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Authors: Christopher Paolini

—¿Y cómo iba a funcionar eso? Seguiríais siendo los mismos que antes.

S
í y no. La diferencia entre quienes éramos antes y quienes fuimos después era mínima, pero suficiente para que los hechizos lanzados en nuestra contra por Kialandí y Formora quedaran obsoletos.

¿Y qué hay de los hechizos que os lanzaron a partir del momento en que se dieron cuenta de lo que estaba haciendo Oromis?
—preguntó Saphira.

A Eragon le sobrevino la imagen mental de Glaedr agitando las alas, como si estuviera cansado de estar sentado en una misma posición.

El primer hechizo, el de Formora, pretendía matarnos, pero nuestras defensas lo inutilizaron. El segundo, que era de Kialandí…, aquello fue diferente. Era un hechizo que había aprendido de Galbatorix, y este de los espíritus que poseían a Durza. Eso lo sé porque estaba en contacto con la mente de Kialandí en el mismo momento en que formuló el hechizo. Era una treta inteligente y perversa, destinada a impedir que Oromis tocara y manipulara el flujo de energía a su alrededor, para impedirle así usar la magia.


¿Te hizo lo mismo a ti Kialandí?

Lo habría hecho, pero se temió que aquello me matara o que cortara mi conexión con el corazón de corazones, creando dos versiones independientes de mí a las que habrían tenido que enfrentarse. Los dragones dependen aún más que los elfos de la magia para vivir; sin ella, moriríamos enseguida.

Eragon sentía que la curiosidad de Saphira iba en aumento.

¿Ha ocurrido eso alguna vez? ¿Se ha cortado alguna vez la conexión entre un dragón y su eldunarí mientras aún vivía?

Sí, ha pasado, pero eso es otra historia.

Saphira se conformó, aunque Eragon se dio cuenta de que la dragona volvería a plantear la cuestión a la menor oportunidad.

—Pero el hechizo de Kialandí no impidió que Oromis pudiera usar la magia, ¿no?

No del todo. Debía hacerlo, pero Kialandí lanzó el hechizo en el momento en que Oromis nos transportaba de un lugar a otro, así que el efecto quedó limitado. Aun así, le impidió recurrir a hechizos que no fueran menores y, tal como sabéis, el hechizo le acompañó el resto de su vida, a pesar de los esfuerzos de nuestros sanadores más sabios.

—¿Por qué no le protegieron sus defensas?

Glaedr soltó lo que pareció un suspiro.

Eso es un misterio. Nadie había hecho algo así hasta entonces, Eragon, y de todos los vivos, solo Galbatorix conoce su secreto. El hechizo se lanzó contra la mente de Oromis, pero quizá no le afectara de un modo directo. Puede que actuara sobre la energía que le rodea o sobre su canal de conexión con ella. Los elfos han estudiado la magia durante mucho tiempo, pero ni siquiera ellos comprenden del todo cómo interactúan el mundo material y el inmaterial. Es un enigma que probablemente nunca se resuelva. No obstante, parece razonable suponer que los espíritus saben más que nosotros sobre ambos mundos, teniendo en cuenta que son la personificación del mundo inmaterial y que ocupan el material cuando se materializan en forma de Sombra.

»Sea como fuere, el resultado fue este: Oromis lanzó su hechizo y nos liberó, pero a costa de un esfuerzo excesivo que le dejó temporalmente imposibilitado, algo que se repetiría muchas veces.

Nunca más pudo lanzar un hechizo potente, y a partir de aquel momento se vio aquejado de una gran debilidad, algo que habría acabado con él de no ser por su habilidad con la magia. Ya estaba así de débil cuando Kialandí y Formora nos capturaron, pero cuando nos «desplazó» y reordenó las piezas de nuestros cuerpos, la debilidad se hizo evidente. De otro modo, quizás hubiera permanecido en estado latente muchos años más.

»Oromis cayó al suelo, indefenso como un polluelo, en el momento en que Formora y su dragón, una bestia inmunda de color marrón, se lanzó corriendo hacia nosotros a la cabeza del grupo. Yo salté sobre Oromis y ataqué. Si se hubieran dado cuenta de que estaba tocado, lo habrían aprovechado para introducirse en su mente y hacerse con él. Tuve que distraerlos hasta que Oromis se recuperó…

»Nunca he luchado tan duro como aquel día. Había cuatro de ellos plantados ante mí, cinco si contamos a Aragavel. Los otros dos dragones, el marrón y el de color púrpura que montaba Kialandí, eran más pequeños que yo, pero de dientes afilados y zarpas rápidas. Aun así, la rabia me confería una fuerza superior a la normal, y les provoqué graves heridas a ambos. Kialandí cometió la imprudencia de ponérseme al alcance, así que lo aferré con las garras y lo lancé contra su propio dragón. —Glaedr hizo un ruidito divertido—. Su magia no le sirvió para protegerse de aquello. Quedó atravesado por una de las púas del lomo del dragón color púrpura, y podría haber acabado con él en aquel mismo momento si no hubiera sido porque el dragón marrón me obligó a retirarme.

