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Authors: Christopher Paolini

Legado (70 page)

—No lo sé. Probablemente no. —Se hizo un silencio entre ellos—. Ahora tengo una pregunta que hacerte: ¿por qué mataste a esos hombres? Sabías que no podrías salir de la ciudadela. ¿Fue solo por rencor hacia Galbatorix?

Ella suspiró y separó la cabeza del pecho de Murtagh, irguiendo la espalda. Él, no muy convencido, levantó el brazo con que le rodeaba la espalda. Nasuada se sorbió la nariz y luego le miró fijamente a los ojos:

—No podía quedarme ahí sin hacer nada, a su merced. Tenía que luchar; tenía que mostrarle que no había acabado conmigo, y quería hacerle todo el daño que pudiera.

—Así que «sí» fue por rencor.

—En parte. ¿Y qué si lo fue? —replicó ella, que esperaba que él se lo reprochara, pero en cambio se encontró con una mirada de admiración y una sonrisa de complicidad.

—Bueno, pues…, bien hecho —respondió él.

Un momento más tarde, ella le devolvió la sonrisa.

—Además —añadió—, siempre cabía la posibilidad de que pudiera escapar.

—Sí, y los dragones cualquier día puede que se pongan a comer hierba —le soltó él, con un bufido.

—Aun así, tenía que probarlo.

—Lo entiendo. De haber podido, yo habría hecho lo mismo cuando los Gemelos me trajeron aquí la primera vez.

—¿Y ahora?

—Sigo sin poder, y aunque pudiera, ¿de qué serviría?

Ella no tenía respuesta para aquello. Se hizo el silencio, y entonces dijo:

—Murtagh, si al final no puedes liberarme, quiero que me prometas que me ayudarás a escapar…, de otro modo. No te lo pediría… No quiero colocar esta carga sobre tus hombros, pero con tu ayuda la tarea sería más fácil, y quizá no tenga ocasión de hacerlo yo misma.

—Sus labios se volvieron finos y duros al hablar, pero no se paró—. Ocurra lo que ocurra, no quiero convertirme en un títere de Galbatorix, para que pueda darme órdenes a su antojo. Haré lo que sea, lo que sea, para evitar ese destino. ¿Me entiendes?

Murtagh ocultó la barbilla por un momento al asentir.

—¿Tengo tu palabra, entonces?

Él bajó la mirada y apretó los puños, con la respiración entrecortada.

—La tienes.

Murtagh estaba taciturno, pero al final Nasuada consiguió que volviera a animarse hablando con él de cosas intrascendentes para pasar el tiempo. Murtagh le habló de las adaptaciones que le había hecho a la silla de montar que le había dado Galbatorix para Espina —cambios de los que estaba orgulloso, como no podía ser menos, ya que le permitían montar y desmontar más rápidamente, así como desenvainar con mayor facilidad—. Ella le habló de los mercados callejeros de Aberon, la capital de Surda, y de cuando era niña y solía dar esquinazo a su niñera para explorarlos. De entre los mercaderes, su favorito era un hombre de las tribus nómadas. Se llamaba Hadamanara-no Dachu Taganna, pero él le había pedido que le llamara por su nombre, que era Taganna. Vendía cuchillos y puñales, y parecía encantado de enseñarle su mercancía, aunque ella nunca comprara nada.

A medida que Nasuada y Murtagh iban hablando, su conversación se volvió más cómoda y relajada. A pesar de las desagradables circunstancias, Nasuada disfrutó hablando con él. Era listo y culto, y tenía un humor ácido que le gustaba, en especial en las circunstancias en que se encontraba.

Daba la impresión de que Murtagh disfrutaba de la conversación tanto como ella. Aun así, llegó un momento en que ambos reconocieron que era insensato seguir hablando, porque se arriesgaban a que los descubrieran. Así que ella volvió al pedestal, donde se tendió y le dejó que la atara de nuevo al implacable bloque de piedra.

Cuando estaban a punto de separarse, ella le llamó:

—Murtagh.

Él hizo una pausa y la miró.

Nasuada vaciló por un momento. Luego hizo acopio de valor y dijo:

—¿Por qué?

