Authors: Christopher Paolini
Nasuada se quedó mirando las líneas del techo, intentando no prestarle atención. Muchas de las cosas que decía «se parecían» a lo que pensaba ella misma. Tenía razón: la magia era la fuerza más destructiva del mundo, y si podía controlarse, Alagaësia sería un lugar mejor. Odiaba que no hubiera modo de evitar que Eragon…
Azul. Rojo. Motivos de colores entrelazados. El dolor palpitante de sus quemaduras. Hizo un esfuerzo desesperado para concentrarse en cualquier otra cosa que no fuera… nada. Todos sus pensamientos habían quedado reducidos a la nada, ya no existían.
—Decís que soy malvado. Maldecís mi nombre e intentáis derrocarme. Pero recuerda esto, Nasuada: no fui yo quien inició esta guerra, y no soy responsable de las vidas que se ha cobrado. Yo no lo busqué. Fuisteis «vosotros». Yo me habría contentado con dedicarme a mis estudios, pero los vardenos no cejaron hasta robarme el huevo de Saphira de la Sala del Tesoro, y vosotros sois los únicos responsables de toda la sangre derramada y del dolor causado a continuación. «Vosotros» sois los que habéis estado arrasando el campo, quemando y saqueando a vuestro antojo, no yo. ¡Y aun así tenéis el descaro de afirmar que soy «yo» el infame! Si fuerais a las casas de los campesinos, os dirían que es a los vardenos a quienes más temen. Os dirían que les piden a mis soldados que los protejan, y que esperan que el Imperio derrote a los vardenos y que todo vuelva a ser como antes.
Nasuada se humedeció los labios. Aunque sabía que su atrevimiento podía costarle caro, replicó:
—Me parece que te quejas demasiado… Si tu principal preocupación fuera el bienestar de tus súbditos, habrías salido a enfrentarte con los vardenos hace semanas, en lugar de dejar que un ejército se moviera a sus anchas dentro de tus fronteras. A menos que no estés tan seguro de tu poder como quieres demostrar. ¿O es que tienes miedo de que los elfos tomen Urû’baen si sales de la ciudad?
Tal como solía hacer, habló de los vardenos como si no los conociera mejor que cualquier otro habitante del Imperio.
Galbatorix hizo un movimiento en la silla y ella notó que estaba a punto de responder, pero aún no había acabado.
—¿Y qué hay de los úrgalos? No puedes convencerme de que tu causa es justa cuando estabas dispuesto a exterminar a toda una raza para aliviar el dolor por la muerte de tu primer dragón. ¿No tienes respuesta para eso, perjuro? Pues háblame de los dragones.
Explícame por qué asesinaste a tantos hasta que llegaste a condenar a la raza a una extinción lenta e inevitable. Y, para acabar, explícame el trato que le diste al eldunarí que capturaste —añadió, presa de la rabia—. Los has doblegado y has destrozado a todos, sometiéndolos a tu voluntad. No hay nada de bueno en lo que haces, solo egoísmo y una sed de poder ilimitada.
Galbatorix se la quedó mirando largo rato en un incómodo silencio.
Entonces Nasuada vio cómo se movía su silueta y se cruzaba de brazos.
—Creo que los hierros ya deben de estar lo suficientemente calientes, Murtagh. Por favor…
Ella apretó los puños, clavándose las uñas en la piel, y sus músculos empezaron a temblar, a pesar del esfuerzo por mantenerse firme. Murtagh cogió una de las barras de hierro, que rozó el borde del brasero. Se giró hacia ella, que no pudo evitar fijar la mirada en el metal candente. Luego miró en los ojos de Murtagh, y vio reflejados en ellos la culpa y el despreció que sentía por sí mismo. Un gran dolor se adueñó de su alma.
«Qué tontos somos —pensó—. Qué tontos más lastimeros y miserables.»
Después de aquello, no le quedaron energías para pensar, así que volvió a sus consabidos rituales, aferrándose a ellos para sobrevivir, del mismo modo que un náufrago se agarra a un pedazo de madera.
Cuando Murtagh y Galbatorix salieron, el dolor era tan intenso que le resultaba imposible hacer otra cosa que no fuera quedarse mirando los motivos del techo y hacer un esfuerzo por no llorar. Estaba sudando y tiritando al mismo tiempo, como si tuviera fiebre, y no podía concentrarse en nada durante más de unos segundos. El dolor de las quemaduras no remitía como lo habría hecho el de una herida o un golpe; de hecho, el dolor palpitante parecía empeorar con el tiempo.
Cerró los ojos y se concentró en respirar más lentamente, intentando calmar su cuerpo.
La primera vez que Galbatorix y Murtagh habían acudido a verla se había mostrado mucho más valiente. Los había maldecido y provocado, haciendo todo lo posible por herirles con sus palabras. No obstante, a través de Murtagh, Galbatorix le había hecho pagar su insolencia, y enseguida se le habían quitado las ganas de rebelarse abiertamente. El hierro la había aplacado; solo de pensar en ello le venían ganas de hacerse un ovillo. Durante su segunda y última visita, había dicho lo mínimo posible, hasta aquel último e imprudente arranque de ira.
