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Authors: Christopher Paolini

Los hombres se apartaron para que los úrgalos que llevaban las escaleras pudieran avanzar. Al ser tan largas, los kull tuvieron que usar pértigas hechas con árboles atados unos a otros para ponerlas derechas. Cuando las escaleras tocaban la muralla, se combaban hacia dentro debido a su propio peso, de modo que los dos tercios superiores quedaban en contacto con la piedra y resbalaban de lado a lado, amenazando con caer.

Roran se abrió paso a codazos entre los hombres y agarró por el brazo a una de las elfas, Othíara. Ella le lanzó una mirada furiosa a la que él no hizo caso.

—¡Fijad las escaleras! —gritó—. ¡No dejéis que los soldados puedan empujarlas!

Ella asintió e inició un cántico en el idioma antiguo al que se sumaron los otros elfos.

Roran dio media vuelta y volvió corriendo a la muralla. Uno de los hombres ya estaba empezando a subir por la escalera más cercana.

Roran le agarró del cinto y le bajó de un tirón.

—Yo iré primero —dijo.

—¡
Martillazos
!

Roran se echó el escudo a la espalda y empezó a trepar, martillo en mano. Nunca le habían gustado mucho las alturas, y al ir viendo a hombres y úrgalos cada vez más pequeños bajo sus pies, fue sintiéndose más y más intranquilo. La sensación empeoró cuando llegó a la parte de la escalera que quedaba en contacto con la muralla, porque ya no podía rodear los travesaños con la mano, ni pisar con el centro del pie: solo podía apoyar unos centímetros de la bota sobre los peldaños, hechos de ramas con corteza, y tuvo que moverse con cuidado para asegurarse de no resbalar.

Una lanza le pasó al lado, tan cerca que sintió el aire desplazado en la mejilla.

Soltó una maldición y siguió subiendo.

Estaba a menos de un metro de las almenas cuando un soldado de ojos azules se asomó y le miró directamente a la cara.

—¡Bah! —gritó Roran, y el soldado se encogió y dio un paso atrás.

Antes de que el hombre tuviera tiempo de recuperarse, Roran ya había cubierto los últimos peldaños y había saltado a la almena, para aterrizar en la pasarela de guardia.

El soldado que había espantado estaba a un par de metros, con una pequeña espada de arquero en la mano, girado hacia un grupo de soldados situados a cierta distancia, gritándoles.

Roran aún tenía el escudo en la espalda, así que agitó el martillo y lo dirigió hacia la muñeca de su oponente. Sin el escudo, Roran sabía que tendría dificultades para enfrentarse a un espadachín; lo más seguro era desarmar a su oponente lo antes posible.

El soldado intuyó sus intenciones y esquivó el golpe. Luego le clavó la espada a Roran en la barriga.

O más bien eso fue lo que intentó. Los hechizos de Eragon detuvieron el avance de la hoja a un centímetro del vientre de Roran, que soltó un gruñido, sorprendido y luego apartó la espada de un mamporro y le rompió la crisma al soldado con otros tres golpes rápidos.

Volvió a soltar otra maldición. Era un mal inicio.

Los vardenos intentaban trepar a las almenas por diferentes puntos de la muralla. Pocos lo consiguieron. Los soldados se arracimaban en lo alto de casi todas las escaleras, mientras de la ciudad y por la pasarela de la muralla iban llegando refuerzos.

Baldor llegó tras él y juntos corrieron hacia una balista en la que había ocho soldados. Estaba montada cerca de la base de una de las muchas torres que se elevaban sobre la muralla a unos sesenta metros de distancia unas de otras. Más allá de los soldados y de la torre, Roran vio la imagen de Saphira creada por los elfos, que sobrevolaba la muralla y escupía fuego.

Los soldados reaccionaron enseguida; cogieron sus lanzas y las dirigieron hacia él y hacia Baldor, manteniéndolos a distancia. Roran intentó agarrar una de las lanzas, pero el hombre que la blandía era muy rápido y a punto estuvo de clavársela. Un momento más tarde le quedó claro que los soldados acabarían con Baldor y con él sin problemas.

Pero antes de que pudiera pasar aquello, un úrgalo superó la muralla a sus espaldas, bajó la cabeza y cargó, aullando y agitando la maza de hierro que llevaba en la mano.

El úrgalo golpeó a un hombre en el pecho, quebrándole las costillas, y a otro en la cadera, al que le rompió la pelvis. Ambas lesiones debían de bastar para acabar definitivamente con los soldados, pero en cuanto el úrgalo los dejó atrás, los dos hombres se levantaron del suelo de piedra como si nada y ensartaron al úrgalo por la espalda.

Roran sintió que el mundo se le caía encima.

—Tendremos que reventarles el cráneo o decapitarlos si queremos detenerlos —le gritó a Baldor. Sin apartar la vista de los soldados, gritó a los vardenos que le seguían—: ¡No sienten el dolor!

En lo alto de la ciudad, la falsa Saphira se estrelló contra una torre.

Todo el mundo, salvo Roran, se quedó mirando; él sabía lo que estaban haciendo los elfos.

