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Authors: Christopher Paolini

Eragon se defendió, pero no devolvió el ataque; tardaría demasiado en someter a los magos uno por uno. Es más, sus cánticos le preocupaban: si estaban dispuestos a lanzarle hechizos antes de hacerse con el control de su mente —y de sus compañeros—, es que no les importaba vivir o morir, sino solo detener a los intrusos.

Puso una rodilla en el suelo, junto a Elva, que estaba hablando con uno de los hechiceros, diciéndole algo sobre su hija.

—¿Están apoyados en la trampa? —le preguntó, sin levantar la voz.

Ella asintió, sin dejar de hablar.

Eragon extendió la mano y golpeó con la palma en el suelo.

Esperaba que sucediera algo, pero apenas tuvo tiempo de echarse atrás cuando de cada pared salió una hoja metálica horizontal —de diez metros de longitud y diez centímetros de grosor— con un terrible chirrido. Las planchas de metal pillaron a los magos de lleno y los cortaron en dos, como unas tijeras gigantes, para volver a desaparecer al instante en sus ranuras ocultas.

Aquello fue tan repentino que sorprendió al propio Eragon. Apartó la vista de los restos que tenía delante. «Qué modo tan horrible de morir», pensó.

A su lado, Elva borboteó algo y luego se tambaleó hacia delante, a punto de desmayarse. Arya la cogió antes de que diera con la cabeza en el suelo. Se la puso sobre un brazo y la arrulló con un murmullo en el idioma antiguo.

Eragon consultó a los otros elfos sobre el mejor modo de superar la trampa. Decidieron que lo más seguro sería saltar por encima, igual que habían hecho con el campo de púas.

Cuatro de ellos se subieron a Saphira y la dragona se dispuso a saltar, cuando de pronto Elva exclamó con voz débil:

—¡Parad! ¡No!

Saphira agitó la cola, pero se quedó donde estaba.

Elva se soltó de los brazos de Arya, dio unos pasos inciertos, se inclinó hacia delante y vomitó. Se limpió la boca con el dorso de la mano y luego se quedó mirando el montón de cuerpos despedazados que tenían delante, como si quisiera grabárselos en la memoria.

Sin apartar la vista, dijo:

—Hay otro interruptor, a medio camino, en el aire. Si saltas… —dio una sonora palmada con las manos, con una fea mueca—, salen cuchillas de lo alto de las paredes, y también de la parte baja.

Una idea empezó a preocupar a Eragon.

—¿Por qué querría matarnos Galbatorix? Si tú no estuvieras aquí…, Saphira podría estar muerta ahora mismo. Si Galbatorix la quiere viva, ¿por qué hace esto? —dijo, mirando a Elva y señalando hacia el suelo bañado en sangre—. ¿Por qué las púas y los bloques de piedra?

—A lo mejor esperaba que cayéramos en las fosas antes de llegar al resto de las trampas —sugirió una de las elfas, Invidia.

—O quizá sabe que Elva está con nosotros —propuso Blödhgarm con voz grave—. Sí, sabe que está con nosotros, y de lo que es capaz.

—¿Y qué? No puede detenerme —dijo la niña, encogiéndose de hombros.

Eragon sintió un escalofrío recorriéndole la espalda.

—No, pero si sabe de ti, puede que se asuste, y si se asusta…

Entonces sí que podría intentar matarnos
—concluyó Saphira.

Tras un minuto discutiendo cómo pasar las cuchillas, Eragon tuvo una idea:

—¿Y si uso la magia para transportarnos allí, tal como hizo Arya para llevar el huevo de Saphira a las Vertebradas? —propuso, señalando la zona al otro lado de los cuerpos.

Requeriría demasiada energía
—dijo Glaedr.

Más vale conservar nuestra energía para cuando nos enfrentemos a Galbatorix
—añadió Umaroth.

Eragon se mordisqueó el labio. Miró atrás por encima del hombro y, alarmado, vio a Murtagh muy por detrás de ellos, corriendo de un lado del pasillo al otro.

No tenemos mucho tiempo.

—A lo mejor podríamos introducir algo en las paredes para evitar la salida de las cuchillas.

—Seguro que las hojas están protegidas contra la magia —señaló Arya—. Además, no llevamos nada que pudiera hacer cuña. ¿Un cuchillo? ¿Un peto? Las planchas de metal son demasiado grandes y pesadas. Cortarían cualquier cosa que les pongamos delante como si nada.

Se hizo el silencio.

Entonces Blödhgarm se relamió los colmillos e intervino:

—No necesariamente. —Se volvió y colocó su espada en el suelo frente a Eragon; luego se dirigió a los elfos de su grupo y les ordenó que hicieran lo mismo.

Eragon se encontró con once espadas en total allí delante.

—No puedo pediros que lo hagáis —objetó—. Vuestras espadas…

Blödhgarm le interrumpió levantando la mano. Su manto de pelo brillaba a la suave luz de las antorchas.

