Authors: Christopher Paolini
El chirrido del gusano barrenador aumentó de volumen en el momento en que Galbatorix lo posó sobre la piel desnuda del brazo derecho de Nasuada, justo por debajo del codo. Ella hizo un gesto de disgusto en el momento en que la criatura aterrizó; pesaba más de lo que parecía, y enseguida se agarró a ella con lo que debían ser un centenar de pequeños ganchos.
El barrenador emitió un último chillido; luego se enroscó en un ovillo y «saltó» varios centímetros subiendo por el brazo.
Ella se revolvió en sus ataduras, esperando hacer caer al gusano, pero este siguió firmemente agarrado.
Y volvió a saltar.
Y una vez más, y ya estaba en su hombro, clavándole los ganchos en la piel, como si fueran una tira de minúsculos garfios. Por el rabillo del ojo vio al gusano levantando aquella cabeza sin ojos y apuntar hacia su rostro, como si olisqueara el aire. La minúscula boca se abrió, y vio que tenía afiladas mandíbulas tras los labios.
¿Scriii, scriii?
—chilló el gusano—.
¿Scrii-sraae?
—Ahí no —respondió Galbatorix, y pronunció una palabra en el idioma antiguo.
Al oírla, el gusano se alejó de la cabeza de Nasuada, que sintió cierto alivio, y emprendió otra vez el descenso por el brazo.
Pocas cosas la asustaban. El contacto del hierro candente lo hacía. La idea de que Galbatorix pudiera reinar por siempre en Urû’baen la asustaba. La muerte, por supuesto, la asustaba, aunque no tanto porque temiera el fin de la existencia, sino porque temía dejar a medias las cosas que aún esperaba resolver.
Sin embargo, por algún motivo, la visión y el roce del gusano barrenador la pusieron nerviosa como nada hasta ese momento. Cada músculo de su cuerpo parecía arder y estremecerse, y sintió una necesidad desesperada de correr, de huir, de poner la máxima distancia posible entre ella y aquella criatura, porque el gusano barrenador desprendía algo profundamente negativo. No se movía como era de esperar, aquella pequeña boca obscena le recordaba la de un niño y el sonido que emitía, aquel sonido horrible, le provocaba una aversión visceral.
El gusano hizo una pausa a la altura del codo.
—
¡Scriii, scriii!
Entonces su cuerpo rechoncho y sin miembros se contrajo y saltó al aire, diez o doce centímetros, para caer de cabeza en la parte anterior del codo.
Al caer, el gusano se dividió en una docena de pequeños milpiés de un verde intenso que corretearon por el brazo hasta encontrar un lugar donde clavar sus mandíbulas en la carne y abrirse paso a través de la piel.
El dolor que sintió era insoportable; se revolvió, luchando contra las ataduras, y soltó un grito hacia el techo, pero no podía escapar a aquel tormento, ni en aquel momento ni en el tiempo aparentemente interminable que siguió. El hierro le había dolido más, pero lo habría preferido, porque el metal candente era impersonal, inanimado y predecible, todo lo que no era el gusano. Le producía un terror especial saber que la causa de su dolor era una criatura que iba «masticándola» y, aún peor, que estaba en el interior de su cuerpo.
Al final perdió el orgullo y el autocontrol y gritó a la diosa Gokukara pidiendo compasión, y luego empezó a balbucir como una niña, incapaz de detener el flujo de palabras que salían a borbotones de su boca.
Oyó que Galbatorix se reía. Ver cómo se divertía con su sufrimiento le hizo odiarle aún más.
Parpadeó, volviendo en sí.
Tras unos momentos, se dio cuenta de que Murtagh y Galbatorix se habían ido. No recordaba su marcha; debía de haberse quedado inconsciente.
El dolor era menor que antes, pero aún intenso. Bajó los ojos y se miró el cuerpo, y luego apartó la mirada, con el pulso acelerado. En el lugar donde estaban antes los milpiés —no estaba segura de si por separado seguían siendo gusanos— tenía la piel hinchada y unas rayas de sangre morada marcaban los caminos que habían seguido por debajo de la superficie de la piel, y cada uno de ellos le ardía. Era como si le hubieran azotado por delante con un látigo de colas metálicas.
Se preguntó si los barrenadores seguirían en su interior, inactivos mientras digerían su alimento. O a lo mejor estaban en plena metamorfosis, como las larvas al convertirse en moscas, y volverían en forma de algo aún peor. O quizás —y aquella le parecía la opción más terrible de todas— hubieran puesto huevos en su interior y muy pronto nacerían «más» y empezarían a darse un festín con su cuerpo.
Se estremeció y soltó un grito de miedo y desesperación.
Las heridas le impedían mantener la coherencia. Perdía y recuperaba la visión, y se sorprendió a sí misma llorando, lo que le molestaba profundamente, pero no podía parar por mucho que lo intentara. Para distraerse intentó hablar sola —diciendo tonterías, sobre todo—, lo que fuera para pensar en otras cosas. La ayudó, aunque solo en parte.