Pensó que él entendería lo que quería decir: ¿por qué ella? ¿Por qué la quería salvar? ¿Por qué iba a intentar rescatarla? Creía adivinar la respuesta, pero quería oírle decírselo a él.

Él se quedó mirándola un buen rato y luego, con un tono grave y seco, dijo:

—Tú sabes por qué.

Entre las ruinas

Las gruesas nubes grises se abrieron. A lomos de Saphira, Eragon contempló por fin el interior de la isla de Vroengard.

Ante ellos se abría un inmenso valle en forma de cuenco, rodeado por las escarpadas montañas que habían visto asomar sobre las nubes. Un denso bosque de abetos, pinos y cedros cubría los lados de las montañas hasta el pie, como un ejército de esbeltos soldados marchando ladera abajo. Los árboles eran altos y lúgubres, e incluso desde lejos Eragon veía las barbas de musgo y líquenes que les colgaban de las pesadas ramas. Unos jirones de niebla se aferraban a las laderas de las montañas, y en varios puntos del valle caían vaporosas cortinas de lluvia desde un techo de nubes.

Muy por encima del fondo del valle, Eragon distinguió una serie de estructuras de piedra entre los árboles: grutas irregulares con la entrada cubierta de vegetación, restos de torres quemadas, grandes pabellones con el techo hundido y unos cuantos edificios menores con aspecto de estar aún habitables.

Al menos una docena de ríos bajaban de las montañas y serpenteaban por la verde llanura hasta verter sus aguas en un enorme y sereno lago próximo al centro del valle. Alrededor del lago yacían los restos de la ciudad de los Jinetes, Doru Araeba. Los edificios eran inmensos: interminables pabellones vacíos de proporciones tan enormes que en muchos de ellos cabría todo Carvahall. Cada puerta era como la boca de entrada a una colosal caverna inexplorada. Cada ventana era tan alta y ancha como la puerta de un castillo, y cada pared era como un escarpado despeñadero.

Gruesas capas de hiedra aprisionaban los bloques de piedra, y allá donde no había hiedra había musgo, por lo que los edificios se confundían con el paisaje y daba la impresión de haber crecido de la propia tierra. La poca piedra que quedaba al descubierto tenía un color ocre pálido, aunque también se veían manchas de rojo, marrón y azul oscuro.

En cuanto a las estructuras construidas por los elfos, eran edificios de líneas elegantes y fluidas, más suaves que en los de enanos o humanos. Pero también poseían una solidez y una majestuosidad de las que carecían las casas de los árboles de Ellesméra; en algunos de ellos, Eragon observó parecidos con casas del valle de Palancar, y recordó que los primeros Jinetes humanos habían llegado precisamente de aquella parte de Alagaësia. El resultado era un estilo arquitectónico único, no del todo élfico ni humano.

Casi todos los edificios estaban dañados, algunos más que otros.

Todo parecía irradiar desde un punto de partida próximo al extremo sur de la ciudad, donde había un cráter que se hundía más de diez metros en el terreno. Un bosquecillo de abedules había crecido en la depresión, y sus hojas plateadas se agitaban empujadas por la brisa que soplaba en todas direcciones.

Los espacios abiertos de la ciudad estaban cubiertos de hierbajos y matojos, y alrededor de cada losa del pavimento asomaba la hierba.

En los jardines de los Jinetes que habían quedado protegidos por algún edificio de la explosión que había asolado la ciudad, aún crecían flores de colores apagados que componían artísticos diseños, con unas formas que sin duda seguían los dictados de algún hechizo ancestral.

En conjunto, aquel valle circular presentaba un aspecto desolador.

Contemplad las ruinas de la ciudad que fue nuestro orgullo
—dijo Glaedr—.
Eragon, tienes que lanzar otro hechizo. Dice así.

Y pronunció varias frases en el idioma antiguo. Era un hechizo extraño; tenía una estructura complicada y retorcida, y Eragon no sabía bien para qué serviría.

Cuando le preguntó a Glaedr, el viejo dragón respondió:
Aquí hay un veneno invisible, en el aire que respiras, en el suelo que pisas y en la comida que puedas comer o el agua que puedas beber. El hechizo nos protegerá contra él
.