»Debimos de luchar casi cinco minutos, hasta que oí que Oromis me gritaba que escapáramos de allí. De una patada les lancé tierra a la cara a mis enemigos, regresé junto a Oromis, le agarré con la garra anterior derecha y salí volando de Edur Naroch. Kialandí y su dragón no podían seguirnos, pero Formora y el dragón marrón sí, y eso hicieron.

»Nos atraparon a poco más de un kilómetro de la torre. Nos cruzamos varias veces, y entonces el dragón marrón se situó debajo de mí, y vi que Formora estaba a punto de lanzarme una estocada con la espada hacia la pata derecha. Pretendía que soltara a Oromis, supongo, o quizá quisiera matarlo. Yo di un quiebro para esquivar el golpe, y en lugar de perder la pata derecha la espada dio contra la izquierda, y me la cortó.

El recuerdo que atravesó la mente de Glaedr era el del contacto duro, frío y cortante de la espada de Formora, como si la hoja hubiera sido forjada con hielo en lugar de acero. A Eragon aquella sensación le revolvió las tripas. Tragó saliva y se agarró con más fuerza a la silla de montar, dando gracias de que Saphira estuviera a salvo.

Me dolió menos de lo que puedes pensar, pero sabía que no podía seguir luchando, así que viré y me dirigí hacia Ilirea tan rápido como me permitieron las alas. En cierto modo, la victoria de Formora le supuso una desventaja, ya que sin el lastre que suponía mi pata conseguí separarme más rápido del dragón marrón y escapar.

»Oromis consiguió detener la hemorragia, pero nada más, y estaba demasiado débil como para contactar con Vrael o con los otros jinetes ancianos y advertirlos de los planes de Galbatorix. Una vez que Kialandí y Formora informaran a Galbatorix, sabíamos que este atacaría Ilirea inmediatamente. Si esperaba, solo conseguiría darnos tiempo para reforzar nuestras posiciones, y él estaba fuerte, así que la sorpresa era su mejor arma.

»Cuando llegamos a Ilirea nos llevamos una gran decepción al ver que quedaban pocos de nuestra orden; durante nuestra ausencia habían partido otros en busca de Galbatorix o para consultar a Vrael en persona en Vroengard. Convencimos a los que quedaban del peligro que nos acechaba y les pedimos que avisaran a Vrael y al resto de los ancianos dragones y jinetes. Les costaba creer que Galbatorix tuviera las fuerzas necesarias para atacar Ilirea —o que pudiera atreverse a hacer algo así—, pero al final conseguimos que vieran la realidad y decidieron trasladar todos los eldunarís de Alagaësia a Vroengard para protegerlos.

»Parecía una medida prudente, pero deberíamos haberlos enviado a Ellesméra. O, en cualquier caso, deberíamos haber dejado los eldunarís que ya estaban en Du Weldenvarden allí mismo. Al menos algunos de ellos habrían escapado a las garras de Galbatorix. Pero ninguno de nosotros pensó que pudieran estar más seguros entre los elfos que en Vroengard, en el mismo centro de nuestra orden.

»Vrael ordenó que todo dragón y jinete que estuviera a pocos días de Ilirea acudiera a toda prisa en ayuda de la ciudad, pero Oromis y yo nos temíamos que fuera demasiado tarde. Y nosotros tampoco estábamos en disposición de defender Ilirea. Así que reunimos las provisiones que necesitábamos, y con los dos alumnos que nos quedaban —Brom y la dragona que se llamaba como tú, Saphira—, abandonamos la ciudad aquella misma noche. Creo que ya habéis visto el fairth que hizo Oromis en el momento de nuestra partida.

Eragon asintió, ausente, al tiempo que recordaba la imagen de la bella ciudad llena de torres a los pies de un despeñadero e iluminada por una luna llena de otoño.

Y por eso no estábamos en Ilirea cuando Galbatorix y los Apóstatas atacaron, unas horas más tarde. Y también es el motivo por el que no estábamos en Vroengard cuando los traidores derrotaron al ejército combinado compuesto por todas nuestras fuerzas y arrasaron Doru Araeba. Desde Ilirea, nos fuimos a Du Weldenvarden con la esperanza de que los sanadores elfos pudieran curar a Oromis de su afección y devolverle el poder para usar la magia. Al ver que no podían, decidimos quedarnos allí mismo, ya que parecía más seguro que volar de vuelta a Vroengard con nuestras respectivas lesiones y caer en una emboscada en algún punto del viaje.

»No obstante, Brom y Saphira no se quedaron con nosotros. A pesar de nuestra insistencia para que no lo hicieran, fueron a unirse al combate, y fue en aquella lucha donde murió tu homónima, Saphira…

Y ya sabéis cómo nos capturaron los Apóstatas y cómo escapamos.

Al cabo de un momento, Saphira dijo:

Gracias por la historia, Ebrithil.

De nada, Bjartskular, pero no vuelvas a pedirme que te la cuente.

