Authors: Christopher Paolini
—No querrías luchar conmigo, jovencito —gruñó el rey.
—Demuéstramelo. Libérame y enfréntate a mí en un combate limpio. Demuestra que aún eres un guerrero digno de consideración. O vive sabiendo que eres un cobarde llorón que no se atreve a enfrentarse siquiera a un único rival sin ayuda de sus eldunarís.
¿Mataste nada menos que a Vrael? Entonces, ¿por qué ibas a tenerme miedo? ¿Por qué ibas…?
—¡Ya basta! —gritó Galbatorix. Sus huesudos pómulos habían adoptado un tono rojizo. Entonces, como el azogue, cambió de pronto de humor y mostró los dientes en una temible aproximación a una sonrisa. Dio un golpecito al brazo del trono con los nudillos—. No conseguí este trono aceptando cada desafío que se me propuso. Ni lo he conservado enfrentándome a mis enemigos en «combates limpios». Lo que aún tienes que aprender, jovencito, es que no importa cómo consigues la victoria, sino el hecho de conseguirla.
—Te equivocas. Sí que importa.
—Eso te lo recordaré cuando me jures fidelidad. No obstante… —añadió el rey, dando unos golpecitos al pomo de su espada—. Dado que tanto deseas luchar, te concederé lo que pides. —Eragon sintió un atisbo de esperanza, que se desvaneció enseguida—: Pero no conmigo. Con Murtagh.
Al oír aquellas palabras, Murtagh le lanzó una mirada furiosa a Eragon.
El rey se frotó la barba.
—Querría saber, de una vez por todas, quién de vosotros es mejor guerrero. Lucharéis con vuestros propios medios, sin magia ni eldunarís, hasta que uno de los dos no pueda continuar. No podéis mataros (eso os lo prohíbo), pero aparte de eso permitiré casi cualquier cosa. Será bastante entretenido, diría, ver luchar a hermano contra hermano.
—No —precisó Eragon—. Hermanos no. Hermanastros. Mi padre era Brom, no Morzan.
Por primera vez, Galbatorix pareció sorprendido. Entonces un extremo de su boca se curvó hacia arriba.
—Por supuesto. Debía de haberlo supuesto; lo llevas en la cara.
Entonces el duelo será aún más interesante. El hijo de Brom contra el hijo de Morzan. Desde luego, el destino tiene su sentido del humor.
Murtagh también se sorprendió. Pero controló sus gestos demasiado bien como para que Eragon pudiera decidir si aquel dato le agradaba o le contrariaba. Aun así, Eragon sabía que le había dejado descolocado. Eso era lo que esperaba. Si Murtagh estaba distraído, a Eragon le costaría mucho menos derrotarlo. Y derrotarlo era lo que pretendía, independientemente de la sangre que le costara.
—
Letta
—dijo Galbatorix, con un leve movimiento de su mano.
El hechizo que retenía a Eragon perdió efecto, haciéndole trastabillar.
—
Gánga aptr
—dijo entonces el rey, y Arya, Elva y Saphira se deslizaron hacia atrás, dejando un amplio espacio entre ellas y la tarima. El rey murmuró otras palabras más, y la mayoría de las lámparas de la cámara bajaron de intensidad, concentrando casi toda la luz en la zona frente al trono.
—Venga —le dijo Galbatorix a Murtagh—. Ve con Eragon, y mostradnos cuál de los dos es más hábil con la espada.
Con una mueca de rabia, Murtagh se dirigió a un punto unos metros por delante de Eragon. Desenvainó
Zar’roc
—la hoja de la espada carmesí ya parecía estar cubierta de sangre—, levantó el escudo y se puso en posición.
Tras echar una mirada a Saphira y a Arya, Eragon hizo lo propio.
—¡Ahora luchad! —gritó Galbatorix, y dio una palmada.
Sudando, Eragon se lanzó hacia Murtagh, al tiempo que este se abalanzaba hacia él.
Roran soltó un grito y se echó a un lado en el momento en que una chimenea de ladrillo impactaba contra el suelo delante de él, seguida del cuerpo de uno de los arqueros del Imperio.
Se sacudió el sudor de los ojos y luego rodeó el cuerpo y el montón de ladrillos, saltando de un hueco entre los escombros al siguiente, igual que solía saltar sobre las piedras del río Anora.
La batalla iba mal. Eso era evidente. Él y sus guerreros habían aguantado junto a la muralla exterior al menos un cuarto de hora, combatiendo las oleadas de soldados que llegaban, pero luego habían permitido que los soldados les arrastraran al interior de la ciudad.
Ahora se daba cuenta de que aquello había sido un error. La lucha por las calles era desesperada, sangrienta y confusa. Su batallón se había ido disgregando, y solo unos cuantos guerreros seguían cerca de él: hombres de Carvahall, sobre todo, junto a cuatro elfos y varios úrgalos. El resto estaban dispersos por las calles adyacentes, luchando solos, sin dirección.
