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Authors: Christopher Paolini

El dragón era enorme. En un principio a Eragon le costó hacerse a la idea de que todo aquel volumen que tenían delante pertenecía a una única criatura viva. Vio parte del cuello de Shruikan y pensó que estaba viendo el lomo del dragón; vio el lateral de una de las garras traseras y pensó que era una pata entera. Un pliegue del ala parecía más bien una entera. Hasta que levantó la mirada y vio las púas del lomo del dragón, Eragon no fue consciente de su inmenso tamaño.

Cada púa tenía la anchura de un viejo roble, y las escamas que las rodeaban tenían más de un palmo de grosor.

Entonces Shruikan abrió un ojo y los miró. El iris era de un azul pálido casi blanco, el color de un glaciar de alta montaña, y tenía un brillo impresionante, en contraste con el negro de las escamas.

La enorme pupila rasgada del dragón se movió de un lado al otro, escrutando sus rostros. Aquella mirada solo transmitía furia y locura, y Eragon sintió la certeza de que Shruikan los mataría en un instante si Galbatorix lo permitía.

La mirada de aquel ojo enorme de aspecto tan malvado hizo que Eragon sintiera la necesidad de salir corriendo y ocultarse en una madriguera, en lo más profundo de la tierra. Imaginó que sería lo que sentía un conejo cuando se encontraba ante una enorme criatura de afilados dientes.

Saphira gruñó a su lado, y las escamas de su espalda se erizaron como púas.

En respuesta, de las fosas nasales de Shruikan salieron sendos chorros de fuego, y luego emitió un gruñido que eclipsó el de Saphira y que resonó en la sala como el estruendo de un desprendimiento de rocas.

En la tarima, los dos niños chillaron y se hicieron un ovillo, escondiendo la cabeza entre las rodillas.

—Tranquilo, Shruikan —dijo Galbatorix.

El dragón negro se calló. Sus párpados cayeron, pero no se cerraron del todo; el dragón siguió observándolos a través de una rendija de unos centímetros, como si estuviera esperando el momento indicado para abalanzarse.

—No le gustáis —observó Galbatorix—. Pero también es cierto que no le gusta nadie… ¿Verdad, Shruikan?

El dragón rebufó, y la sala se llenó de un olor a humo.

La desesperanza volvió a hacer mella en Eragon. Shruikan podía matar a Saphira solo con darle un empujón con la garra. Y, por grande que fuera la sala, no lo era tanto como para que su dragona pudiera esquivar al gran dragón negro mucho tiempo.

Su desesperanza se tornó rabia y frustración, y forcejeó contra sus ataduras invisibles.

—¿Cómo puedes hacer esto? —gritó, tensando cada músculo de su cuerpo.

—Yo también querría saberlo —dijo Arya.

Los ojos de Galbatorix parecieron iluminarse bajo las oscuras cejas.

—¿No lo adivinas, pequeña elfa?

—Preferiría una respuesta a una suposición.

—Muy bien. Pero primero tenéis que hacer algo para comprobar que lo que digo es cierto. Debéis formular un hechizo, los dos, y entonces os lo diré. —Al ver que ni Eragon ni Arya se mostraban dispuestos a hablar, el rey hizo un gesto con la mano—. Vamos, os prometo que no os castigaré por ello. Ahora intentadlo… Insisto.

Arya fue la primera:


Thrautha
—dijo, con voz dura y sonora.

Eragon supuso que estaba intentando lanzar la
dauthdaert
volando hacia Galbatorix. Sin embargo, el arma permaneció pegada a su mano. Era el turno de Eragon.

—¡
Brisingr
! —Pensó que quizá su vínculo con su espada le permitiría usar la magia pese al fracaso de Arya, pero observó, decepcionado, que la espada seguía en el mismo sitio, con el mismo brillo apagado provocado por la tenue luz de las luces.

La mirada de Galbatorix se volvió más intensa.