Había querido poner a prueba a Galbatorix, que le había asegurado que ni él ni Murtagh le mentirían. Así que les hizo preguntas sobre el funcionamiento interno del Imperio, sobre cosas de las que le habían informado sus espías pero que Galbatorix no tenía motivo para creer que ella supiera. Por lo que había podido oír, ambos le habían contado la verdad, pero no iba a confiar en nada de lo que dijera el rey, ya que no tenía modo de verificar sus afirmaciones.
En cuanto a Murtagh, no estaba tan segura. Cuando estaba con el rey, nada de lo que decía le parecía fiable, pero cuando estaba solo…
Varias horas después de su primera y agonizante audiencia con Galbatorix —cuando por fin se había sumido en un sueño agitado y poco profundo—, Murtagh se había presentado solo en la Sala del Adivino, con los ojos empañados y oliendo a alcohol. Se había quedado de pie junto al pedestal donde yacía ella, y se la había quedado mirando con una expresión tan extraña y atormentada que en aquel momento Nasuada no hubiera podido decir qué iba a hacer.
Por fin dio media vuelta, se acercó a la pared más cercana y se apoyó, dejándose caer hasta quedar sentado en el suelo, con las rodillas contra el pecho, la larga melena enmarañada oscureciéndole el rostro y los nudillos de la mano derecha manchados de sangre.
Tras lo que debieron de ser unos minutos, metió la mano bajo su chaqueta marrón sin mangas —ya que llevaba la misma ropa que antes, salvo por la máscara— y sacó una pequeña botella de piedra.
Bebió de ella varias veces y luego se puso hablar.
Él habló y ella escuchó. No tenía otra opción, pero no quería creerse lo que decía. Por lo que ella sabía, todo lo que pudiera decir o hacer Murtagh podía ser un ardid para hacer que se confiara.
Murtagh había empezado por contarle una historia bastante confusa sobre un hombre llamado Tornac, acerca de algún tipo de percance que había tenido a caballo y sobre algún consejo que le había dado Tornac acerca de las obligaciones de un hombre de honor. No había entendido si aquel Tornac era un amigo, un siervo, un pariente lejano o alguna combinación de todo lo anterior, pero, fuera lo que fuera, era evidente que era alguien muy importante para Murtagh.
—Galbatorix iba a ordenar que te mataran… —dijo Murtagh al acabar su historia—. Sabía que Elva no te estaba protegiendo como antes, así que decidió que era el momento ideal para que te asesinaran. Me enteré de su plan por casualidad; estaba con él en el momento en que dio las órdenes a la Mano Negra. —Sacudió la cabeza—. Es culpa mía; él sabía que contigo aquí, Eragon vendría mucho más rápidamente… Era el único modo que tenía para evitar que te matara… Lo siento… Lo siento…
Y hundió la cabeza entre los brazos.
—Habría preferido morir.
—Lo sé —dijo él, con la voz ronca—. ¿Me perdonarás?
Ella no respondió. Aquella revelación no hizo más que intranquilizarla. ¿Por qué iba a importarle a él que salvara la vida?
¿Qué esperaba conseguir a cambio?
Pasó un rato y Murtagh no dijo nada más. Entonces, entre llantos y arranques de rabia, le habló de cómo había crecido en la corte de Galbatorix, de la desconfianza y las envidias que le había granjeado ser hijo de Morzan, de los nobles que habían intentado utilizarle para ganarse el favor del rey, y de la nostalgia por una madre que apenas recordaba. Dos veces mencionó a Eragon y le maldijo, acusándole de ser un tonto con mucha suerte.
—No le habría ido tan bien si la situación hubiera sido la contraria.
Pero nuestra madre decidió llevárselo a él a Carvahall, no a mí —se lamentó, y escupió al suelo.
A Nasuada todo aquello le pareció una exhibición de sensiblería y autocompasión, y la debilidad de Murtagh no hizo más que inspirarle desprecio, hasta que él habló de cómo le habían secuestrado los Gemelos de Farthen Dûr, de los maltratos sufridos de camino a Urû’baen y de lo que le había hecho sufrir Galbatorix al llegar. Algunas de las torturas que le describió eran peores que la suya y, de ser ciertas, le merecían cierta compasión.
—Espina fue mi perdición —confesó Murtagh por fin—. Cuando salió del cascarón y establecimos el vínculo… —Sacudió la cabeza—. Le quiero. ¿Cómo no iba a quererlo? Le quiero tanto como Eragon a Saphira. En cuanto lo toqué, fue mi ruina. Galbatorix lo usó en mi contra. Espina era más fuerte que yo. Él nunca se rendía. Pero yo no podía soportar verlo sufrir, así que juré lealtad al rey, y después… —Sus labios se tensaron en una mueca de repugnancia—. Después, Galbatorix se metió en mi mente. Lo supo todo de mí, e incluso me dijo mi verdadero nombre. Y ahora soy suyo… Suyo para siempre.
Dicho aquello, apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos.
Nasuada vio las lágrimas que le caían por las mejillas.