Lo peor era que, por algún motivo que los elfos y demás hechiceros no sabían explicar, la magia no parecía tener el efecto esperado. Lo habían descubierto cuando uno de los elfos había intentado matar a un soldado con un hechizo: en lugar del soldado, un vardeno había caído muerto, consumido por el enjambre de escarabajos conjurados por el elfo. A Roran aquella muerte le había puesto enfermo; era un modo terrible de morir, sin sentido, y podría haberles ocurrido a cualquiera.
A su derecha, más cerca de la puerta principal, Lord Barst seguía diezmando el cuerpo central del ejército vardeno. Roran lo había visto varias veces de lejos: ahora iba a pie, abriéndose paso entre humanos, elfos y enanos y abatiéndolos como si fueran bolos con su enorme maza negra. Ninguno había podido detener al enorme guerrero, y mucho menos herirle, y los que se encontraban a su alrededor salían corriendo para evitar ponerse al alcance de su temible arma.
Roran también había visto al rey Orik y a un grupo de enanos ganando terreno entre un grupo de soldados. El casco enjoyado de Orik brillaba a la luz del sol mientras agitaba su poderoso martillo de guerra,
Volund
. Tras él, sus guerreros gritaban: «
¡Vor Orikz korda!
».
Quince metros por detrás de Orik, Roran había podido ver a la reina Islanzadí moviéndose con agilidad por todo el campo de batalla, con su capa roja al vuelo y su brillante armadura reluciente, como una estrella entre la oscura masa de cuerpos. Sobre su cabeza revoloteaba el cuervo blanco que la acompañaba. Por lo poco que vio Roran de Islanzadí, le sorprendió su habilidad, arrojo y valentía. Le recordó a Arya, pero pensó que la reina debía de ser mejor guerrera.
Un grupo de cinco soldados giraron una esquina, a la carga, y a punto estuvieron de atropellarle. A voz en grito, tendieron las lanzas e intentaron atravesarlo como un pollo asado. Él se encogió para esquivarlos, cogió la lanza de uno de ellos y se la clavó en la garganta. El soldado permaneció de pie un minuto más, pero no podía respirar bien, así que cayó al suelo, dificultando el avance de sus compañeros.
Roran aprovechó la ocasión y se puso a asestar cuchilladas a diestro y siniestro. Uno de los soldados consiguió alcanzar a Roran en el hombro derecho, y este sintió que de nuevo sus fuerzas disminuían con la energía que precisaban sus defensas para desviar la hoja cortante.
Le sorprendió que las defensas le protegieran. Solo unos momentos antes le habían fallado, cuando se había abierto una herida en el pómulo con el borde de un escudo. Esperaba que, fuera lo que fuera lo que estaba ocurriendo con la magia, se resolviera de un modo o de otro. Tal como estaban las cosas, no se atrevía a ponerse al descubierto ni lo más mínimo.
Roran avanzó hacia los últimos dos soldados, pero antes de llegar hasta ellos se oyó un ruido metálico, y sus cabezas cayeron sobre los adoquines con una expresión de sorpresa en la cara. Los cuerpos se derrumbaron y, tras ellos, Roran vio a Angela, la herbolaria, vestida con su armadura verde y negra y con su alabarda en la mano. A su lado había un par de hombres gato, uno con forma de chica con el pelo moteado y afilados dientes manchados de sangre, que blandía una larga daga, y el otro con forma animal. Quizá fuera Solembum, pero Roran no estaba seguro.
—¡Roran! Me alegro de verte —dijo la herbolaria con una sonrisa demasiado alegre, teniendo en cuenta las circunstancias—. ¡Mira que encontrarnos aquí!
—¡Mejor aquí que en la tumba! —gritó él, recogiendo una lanza del suelo y tirándosela a un hombre a unos metros de allí.
—¡Bien dicho!
—Pensé que irías con Eragon.
Ella negó con la cabeza.
—No me lo pidió, y yo tampoco habría ido si lo hubiera hecho. No soy rival para Galbatorix. Además, Eragon tiene los eldunarís para que le ayuden.
—¿Lo sabes? —preguntó él, sorprendido.
—Yo sé muchas cosas —respondió ella, guiñándole el ojo bajo el borde del casco.
Roran soltó un gruñido y situó el hombro tras el escudo mientras embestía a otro grupo de soldados. La herbolaria y los gatos se unieron a él, al igual que Horst, Mandel y muchos otros.
—¿Dónde está tu martillo? —gritó Angela, mientras agitaba su alabarda alrededor, bloqueando el ataque del enemigo e infligiendo heridas al mismo tiempo.
—¡Lo he perdido!
Alguien soltó un alarido de dolor tras él. Haciendo acopio de valor, Roran se volvió y vio a Baldor agarrándose el muñón del brazo derecho. En el suelo yacía su mano, que temblaba.
Roran corrió a su lado, esquivando varios cadáveres. Horst ya estaba al lado de su hijo, repeliendo el ataque del soldado que había amputado la mano a Baldor.
Roran sacó su daga y cortó una tira de tela de la túnica del soldado caído.
—¡Ya está! —exclamó, al tiempo que vendaba con ella el muñón de Baldor, frenando la hemorragia.
La herbolaria se agachó a su lado.
—¿Puedes ayudarle? —preguntó Roran.