Dio un salto adelante y reventó a uno de los soldados con un martillazo en la sien. Usó el escudo para quitarse de encima al siguiente enemigo; ya estaba demasiado cerca como para que sus lanzas pudieran hacerle nada, mientras que él podía usar el martillo perfectamente en las distancias cortas.

Una vez que hubieron acabado con el resto de los soldados que rodeaban la balista, Baldor le miró, desesperanzado:

—¿Has visto? Saphira…

—Está bien.

—Pero…

—No te preocupes por ella. Está bien.

Baldor vaciló; luego aceptó la palabra de Roran y fueron al encuentro de la siguiente cuadrilla de soldados.

Poco después, Saphira —la de verdad— apareció sobre el tramo sur de la muralla volando hacia la ciudadela, levantando vítores entre los vardenos.

Roran frunció el ceño. Se suponía que tenía que mantener la invisibilidad durante todo el vuelo.


Frethya. Frethya
—dijo, a toda prisa, entre dientes. No se volvía invisible. «Maldición», pensó.

Se dio la vuelta y gritó:

—¡Volvemos a las escaleras!

—¿Por qué? —protestó Baldor, mientras agarraba a otro soldado y, con un grito feroz, le asestaba un empujón, tirándolo desde lo alto de la muralla al interior de la ciudad.

—¡No hagas preguntas! ¡Rápido!

Lucharon hombro con hombro abriéndose paso entre la fila de soldados que los separaban de las escaleras. No fue tarea fácil, y Baldor recibió un corte en la pantorrilla izquierda, por detrás de la espinillera, y un fuerte golpe en uno de los hombros, donde una lanza casi le atraviesa la cota de malla.

La inmunidad de los soldados al dolor significaba que el único modo de detenerlos era matándolos, y eso no era fácil. Por otra parte, suponía que no había lugar para la compasión. Más de una vez pensó que había matado a un hombre y luego se encontraba con que el soldado herido se ponía en pie y arremetía contra él cuando ya estaba enfrentándose a otro oponente. Y había tantos soldados en la pasarela que empezó a temerse que ni él ni Baldor lo consiguieran.

—¡Aquí! ¡Quédate aquí! —gritó, cuando llegaron a la escalera más cercana.

Si Baldor estaba perplejo, no lo demostró. Contuvieron a los soldados hasta que otros dos hombres subieron por la escalera y se unieron a ellos; y luego un tercero. Por fin Roran empezó a tener la impresión de que podrían repeler a los soldados y hacerse con aquel tramo de la muralla.

Aunque el ataque había sido ideado únicamente como distracción, Roran no vio ningún motivo para tratarlo como tal. Si iban a arriesgar la vida, también podían sacarle algún partido. En cualquier caso, tenían que limpiar la muralla de enemigos.

Entonces oyeron el furioso rugido de Espina y el dragón rojo apareció por encima de los edificios, volando en dirección a la ciudadela. Roran vio a alguien, que supuso que sería Murtagh, montado encima, empuñando una espada carmesí.

—¿Qué significa eso? —gritó Baldor entre lances.

—¡Significa que el juego se ha acabado! —respondió Roran—. ¡Agárrate; estos bastardos se van a llevar una sorpresa!

Apenas había acabado de hablar cuando las voces de los elfos resonaron por encima del fragor de la batalla, bellas y misteriosas, cantando en el idioma antiguo.

Roran esquivó una lanza y le clavó el extremo del martillo a un soldado en el vientre, dejándole sin respiración. Quizás aquellos tipos no sintieran dolor, pero aun así tenían que respirar. Mientras el soldado hacía esfuerzos por coger aire, Roran le pilló desprevenido y le aplastó la garganta con el borde del escudo.

Estaba a punto de atacar al siguiente hombre cuando sintió que la piedra temblaba bajo sus pies. Se retiró, apretó la espalda contra la almena y separó los pies para no perder el equilibrio.

Uno de los soldados fue lo suficientemente insensato como para lanzarse contra él en aquel mismo momento. En cuanto el hombre inició la carga, el temblor aumentó, la parte alta de la muralla osciló como una manta al sacudirla, y el soldado, al igual que la mayoría de sus compañeros, cayó y se quedó a cuatro patas en el suelo, incapaz de levantarse.

La tierra seguía temblando, y del otro lado de la muralla que los separaba de la puerta principal de Urû’baen llegó un ruido, como el de una montaña resquebrajándose. De la tierra salieron unos chorros de agua en forma de abanico y, con un gran estruendo, la muralla situada sobre las puertas tembló y se vino abajo.

Los elfos seguían cantando.

Cuando el temblor del suelo remitió, Roran dio un salto adelante y mató a tres de los soldados antes de que pudieran ponerse en pie. El resto dio media vuelta y bajó corriendo por las escaleras que llevaban a la ciudad

Roran ayudó a Baldor a ponerse en pie y gritó:

—¡Tras ellos!

Hizo una mueca socarrona, sediento de sangre. Tal vez, a fin de cuentas, no fuera tan mal inicio.

Lo que no mata…

—¡Para! —dijo Elva.