Sabía que Galbatorix no quería matarla, pero temía que, dominado por la ira, hubiera ido más allá de lo previsto. Estaba temblando, y tenía todo el cuerpo inflamado, como si le hubieran picado cientos de abejas. La fuerza de voluntad le daba fuerzas para seguir, pero por muy decidida que estuviera, su cuerpo tenía un límite de resistencia, y sentía que lo había rebasado con creces. Daba la impresión de que se había roto algo en lo más profundo de su ser, y ya no tenía ninguna confianza en poder recuperarse de sus lesiones.
La puerta de la sala se abrió de golpe.
Nasuada forzó la vista para distinguir quién se acercaba.
Era Murtagh.
La miró con los labios apretados, los orificios de la nariz hinchados y el ceño fruncido. Al principio pensó que estaba furioso, pero luego se dio cuenta de que en realidad estaba preocupado y asustado por ella. Verlo así la sorprendió; sabía que la miraba con cierta benevolencia —¿cómo si no habría convencido a Galbatorix de que no la matara?—, pero no podía sospechar que se preocupara tanto por ella.
Intentó tranquilizarlo con una sonrisa. No debió de salirle bien, porque al sonreír Murtagh tensó la mandíbula, como si estuviera haciendo un esfuerzo por contenerse.
—Intenta no moverte —le dijo, y levantó las manos sobre ella y empezó a murmurar algo en el idioma antiguo.
«Como si pudiera», pensó Nasuada.
La magia enseguida hizo efecto y, herida tras herida, el dolor fue menguando, pero no desapareció del todo.
Ella arrugó la frente, desconcertada, y él se excusó:
—Lo siento, no puedo hacer más. Galbatorix sabría cómo, pero a mí me supera.
—¿Qué hay…, qué hay de tus eldunarís? —preguntó ella—. Seguro que ellos podrían ser de ayuda.
Él sacudió la cabeza.
—Son todos dragones jóvenes, o eso eran cuando murieron sus cuerpos. Sabían poco de magia entonces, y Galbatorix no les ha enseñado casi nada desde entonces… Lo siento.
—¿Siguen dentro de mí esas «cosas»?
—¡No! No, ya no. Galbatorix los sacó cuando perdiste el conocimiento.
Nasuada sintió un profundo alivio.
—Tu hechizo no ha eliminado el dolor. —Intentó que aquello no sonara como una acusación, pero no pudo evitar una nota de rabia en su voz.
—No sé por qué —dijo él con una mueca—. Debería. Sea lo que sea esa criatura, no encaja en el patrón de las cosas normales de este mundo.
—¿Sabes de dónde viene?
—No. No he sabido de su existencia hasta hoy, cuando Galbatorix fue a buscarla a las cámaras interiores.
Nasuada cerró los ojos un momento.
—Ayúdame a levantarme.
—¿Lo dices en se…?
—Ayúdame a levantarme.
Sin una palabra, le soltó las ataduras. Nasuada se puso en pie y se quedó junto al pedestal, a la espera de que se le pasara el mareo.
—Toma —dijo Murtagh, pasándole su capa.
Ella se la envolvió alrededor del cuerpo, tapándose a la vez por pudor y para calentarse, y también para que él no le mirara las quemaduras, las costras, las llagas y las rayas sanguinolentas que la desfiguraban.
Cojeando —ya que, entre otros lugares, el gusano barrenador le había pasado por las plantas de los pies— caminó hasta la pared. Se apoyó en ella y se dejó caer lentamente hasta el suelo.
Murtagh fue a su lado y los dos se quedaron allí sentados, mirando la pared que tenían delante.
Sin poder evitarlo, Nasuada se echó a llorar.
Al cabo de un rato, notó que Murtagh le tocaba el hombro, y se apartó por instinto. No pudo evitarlo. En los últimos días le había hecho más daño que nadie en toda la vida, y aunque sabía que no había sido por voluntad propia, no podía olvidar que había sido él quien empuñaba el hierro al rojo.
Aun así, cuando vio la sorpresa con que reaccionó Murtagh, cedió y le cogió la mano. Él le apretó los dedos ligeramente, le pasó el brazo sobre los hombros y se la acercó. Ella se resistió un momento, pero luego se relajó y apoyó la cabeza en su pecho sin dejar de llorar, con un llanto apagado que resonaba en las desnudas paredes de piedra de la sala.
Unos minutos más tarde sintió que Murtagh se movía a su lado.
—Encontraré un modo de liberarte, lo juro. Es demasiado tarde para Espina y para mí, pero no para ti. Mientras no le jures lealtad a Galbatorix, aún hay una posibilidad de sacarte de Urû’baen.
Ella lo miró y llegó a la conclusión de que lo decía en serio.
—¿Cómo? —murmuró.
—No tengo ni la menor idea —reconoció él con una media sonrisa—. Pero lo haré. Cueste lo que cueste. Eso sí, tienes que prometerme que no te rendirás… Al menos hasta que lo intente. ¿De acuerdo?
—No creo que pueda soportar esa… «cosa» otra vez. Si vuelve a metérmela en el cuerpo, le daré todo lo que quiera.