—La respuesta debería de resultarte evidente, pequeña elfa. He tardado casi un siglo en conseguirlo, pero por fin encontré lo que tanto buscaba: un medio para gobernar a los magos de Alagaësia. La búsqueda no fue fácil; la mayoría de los hombres se habrían rendido, dejándose llevar por la frustración o, en caso de contar con la paciencia necesaria, por el miedo. Pero yo no. Yo persistí. Y con mi estudio descubrí lo que tanto tiempo había anhelado: una tabla escrita en otra tierra y en otro tiempo, por manos que no eran ni de enanos ni de humanos ni de úrgalos. Y en aquella tabla había escrita una palabra determinada, un nombre que los magos de todos los tiempos han buscado infructuosamente. —Galbatorix levantó un dedo—. El nombre de todos los nombres. El nombre del idioma antiguo.

Eragon reprimió una maldición. Tenía razón. «Eso es lo que intentaba decirme el Ra’zac», pensó, recordando lo que uno de aquellos monstruos con aspecto de insectos le había dicho en Helgrind: «Casssi ha encontrado el “nombre”… ¡El “nombre” real!».

Por descorazonadora que fuera la revelación de Galbatorix, Eragon se aferró al hecho de que aquel nombre no podía impedir que ni él ni Arya —ni Saphira, claro—, usaran la magia sin el idioma antiguo. No es que aquello sirviera de mucho. Seguro que las defensas del rey los protegerían a él y a Shruikan de cualquier hechizo que pudieran lanzar. Aun así, si el rey no sabía que era posible usar la magia sin el idioma antiguo, o aunque lo supiera, si pensaba que ellos no lo sabían, quizá pudieran sorprenderle y distraerle un momento, aunque no sabía hasta qué punto podría serles aquello de ayuda.

—Con esta palabra, puedo modificar los hechizos con la misma facilidad con la que otro mago podría gobernar los elementos. Todos los hechizos dependerán de mí, pero yo no dependeré de ninguno, salvo de los que yo elija.

«A lo mejor no lo sabe», pensó Eragon, mínimamente reconfortado con la posibilidad.

—Usaré el nombre de nombres para meter en cintura a todos los magos de Alagaësia, y nadie podrá formular un hechizo sin contar con mi permiso, ni siquiera los elfos. En este mismo momento, los magos de vuestro ejército están descubriéndolo personalmente. Una vez que se adentran en Urû’baen y pasan la puerta principal, sus hechizos empiezan a fallar. Algunos pierden todo su efecto, mientras que otros quedan alterados y acaban afectando a vuestras tropas en lugar de a las mías. —Galbatorix ladeó la cabeza y su mirada se perdió en la distancia, como si estuviera escuchando a alguien susurrándole al oído—. Eso ha causado una gran confusión entre sus filas.

Eragon reprimió las ganas que tenía de escupirle al rey.

—No importa —dijo, con un gruñido—. Encontraremos un modo de pararte los pies.

Galbatorix parecía divertido.

—¿Ah, sí? ¿Cómo? ¿Y por qué? Piensa en lo que estás diciendo.

¿Destruirías la primera oportunidad que ha tenido Alagaësia de encontrar la paz verdadera solo por saciar tu desbocada sed de venganza? ¿Permitirías que los magos de todas partes siguieran actuando sin control, sin importarte el daño que pudieran causar a otros? Eso me parece mucho peor que cualquier cosa que haya podido hacer yo. Pero en fin, eso son puras especulaciones. Los mejores guerreros de entre los Jinetes no pudieron derrotarme, y tú estás muy lejos de su nivel. Nunca has tenido ninguna posibilidad de derrocarme. Ninguno de vosotros la habéis tenido.

—Maté a Durza y a los Ra’zac —dijo Eragon—. ¿Por qué no iba a poder contigo?