Eragon se quedó inmóvil, con un pie en el aire. La niña le indicó con la mano que no siguiera, y él obedeció.

—Salta ahí —le indicó, señalando un punto un metro por delante—. Junto a los arabescos.

Él se agazapó y luego vaciló, a la espera de que ella le dijera si aquello era seguro.

Ella dio un pisotón al suelo y chasqueó la lengua, exasperada:

—No funcionará si no tienes intención de hacerlo. No puedo saber si algo va a hacerte daño a menos que tengas intención real de ponerte en peligro —explicó, y le mostró una sonrisa que a Eragon no le pareció nada tranquilizadora—. No te preocupes; no dejaré que te pase nada.

Él no las tenía todas consigo, pero flexionó otra vez las piernas y se dispuso de nuevo a saltar adelante. De pronto…

—¡Para!

Eragon soltó una maldición y agitó los brazos para mantener el equilibrio y no caer sobre la parte del suelo que activaría las púas ocultas en el suelo y el techo.

Las púas eran la tercera trampa que se habían encontrado en el largo pasillo que llevaba hasta las puertas de oro. La primera había sido una serie de fosas ocultas. La segunda, unos bloques de piedra del techo que les habrían hecho papilla. Y ahora las púas, al estilo de las que habían matado a Wyrden en los túneles de Dras-Leona.

Habían visto entrar a Murtagh en el vestíbulo por la portezuela de guardia, pero no había hecho ningún esfuerzo por perseguirlos sin Espina. Tras unos segundos, le habían visto desaparecer por una de las cámaras laterales, donde Arya y Blödhgarm habían roto los engranajes que abrían y cerraban la puerta principal de la fortaleza.

Murtagh podía tardar una hora en arreglar el mecanismo, o quizá solo unos minutos. En cualquier caso, no podían entretenerse.

—Inténtalo un poco más lejos —propuso Elva.

Eragon hizo una mueca, pero la obedeció.

—¡Para!

Esta vez se habría caído de no haberlo agarrado Elva por la túnica.

—Más lejos aún —dijo entonces—. ¡Para! Más lejos.

—No puedo. No llegaría sin carrerilla —gruñó él, cada vez más frustrado. Pero si tomara carrera, no podría parar a tiempo en caso de que Elva determinara que el salto era peligroso—. ¿Qué hacemos ahora? Si hay púas por todas partes hasta las puertas, no llegaremos nunca.

Habían pensado en usar la magia para pasar por encima de las trampas flotando, pero el mínimo hechizo las habría accionado, o eso decía Elva, y no tenían otra opción más que la de confiar en ella.

—A lo mejor la trampa está pensada para el paso de un dragón —sugirió Arya—. Si solo mide uno o dos metros, Saphira o Espina podrían pasar por encima sin darse cuenta siquiera de que está ahí.

Pero si mide treinta metros, seguro que los pilla.

No si salto
—dijo Saphira—.
Treinta metros es un salto fácil.

Eragon intercambió una mirada de preocupación con Arya y Elva.

—Pero asegúrate de no tocar el suelo con la cola —dijo él—. Y no vayas demasiado lejos, o podrías caer en otra trampa.

Sí, pequeño.

Saphira se encogió y tomó impulso, bajando la cabeza hasta situarla apenas a un palmo del suelo. Entonces clavó las garras en el suelo y saltó, abriendo las alas mínimamente para darse un poco de impulso.

Para alivio de Eragon, Elva no abrió la boca.

Tras un salto de dos cuerpos, Saphira plegó las alas y cayó en el suelo con gran estrépito.

Hecho
—dijo. Sus escamas rozaron el suelo al girarse. Saltó de nuevo hacia atrás y Eragon y los demás se apartaron para hacerle sitio.

¿Y bien? ¿Quién va primero?

Tuvo que hacer cuatro viajes para transportarlos a todos por encima de aquel campo de púas. Luego siguieron a paso ligero, con Arya y Elva de nuevo a la cabeza. Cubrieron tres cuartas partes del pasillo sin encontrar más trampas, pero de pronto Elva se estremeció y levantó su manita. Todos pararon inmediatamente.

—Algo nos cortará en dos si seguimos —dijo—. No estoy segura sobre de dónde vendrá… De las paredes, creo.

Eragon frunció el ceño. Eso significaba que, fuera lo que fuera lo que les iba a cortar, pesaba lo suficiente o tenía la suficiente fuerza como para superar sus protecciones, y eso no resultaba muy alentador.

—¿Y si…? —empezó a decir, pero se detuvo de pronto cuando se encontró con veinte humanos, hombres y mujeres, vestidos con túnicas negras que salieron de un pasaje lateral y formaron una línea frente a ellos, cortándoles el paso.

Eragon percibió un ataque mental, como una hoja que se clavaba en su conciencia, cuando aquellos magos enemigos empezaron a canturrear en el idioma antiguo. Saphira abrió las fauces y vertió un torrente de llamas sobre los hechiceros, pero el fuego les pasó por los lados sin causarles ningún daño. Una de las banderolas colgadas en la pared se incendió, y la tela calcinada cayó al suelo.

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