Al final se puso en pie y, de camino a la puerta, se detuvo un momento a su lado y la tocó en el hombro. Ella observó que llevaba las uñas limpias y cuidadas, pero no tanto como su carcelero.
Murtagh murmuró unas palabras en el idioma antiguo y, en un momento, el dolor desapareció, aunque las quemaduras tenían el mismo aspecto que antes.
Cuando apartó la mano, Nasuada dijo:
—No puedo perdonar…, pero te comprendo.
Él asintió y se fue, tambaleándose, dejándola con la duda de si había dado con un nuevo aliado.
Nasuada yacía en el pedestal, sudando y temblando, sintiendo dolor en todo el cuerpo, hasta el punto de desear que Murtagh volviera, aunque solo fuera para liberarla de su agonía.
Cuando por fin se abrió de par en par la puerta de la cámara octogonal, no pudo contener un suspiro de alivio, pero pronto se convirtió en amarga desilusión cuando oyó las suaves pisadas de su carcelero bajando las escaleras que llevaban a la sala.
Tal como había hecho antes, aquel hombre corpulento de estrechos hombros le lavó las heridas con un trapo húmedo y luego se las vendó con unas gasas. Cuando le soltó las ataduras para que pudiera ir al retrete, Nasuada descubrió que estaba demasiado débil como para intentar siquiera agarrar el cuchillo de la bandeja de la comida. Así que se contentó con dar las gracias al hombre por su ayuda y, por segunda vez, le felicitó por sus uñas, que estaban aún más brillantes que antes y que obviamente quería que se vieran, puesto que todo el rato colocaba las manos de forma que ella no pudiera evitar mirarlas.
Le dio de comer y se fue. Nasuada intentó dormir, pero el dolor constante de sus heridas le impedía hacer otra cosa que no fuera dormitar a ratos.
Los ojos se le abrieron como platos cuando oyó como se abría la barra de la puerta.
«¡Otra vez no! —pensó, mientras el pánico se extendía por su mente—. ¡Tan pronto no! No podré soportarlo… No tengo fuerzas suficientes.» Entonces se sobrepuso al miedo y se dijo: «No. No digas esas cosas…, o empezarás a creértelas». Aun así, aunque pudiera controlar sus reacciones conscientes, no podía impedir que el corazón le latiera al doble de la velocidad normal.
Se oyó el eco de un único par de pisadas en la sala, y entonces Murtagh apareció en el extremo de su campo visual. No llevaba máscara, y tenía una expresión sombría.
Esta vez lo primero que hizo fue curarla, sin más espera. El alivio que sintió al remitir el pánico fue tan intenso que se acercaba al éxtasis. En toda su vida, no había experimentado una sensación tan agradable como la liberación de aquella agonía.
Jadeó levemente de alivio.
—Gracias.
Murtagh asintió; entonces se dirigió a la pared y se sentó en el mismo sitio que antes.
Nasuada lo escrutó durante un minuto. La piel de sus nudillos estaba lisa y suave de nuevo, y parecía sobrio, aunque su expresión era adusta y no abría la boca. Las ropas que llevaba habían sido elegantes, pero ahora estaban rotas y remendadas, y observó lo que le parecieron unos cortes en la parte baja de las mangas. Se preguntó si habría estado luchando.
—¿Sabe Galbatorix que estás aquí? —preguntó por fin.
—Podría, pero lo dudo. Está ocupado jugando con sus concubinas favoritas. O eso, o está durmiendo. Es medianoche. Además, he lanzado un hechizo para evitar que nadie nos escuche. Él podría romperlo si quisiera, pero me enteraría.
—¿Y si lo descubre?
Murtagh se encogió de hombros.
—Lo descubrirá, ya sabes, si consigue mermar mis defensas.
—Pues no le dejes. Tú eres más fuerte que yo; no tienes a nadie a quien pueda amenazar. Puedes resistirte a él, no como yo… Los vardenos se están acercando rápidamente, igual que los elfos desde el norte. Si aguantas unos días más, habrá alguna posibilidad… de que te liberen.
—No crees que puedan, ¿verdad? —Volvió a encogerse de hombros.
—Entonces…, ayúdame a huir.
De la garganta de Murtagh salió una carcajada sonora como un ladrido:
—¿Cómo? Apenas puedo ponerme las botas por la mañana sin el permiso de Galbatorix.
—Podrías aflojarme las correas y, al salir, quizá podrías olvidarte de cerrar la puerta con llave.
Él la miró con una mueca burlona.
—Hay dos hombres de guardia ahí fuera, y Galbatorix ha dispuesto defensas en esta sala para que le avisen si algún prisionero da un paso más allá de la puerta. Además, hay cientos de guardias entre este punto y la puerta más cercana. Tendrías suerte si llegaras hasta el final del pasillo.
—Quizá, pero me gustaría intentarlo.
—Solo conseguirías que te mataran.
—Entonces ayúdame. Si quisieras, podrías encontrar un modo de sortear sus defensas.
—No puedo. Mis juramentos no me permiten usar la magia en su contra.
—¿Qué hay de los guardias, entonces? Si los retienes lo suficiente como para que llegue a la puerta, podría ocultarme en la ciudad y no importaría que Galbatorix supiera…