—Yo no soy tan débil como los que me sirven. Ni siquiera pudiste vencer a Murtagh, y él no es más que la sombra de una sombra. Tu padre, Morzan, era mucho más poderoso que cualquiera de vosotros, y ni siquiera él pudo plantearme resistencia. Además —prosiguió Galbatorix, mientras aparecía una cruel expresión en su rostro—, te equivocas si crees que acabaste con los Ra’zac. Los huevos de Dras-Leona no eran los únicos que cogí de los Lethrblaka. Tengo otros, ocultos en otro lugar. Pronto se abrirán, y volverá a haber Ra’zac rondando por la Tierra y cumpliendo mis órdenes. En cuanto a Durza, los Sombras son fáciles de crear, y en muchos casos dan más problemas de los que solucionan. Así que ya ves, no has conseguido nada, chico…, solo más que falsas victorias.

Por encima de todo, Eragon detestaba la suficiencia de Galbatorix y su aire de superioridad insultante. Deseaba cargar como una furia contra el rey y soltarle todas las maldiciones que sabía, pero para proteger a los niños se mordió la lengua.

¿Tenéis alguna idea?
—les preguntó a Saphira, Arya y Glaedr.

No
—respondió Saphira.

Los otros guardaron silencio.

¿Umaroth?

Solo que deberíamos atacar mientras podamos.

Pasó un minuto en el que nadie habló. Galbatorix apoyó un codo y se los quedó mirando, con la barbilla sobre el puño. A sus pies, los niños lloraban en silencio. Por encima, el ojo de Shruikan seguía clavado en Eragon y sus compañeros, como un enorme farol de color azul hielo.

Entonces oyeron que las puertas de la cámara se abrían y se cerraban, y el sonido de unos pasos que se acercaban: los pasos de un hombre y un dragón.

Enseguida aparecieron en su campo de visión Murtagh y Espina.

Se detuvieron junto a Saphira. Murtagh hizo una reverencia.

—Señor.

El rey hizo un gesto, y Murtagh y Espina se situaron a la derecha del trono.

En cuanto Murtagh se situó en su sitio, le lanzó a Eragon una mirada de desprecio; luego juntó las manos tras la espalda y observó el extremo de la sala, como si nada.

—Has tardado más de lo que esperaba —dijo Galbatorix con una voz más suave de lo esperado.

Murtagh respondió sin dirigirle la mirada:

—La puerta estaba más dañada de lo que pensaba, señor, y los hechizos que le habíais aplicado han hecho más difícil su reparación.

—¿Quieres decir que es culpa mía que llegues tarde?

La mandíbula de Murtagh se tensó.

—No, señor. Solo pretendía explicarme. Además, parte del pasillo estaba algo… sucio, y eso nos hizo entretenernos.

—Ya veo. Hablaremos de esto más tarde, pero de momento hay otros asuntos que reclaman nuestra atención. Entre otras cosas, va siendo hora de que nuestros invitados conozcan al último miembro de nuestro grupo. Además, aquí hace falta algo de luz.

Entonces frotó la parte plana de la hoja de la espada contra un brazo del trono y, con voz profunda, gritó:


¡Naina!

De inmediato, se encendieron cientos de lámparas distribuidas por las paredes de la sala, llenándola de una luz cálida similar a la de las velas. Aún se mantenía la penumbra en las esquinas, pero por primera vez Eragon distinguió los detalles de aquel lugar. En las paredes había una gran cantidad de columnas y puertas, y por todas partes había esculturas, pinturas y paneles de oro repujado. El oro y la plata abundaban en la sala, y también se veían numerosas joyas. Era una imponente demostración de riquezas, incluso en comparación con los tesoros de Tronjheim o Ellesméra.

Un momento después observó algo más: un bloque de piedra gris

—granito, quizá— de unos dos metros y medio de altura, que se levantaba a su derecha, en la zona antes sumergida en la oscuridad.