Cuando la luna se acercaba a su cénit, Eragon vio un grupo de tenues luces anaranjadas flotando en la oscuridad. Tardó un momento en darse cuenta de que eran las antorchas y los faroles de Teirm, a muchos kilómetros de distancia. Y, por encima de las otras luces, apareció un brillante punto amarillo durante un segundo, como un gran ojo mirándolo; luego desapareció y volvió a reaparecer, iluminándose una y otra vez en un ciclo inalterable, como si el ojo parpadeara.

El faro de Teirm está encendido
—les dijo a Saphira y Glaedr.

Entonces es que se acerca una tormenta
—contestó el dragón.

Saphira dejó de agitar las alas. Eragon sintió que se estiraba e iniciaba un largo descenso planeando.

Pasó aún media hora hasta que llegaron a tierra. Para entonces, Teirm era poco más que un vago resplandor hacia el sur, y la luz del faro no brillaba más que una estrella.

Saphira aterrizó en una playa vacía cubierta de restos de madera arrastrados por las olas. A la luz de la luna, la arena, lisa y dura, parecía casi blanca, y las olas eran grises y negras y rompían furiosamente contra la playa, como si el océano estuviera intentando devorar la tierra con cada arremetida.

Eragon se soltó las correas que le sujetaban las piernas y se dejó caer desde el lomo de Saphira. Ya tenía ganas de estirar los músculos. Percibió el olor a agua salada mientras bajaba por la playa a la carrera en dirección a un gran trozo de madera, con la capa aleteando al viento. Al llegar al trozo de madera, dio media vuelta y emprendió otra carrera en dirección a Saphira.

Ella seguía sentada en el mismo lugar, con la mirada puesta en el mar. Eragon se detuvo un momento, preguntándose si la dragona iba a hablar o no —puesto que sentía una gran tensión en su interior—, pero al ver que permanecía en silencio, dio media vuelta y volvió a salir corriendo hacia la madera. Ya hablaría cuando estuviera lista.

Corrió arriba y abajo, hasta que sintió el calor extendiéndose por todo el cuerpo y las piernas temblorosas.

Y todo aquel tiempo, Saphira mantuvo la mirada fija en algún punto lejano.

Cuando Eragon se dejó caer sobre unas juncias a su lado, Glaedr opinó:

Intentarlo sería una tontería.

Eragon ladeó la cabeza, sin tener muy claro a quién iba dirigido aquello.

Sé que puedo hacerlo
—respondió Saphira.

No has estado nunca en Vroengard
—rebatió Glaedr—.
Y si hay tormenta, puede arrastrarte mar adentro, o algo peor. Más de un dragón ha perecido a causa de un exceso de confianza. El viento no es tu amigo, Saphira. Puede ayudarte, pero también puede destruirte.

¡No acabo de salir del huevo! ¡No hace falta que me des lecciones sobre el viento!

No, pero aún eres joven, y no creo que estés preparada para esto.

¡De otro modo tardaríamos demasiado!

Quizá, pero es mejor llegar sanos y salvos que no llegar.

—¿De qué estáis hablando? —exclamó Eragon.

La arena emitió un sonido áspero y rasposo bajo las garras de Saphira en el momento en que dobló las patas y las clavó en el terreno.

Tenemos que tomar una decisión
—explicó Glaedr—.
Desde aquí, Saphira puede volar directamente hacia Vroengard o seguir el litoral hacia el norte hasta llegar al punto de la costa más próximo a la isla y, una vez allí, girar al oeste y cruzar el mar.

¿Cuál sería el camino más rápido?
—preguntó Eragon, aunque ya adivinaba cuál sería la respuesta.

Volar en línea recta
—respondió Saphira.

Pero si lo hace, estaría sobrevolando el agua todo el tiempo.

La distancia no es mayor que desde los vardenos hasta aquí —replicó Saphira—. ¿O me equivoco?

Ahora estás más cansada, y si se desata una tormenta…

¡Entonces daré un rodeo!
—replicó ella, rebufando y soltando una pequeña llamarada azul y amarilla por el hocico.

La llama se cruzó en el campo visual de Eragon, cegándole por un momento.

—¡Ah! No veo —protestó

Eragon se frotó los ojos:

¿Por qué va a ser tan peligroso volar directamente hacia allí?

Podría serlo
—gruñó Glaedr.

¿Cuánto tiempo más tardaríamos siguiendo la costa?

Media jornada, quizás un poco más.

El chico se rascó la barbilla mientras contemplaba la imponente masa de agua. Entonces levantó la vista hacia Saphira y, en voz baja, dijo:

—¿Estás segura de que puedes hacerlo?

Ella giró el cuello y le devolvió la mirada con un ojo inmenso. La pupila se había expandido hasta volverse casi redonda; era tan grande y negra que Eragon sintió que podría colarse dentro y desaparecer.

No tengo ninguna duda
—dijo ella.

Él asintió y se pasó las manos por el pelo mientras se iba haciendo a la idea.

Entonces tendremos que correr el riesgo… Glaedr, si hace falta, ¿tú puedes guiarla? ¿Puedes ayudarla?

El viejo dragón permaneció en silencio un momento, y luego sorprendió a Eragon susurrándole en la mente, igual que solía hacer Saphira cuando estaba a gusto o cuando se divertía.

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