—Nosotros luchamos con la mente,
Asesino de Sombra
, no con el cuerpo. Si nos encontramos con soldados, podemos cogerles a ellos las armas que necesitemos. Si nuestras espadas son más útiles aquí y ahora, sería una tontería conservarlas simplemente por motivos sentimentales.

Eragon inclinó la cabeza.

—Como deseéis.

—Debería ser un número par para que tengamos más probabilidades de éxito —le dijo Blödhgarm a Arya.

Ella vaciló; luego desenvainó su fina espada y la colocó sobre las otras.

—Medita bien lo que vas a hacer, Eragon —dijo—. Todas estas armas tienen mucha historia. Sería una pena destruirlas si no ganamos nada con ello.

Él asintió y luego frunció el ceño, concentrándose y recordando sus lecciones con Oromis.

Umaroth
—dijo—,
necesito vuestra fuerza.

Lo que es nuestro es tuyo
—respondieron los dragones.

La ilusión óptica que mantenía ocultas las ranuras donde se escondían las cuchillas de metal estaba demasiado bien hecha como para que Eragon pudiera desbaratarla. Eso se lo esperaba: Galbatorix no era de los que pasan por alto detalles así. Por otra parte, los hechizos que creaban ese efecto eran fáciles de detectar, y así pudo determinar la posición y las dimensiones exactas de las ranuras.

No podía saber con exactitud a qué profundidad se encontraban las hojas de metal. Esperaba que estuvieran al menos a cinco o diez centímetros de la superficie de la pared. Si estaban más cerca, su idea fracasaría, porque en ese caso seguro que el rey había protegido el metal de cualquier manipulación exterior.

Combinando las palabras necesarias, Eragon lanzó el primer hechizo de los doce que iba a formular. Una de las espadas de los elfos —la de Laufin— desapareció con un soplo de aire, como una túnica empujada por el viento. Medio segundo más tarde, se oyó un duro golpe en el interior de la pared de la izquierda.

Eragon sonrió. Había funcionado. Si hubiera intentado enviar la espada a través de la hoja de metal, la reacción habría sido mucho más llamativa.

Formuló el resto de los hechizos más rápidamente, empotrando seis espadas en cada pared, cada espada a metro y medio de la siguiente. Los elfos le observaron con atención mientras hablaba; si estaban disgustados por la pérdida de sus armas, no lo demostraban.

Cuando hubo acabado, Eragon se arrodilló junto a Arya y Elva —que tenían agarrada la
dauthdaert
— y les dijo:

—Preparaos para correr.

Saphira y los elfos se tensaron. Arya se puso a Elva a la espalda procurando que la niña no soltara la lanza verde.

—Listas —dijo entonces.

Eragon tendió la mano hacia delante y volvió a dar una palmada contra el suelo.

Cada una de las paredes emitió un chirrido monumental y del techo cayeron cascadas de polvo que al poco se convirtieron en turbias nubes.

En cuanto vio que las espadas resistían, Eragon se lanzó hacia delante. Cuando apenas llevaba dos pasos, Elva gritó:

—¡Más rápido!

Gritando del esfuerzo, corrió todo lo rápido que pudo. Saphira le adelantó por la derecha, con la cabeza y la cola bajas, convertida en una sombra oscura.

En el preciso momento en que llegó al otro extremo, oyó el chasquido del acero al romperse y el crujido del metal al rozar con otro metal.

Alguien gritó tras él.

Sin dejar de alejarse del lugar de donde procedía el ruido se volvió y comprobó que todos habían pasado a tiempo, salvo la elfa Yaela, de cabellos plateados, que había quedado atrapada entre las dos últimas planchas de metal, separadas solo por quince centímetros. A su alrededor caían chispas azules y amarillas, como si el propio aire estuviera ardiendo, y en su rostro se veía una mueca de dolor.


¡Flauga!
—gritó Blödhgarm, y Yaela salió volando de entre las hojas de metal, que emitieron un sonoro chasquido al cruzarse, para luego desaparecer en el interior de las paredes con el mismo chirrido terrible con que habían salido.

Yaela había aterrizado sobre las manos y las rodillas, cerca de Eragon, que le ayudó a ponerse en pie. Sorprendido, observó que estaba sana y salva.

—¿Estás herida?

—No —dijo ella, sacudiendo la cabeza—, pero… he perdido mis defensas. —Levantó las manos y se las quedó mirando con una expresión casi de asombro—. No he estado sin defensas desde…, desde que era más joven que tú. De algún modo, las hojas me las han arrebatado.

—Tienes suerte de estar viva —respondió Eragon, con el ceño fruncido.

Elva se encogió de hombros.

—Estaríamos todos muertos, menos «él» —dijo, señalando a Blödhgarm—, si no os hubiera dicho que fuerais más rápido.

Eragon soltó un gruñido.

Siguieron adelante, esperando encontrarse alguna otra trampa a cada paso. Pero el resto del pasillo estaba libre de obstáculos, y llegaron a las puertas del final sin más incidentes.