Y de pie, encadenada al bloque, estaba Nasuada, vestida con una sencilla túnica blanca. Los observaba con los ojos abiertos como platos, aunque no podía hablar, porque una mordaza le tapaba la boca. Tenía aspecto de haber sufrido y parecía agotada, pero por lo demás se la veía sana.

Eragon suspiró, aliviado. No esperaba encontrarla viva.

—¡Nasuada! —gritó—. ¿Estás bien?

Ella asintió.

—¿Te ha obligado a jurarle fidelidad?

Negó con la cabeza.

—¿Crees que le dejaría decírtelo si lo hubiera hecho? —preguntó Galbatorix.

Eragon miró de nuevo al rey y sorprendió a Murtagh lanzando una mirada de preocupación hacia Nasuada. Se preguntó qué significaría.

—¿Y bien? ¿Lo has hecho? —inquirió Eragon con un tono desafiante.

—En realidad no. He decidido esperar hasta reuniros a todos.

Ahora que lo he conseguido, ninguno de vosotros se irá de aquí hasta que os hayáis postrado ante mí y hasta que sepa el nombre verdadero de cada uno de vosotros. Por eso estáis aquí. No para matarme, sino para postraros ante mí y poner fin de una vez a esta rebelión tan molesta.

Saphira gruñó de nuevo.

—No nos rendiremos —declaró Eragon, pero incluso a él las palabras le sonaron débiles e inocuas.

—Entonces ellos morirán —respondió Galbatorix, señalando a los dos niños—. Y al final, vuestro desafío no cambiará nada. No parece que lo entendáis: ya habéis perdido. Ahí fuera, la batalla pinta mal para vuestros amigos. Muy pronto mis hombres los obligarán a rendirse, y esta guerra llegará al fin que le corresponde. Luchad si queréis. Negad la evidencia si eso os consuela. Pero nada de lo que hagáis puede cambiar vuestro destino, ni el de Alagaësia.

Eragon se negó a creer que Saphira y él mismo tuvieran que pasarse el resto de su vida respondiendo ante Galbatorix. La dragona sentía lo mismo, y su rabia se mezclaba con la de Eragon, imponiéndose al miedo y a la prudencia.


Vae weohnata ono vergarí, eka thäet otherúm
—dijo Eragon. «Te mataremos, lo juro.»

Por un momento, Galbatorix pareció agraviado; luego pronunció de nuevo la palabra —y otras más en el idioma antiguo— y el juramento que había pronunciado Eragon perdió todo su sentido; las palabras se le quedaron flotando en la mente como un puñado de hojas secas, carentes de cualquier fuerza que le sirviera de impulso o inspiración.

El labio superior del rey se curvó en una mueca burlona.

—Jura y perjura todo lo que quieras. Tus juramentos no te servirán de nada, a menos que yo lo permita.

—Aun así te mataré —murmuró Eragon. Entendía que, si seguían resistiéndose, aquello podría costarles la vida a los dos niños, pero Galbatorix «tenía» que morir, y si el precio de su muerte era la de aquellos niños, él estaba dispuesto a aceptarlo. Sabía que se odiaría por ello. Sabía que vería las caras de aquellos niños en sus sueños el resto de su vida. Pero si no desafiaba a Galbatorix, lo perderían todo.

No dudes
—insistió Umaroth—.
Es el momento de atacar.

—¿Por qué no luchas contra mí? —dijo Eragon, levantando la voz—. ¿Eres un cobarde? ¿O es que eres demasiado débil como para medirte conmigo? ¿Por eso te escondes detrás de esos niños, como una anciana asustada?

Eragon…
—dijo Arya, a modo de advertencia.

—No soy el único que ha traído niños consigo hoy —replicó el rey, con los músculos del rostro más tensos.

—Hay una diferencia: Elva accedió a venir. Pero no has respondido a mi pregunta: ¿por qué no luchas? ¿Es que has pasado tanto tiempo sentado en el trono y comiendo dulces que ya se te ha olvidado cómo usar la espada?

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