—Aquí no —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. Si uso la magia, puede acabar matándole. No obstante, si puedes sacarlo de la ciudad, probablemente los elfos puedan salvarle la mano.
Roran vaciló. No estaba seguro de atreverse a prescindir de nadie para que sacara a Baldor de Urû’baen. No obstante, con una sola mano, a Baldor le esperaba una vida muy dura, y Roran no tenía ningunas ganas de condenarlo a aquello.
—Si tú no lo llevas, lo haré yo —gritó Horst.
Roran se agachó para esquivar una piedra del tamaño de un jabalí que le pasó sobre la cabeza e impactó levantando trozos de ladrillo.
En el interior del edificio, alguien chilló.
—No. Te necesitamos. —Roran eligió a dos guerreros: el viejo zapatero Loring y a un úrgalo—. Llevádselo a los sanadores elfos lo más rápido posible —les dijo, poniendo a Baldor en sus brazos, momento en que el propio chico recogió su mano y se la metió bajo la cota de malla.
El úrgalo soltó un bufido y replicó con un marcado acento que hacía casi imposible entenderle.
—¡No! Yo quedo. ¡Yo lucho! —Y golpeó el escudo con la espada.
Roran dio un paso adelante, lo agarró por uno de los cuernos y tiró de él hasta hacerle girar la cabeza.
—Haced lo que os digo —dijo Roran, con un gruñido—. Además, no es tarea fácil. Protégelo y conseguirás mucha gloria para ti y para tu tribu.
Los ojos del úrgalo se iluminaron de pronto.
—¿Mucha gloria? —respondió, mascando las palabras entre sus enormes dientes.
—¡Mucha gloria! —confirmó Roran.
—¡Yo hago,
Martillazos
!
Aliviado, Roran los vio partir a los tres en dirección a la muralla exterior, para evitar en la medida de lo posible la zona de combate.
También le tranquilizó ver que los hombres gato los seguían en su apariencia humana: la chica del pelo moteado y aspecto silvestre agitaba la cabeza de un lado al otro, olisqueando el aire.
Pero enseguida llegó otro ataque de los soldados, y Roran no pudo pensar más en Baldor. Odiaba tener que luchar con una lanza en lugar de con su martillo, pero se arregló como pudo, y al cabo de un rato la calle volvió a la calma. Sabía que la paz duraría poco.
Aprovechó la oportunidad para sentarse en el escalón de entrada a una casa y recobrar el aliento. Los soldados parecían estar tan frescos como al principio, pero él notaba la fatiga acumulada en sus miembros. Dudaba de que pudiera seguir adelante mucho más tiempo sin cometer algún error fatal.
Mientras estaba allí sentado, jadeando, oyó los gritos y chillidos procedentes de los restos de la puerta principal de Urû’baen. Con aquel clamor generalizado era difícil establecer qué había pasado, pero sospechaba que los vardenos estaban siendo repelidos, porque el ruido parecía ir alejándose ligeramente. Entre la conmoción general podía distinguir los impactos regulares de la maza del Lord Barst golpeando a un guerrero tras otro, y los gritos consiguientes, cada vez más frecuentes.
Roran se puso en pie. Si se quedaba sentado mucho más rato, los músculos empezarían a quedársele rígidos. En cuanto se apartó del umbral, el contenido de un orinal fue a caer justo en el lugar en el que había estado sentado.
—¡Asesinos! —gritó una mujer desde el piso superior, que luego cerró las contraventanas de golpe.
Roran refunfuñó y luego se abrió paso por entre los cadáveres, dirigiendo a los guerreros que le quedaban hacia la siguiente calle.
Se pararon un momento justo cuando un soldado pasaba corriendo con una mueca de pánico. Una manada de hombres gato le seguían de cerca, con las bocas manchadas de sangre.
Roran sonrió y se puso de nuevo en marcha.
Un segundo más tarde se detuvo, al encontrarse con un grupo de enanos de barbas rojas que corrían en su dirección desde el interior de la ciudad:
—¡Preparaos! —gritó uno de ellos—. Tenemos un montón de soldados pisándonos los talones. Por lo menos son un centenar.
Roran miró hacia atrás y vio la calle vacía.
—A lo mejor los habéis perdido… —empezó a decir, pero calló al ver una fila de túnicas rojas que doblaban la esquina de un edificio a unos cien metros. Se les sumaron otros, que fueron invadiendo la calle como un enjambre de hormigas rojas.
—¡Atrás! —gritó Roran—. ¡Atrás!
«Tenemos que encontrar una posición que podamos defender», pensó. La muralla exterior estaba demasiado lejos, y ninguna de las casas era del tamaño suficiente como para tener patio.
Mientras Roran corría calle abajo con sus guerreros, una docena de flechas aterrizaron a su alrededor.
Roran trastabilló y se cayó, retorciéndose, sintiendo una dolorosa punzada que le recorría la columna desde la parte baja. Era como si alguien le hubiera clavado una barra de hierro.
Un segundo más tarde la herbolaria estaba a su lado. Le arrancó algo de la espalda y Roran soltó un grito. El dolor disminuyó, y volvió a ver con claridad.