—No tendrás que hacerlo; no tiene intención de usar los gusanos barrenadores otra vez.
—¿Y… qué es lo que tiene intención de hacer?
Murtagh guardó silencio un minuto más.
—Ha decidido empezar a manipular lo que ves, lo que oyes, lo que palpas y lo que hueles. Si eso no funciona, te atacará al cerebro directamente. Si lo hace, no podrás resistirte. Nadie lo ha conseguido.
No obstante, estoy seguro de que antes de que llegue a eso conseguiré rescatarte. Lo único que tienes que hacer es seguir luchando unos días. Eso es… solo unos días.
—¿Cómo voy a hacerlo si no puedo confiar en mis sentidos?
—Hay un sentido que no puede manipular —dijo Murtagh, volviéndose hacia ella—. ¿Me dejas entrar en contacto con tu mente?
No intentaré leerte los pensamientos. Solo quiero que sepas lo que sientes al contacto con mi mente, para que la reconozcas —para que puedas reconocerme «a mí»— en el futuro.
Ella dudó. Sabía que se la jugaba. O accedía y confiaba en él, o se negaba, con lo que quizá perdiera su única ocasión de evitar convertirse en una esclava de Galbatorix. Aun así, no estaba segura de dejar que nadie accediera a su mente. También podía ser que Murtagh estuviera intentando conseguir que bajara la guardia para poder instalarse más fácilmente en su consciencia. O que esperara obtener alguna información introduciéndose en sus pensamientos.
Entonces pensó: «¿Por qué iba a recurrir Galbatorix a esos trucos?
Podría hacer cualquiera de esas cosas él mismo. Murtagh tiene razón: no podría resistirme a él… Si acepto su oferta, puede suponer mi perdición, pero si me niego, la perdición es inevitable. De un modo u otro, Galbatorix podrá conmigo. Es solo cuestión de tiempo».
—Haz lo que quieras —concedió.
Murtagh asintió y entrecerró los ojos.
Con la mente en silencio, empezó a recitar el fragmento de poesía que solía usar cuando quería ocultar sus pensamientos o proteger su conciencia de un intruso. Se concentró en ello con todas sus fuerzas, resuelta a repeler a Murtagh en caso necesario y también a no pensar en ninguno de los secretos que estaba obligada a mantener ocultos.
En El-harím vivía un hombre, un hombre de ojos amarillos. Me dijo: «Desconfía de los susurros, pues los susurros mienten; no te enfrentes a los demonios de lo oscuro o en tu mente dejarán una marca; no escuches a las sombras de lo profundo, o te acecharán incluso en sueños».
Cuando la mente de Murtagh entró en contacto con su conciencia, Nasuada se tensó y empezó a recitar los versos aún más rápido.
Sorprendida, observó que la mente de Murtagh tenía algo de familiar.
El parecido entre su conciencia y la de… No, no podía decir la de quién, pero el parecido era sorprendente, tan sorprendente como marcadas eran las diferencias. La más evidente era la rabia, que ocupaba el centro de su ser como un frío corazón negro, agarrotado e inmóvil, con venas de odio que se ramificaban hasta envolver el resto de su mente. Pero en la de Murtagh, mayor aún que la rabia era la preocupación que mostraba por ella. Nasuada lo vio, y se convenció de que su buena voluntad era genuina; no creía que pudiera fingir aquello de un modo tan convincente.
Murtagh cumplió su palabra y no intentó adentrarse en su mente.
Al cabo de unos segundos, se retiró y Nasuada volvió a encontrarse sola con sus pensamientos.
Cuando abrió los ojos del todo, le dijo:
—Bueno, ¿ahora crees que podrás reconocerme si intento volver a contactar contigo?
Ella asintió.
—Bien. Galbatorix puede hacer muchas cosas, pero ni siquiera él puede imitar la sensación que produce el contacto con la mente de otra persona. Intentaré avisarte antes de que empiece a alterar tus sentidos, y contactaré contigo cuando pare. Así no podrá confundirte y crearte dudas sobre lo que es real y lo que no.
—Gracias —dijo ella, incapaz de expresar el alcance de su gratitud en una frase tan corta.
—Por fortuna, tenemos tiempo. Los vardenos están a solo tres días de aquí, y los elfos se están acercando rápidamente desde el norte.
Galbatorix ha ido a supervisar la disposición de las defensas de Urû’baen y a discutir la estrategia con Lord Barst, que está al mando del ejército apostado en la ciudad.
Nasuada frunció el ceño. Aquello pintaba mal. Había oído hablar de Lord Barst; era temido entre los nobles de la corte de Galbatorix. Se decía que tenía una mente afilada y una crueldad sin límites, y que había aplastado sin compasión a todo el que había osado enfrentarse a él.
—¿Tú no vas?
—Galbatorix tiene otros planes para mí, aunque aún no me los ha comunicado.
—¿Cuánto tiempo estará ocupado con sus preparativos?
—Lo que queda de hoy y todo mañana.
—¿Crees que podrás liberarme antes de que regrese?