Eragon levantó la vista y contempló aquella enorme superficie de oro. Las dos puertas presentaban la imagen de un roble de tamaño natural repujado, con una copa arqueada que se unía con las raíces a los lados, cerrando un gran círculo que rodeaba el tronco. De ambos lados del tronco, por la parte central, salían unas ramas que dividían el círculo en cuartos. El cuadrante superior izquierdo representaba un ejército de elfos con lanzas marchando a través de un tupido bosque.

En el cuadrante superior derecho había humanos construyendo castillos y forjando espadas. El inferior izquierdo mostraba a úrgalos

—kull, en su mayoría— arrasando un pueblo y matando a sus habitantes. En el inferior derecho se veía a enanos cavando en grutas llenas de joyas y filones de oro. Entre las raíces y las ramas del roble, Eragon localizó hombres gato y Ra’zac, así como unas cuantas criaturas de aspecto extraño que no reconocía. Y en el mismo centro del tronco había un dragón con el extremo de la cola en la boca, como si se mordiera a sí mismo. El repujado de las puertas era exquisito.

En otras circunstancias, Eragon habría disfrutado sentándose y empezando a analizarlas durante un día entero.

Pero en aquellas circunstancias la imagen de aquellas puertas relucientes solo le infundía temor, al pensar en lo que podría haber en el otro lado. Si era Galbatorix, sus vidas estaban a punto de cambiar para siempre y nada volvería a ser igual, ni para ellos ni para el resto de Alagaësia.

No estoy preparado
—le dijo a Saphira.

¿Y cuándo estaremos preparados?
—respondió ella, que agitó la lengua al aire, olisqueándolo. Eragon notó que estaba nerviosa—.
Galbatorix y Shruikan deben morir, y nosotros somos los únicos que podemos matarlos.

¿Y si no podemos?

Pues no podemos, y lo que tenga que ser, será.

Él asintió y respiró hondo.

Te quiero, Saphira.

Yo también te quiero, pequeño.

Eragon dio un paso adelante.

—¿Y ahora qué? —preguntó, intentando ocultar sus nervios—. ¿Llamamos a la puerta?

—Primero veamos si está abierta —propuso Arya.

Se pusieron en formación de combate. Luego Arya, con Elva a su lado, agarró una manija situada en la puerta de la izquierda y se dispuso a tirar.

Al hacerlo, una vibrante columna de aire apareció alrededor de Blödhgarm y de cada uno de sus diez hechiceros. Eragon gritó, alarmado, y Saphira emitió un breve silbido, como si hubiera pisado algo afilado. Los elfos, en el interior de aquellas columnas, parecían incapaces de moverse: hasta sus ojos quedaron inmóviles, fijos sobre lo que estuvieran mirando en el momento en que el hechizo había surtido efecto.

Con un sonoro ruido metálico, en la pared de la izquierda se abrió una puerta, y los elfos empezaron a caminar hacia ella, como una procesión de estatuas deslizándose sobre el hielo.

Arya se lanzó hacia ellos, con la lanza extendida, en un intento por atravesar los hechizos que tenían inmovilizados a los elfos, pero llegó tarde.


¡Letta!
—gritó Eragon. ¡Alto! Era el hechizo más sencillo que le vino a la mente y que pudiera ser de ayuda. Pero la magia que tenía prisioneros a los elfos resultó demasiado fuerte como para que aquello funcionara, y desaparecieron por la oscura abertura. La puerta se cerró con un portazo tras ellos.

El desánimo invadió a Eragon. Sin los elfos…

Arya golpeó la puerta con el extremo inferior de la
dauthdaert
, e incluso intentó encontrar la fisura entre la puerta y la pared con la punta de la hoja —como había hecho con la portezuela de entrada—, pero la puerta parecía sólida, inamovible.

Cuando se dio la vuelta, su rostro expresaba una furia gélida.

Umaroth
—dijo—,
necesito tu ayuda para abrir esta pared.

No
—dijo el dragón blanco—.
Seguro que Galbatorix habrá escondido bien a tus compañeros. Intentar encontrarlos solo nos haría desperdiciar mucha energía y nos pondría en un peligro aún mayor.

Arya frunció el ceño y sus cejas inclinadas se acercaron entre sí.

Entonces le seguimos el juego, Umaroth-elda. Quiere dividirnos y debilitarnos. Si seguimos sin ellos, a Galbatorix le será mucho más fácil derrotarnos.

Sí, pequeña. Pero ¿no crees que el Ladrón de Huevos quizá quiera que le persigamos? Puede que pretenda que nos dejemos llevar por la rabia y la preocupación y nos olvidemos de él, para acabar cayendo de bruces en alguna de sus trampas.

¿Y por qué se iba a tomar tantas molestias? Podía haber capturado a Eragon, a Saphira, a ti y al resto de los eldunarís, igual que ha hecho con Blödhgarm y con los otros, pero no.

A lo mejor quiere que nos agotemos antes de enfrentarnos a él, o antes de que intente atacarnos.

Arya bajó la cabeza un momento y, cuando levantó la mirada, su furia se había desvanecido —al menos externamente— y volvía a mostrar su habitual expresión atenta y controlada.

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