paso por la pared desde el exterior y se extendían por el suelo, cubriéndolo como un mar de tentáculos.
Al ver cómo se le acercaban, Nasuada chasqueó la lengua. «¿Esto es todo lo que se ocurre? Tengo sueños más raros que este a diario.»
Como en respuesta a su mofa, la losa que la sostenía se fundió en el suelo y los tentáculos se cernieron sobre ella, envolviéndole las extremidades y aferrándola con más fuerza que cualquier cadena. Los tallos se multiplicaron hasta bloquearle la visión completamente, y lo único que oía era el ruido que hacían al deslizarse unos sobre otros: un sonido de roce seco, como el de la arena al caer.