¿Qué… veneno?
—preguntó Saphira, pensando tan despacio como batía las alas.

Eragon vio a través de Glaedr una imagen del cráter junto a la ciudad, y el dragón procedió a explicar:

Durante la batalla contra los Apóstatas, uno de los nuestros, un elfo llamado Thuviel, se mató usando la magia. Nunca quedó claro si fue voluntario o un accidente, pero el resultado es lo que ves y lo que no puedes ver, porque la explosión resultante convirtió esta zona en un lugar inhabitable. Los que aquí quedaron muy pronto desarrollaron lesiones en la piel y perdieron el cabello, y muchos de ellos murieron posteriormente.

Preocupado, Eragon lanzó el hechizo —que requería poca energía

— y luego dijo:

¿Cómo pudo alguien, elfo o no, causar un daño tan grande?

Aunque el dragón de Thuviel le hubiera ayudado, no puedo imaginarme cómo pudo hacerlo, a menos que su dragón tuviera el tamaño de una montaña.

Su dragón no le ayudó
—respondió Glaedr—.
Su dragón estaba muerto. No, Thuviel causó esta destrucción solo.

Pero ¿cómo?

Del único modo en que podía hacerlo: convirtió su propia carne en energía.

¿Se convirtió en un espíritu?

No. La energía quedó libre de pensamientos o estructura, y una vez liberada, salió disparada hacia el exterior hasta que se dispersó.

Nunca había pensado que un solo cuerpo pudiera contener tanta fuerza.

Es algo de lo que se sabe poco, pero hasta la partícula más pequeña de materia equivale a una gran cantidad de energía. Según parece, la materia no es más que energía congelada. Si la descongelas, liberas un flujo que pocos pueden resistir… Se decía que la explosión que se produjo aquí se oyó hasta en Teirm y que la nube de humo alcanzó la altura de las montañas Beor.

¿Fue la explosión lo que mató a Glaerun?
—preguntó Eragon, en referencia al miembro de los Apóstatas que sabía que había muerto en Vroengard.

Sí. Galbatorix y el resto de los Apóstatas estaban advertidos, así que pudieron protegerse, pero muchos de los nuestros no tuvieron tanta suerte y murieron.

Mientras Saphira descendía planeando a la sombra de las nubes bajas, Glaedr le dio instrucciones. Ella alteró su trayectoria y se dirigió hacia el noroeste del valle. El dragón iba nombrando cada una de las montañas que dejaban atrás: Ilthiaros, Fellsverd y Nammen-mast, y luego Huildrim y Tírnadrim. También nombró muchos de los bastiones y torres caídas, y les explicó parte de su historia a Eragon y a Saphira, aunque solo Eragon prestaba atención a la narración del viejo dragón.

Eragon sintió que en la conciencia de Glaedr renacía un antiguo dolor, provocado no tanto por la destrucción de Doru Araeba como por la muerte de los Jinetes, la extinción casi completa de los dragones y la pérdida de miles de años de conocimientos y sabiduría. El recuerdo de lo que había sido —de la camaradería que había compartido con los otros miembros de su orden— exacerbaba aún más la sensación de soledad de Glaedr. Eso, sumado a su pena, creaba tal ambiente de desolación que Eragon también empezó a sentirse apenado.

Se apartó ligeramente de Glaedr, pero aun así el valle tenía un aspecto sombrío y melancólico, como si la propia tierra estuviera de luto por la caída de los Jinetes.

Cuanto más descendía Saphira, más grandes se veían los edificios.

Cuando fue consciente de su tamaño real, Eragon se dio cuenta de que lo que había leído en el
Domia abr Wyrda
no era ninguna exageración: los más majestuosos eran tan enormes que Saphira habría podido volar por su interior.

Al acercarse al extremo de la ciudad abandonada, distinguió unos montones de enormes huesos blancos apilados en el suelo: los esqueletos de los dragones. Aquella visión le provocó una intensa sensación de repugnancia, y aun así no pudo apartar la mirada. Lo que más le impresionó fue su tamaño. Pocos de aquellos dragones eran más pequeños que Saphira; la mayoría de ellos eran mucho mayores. El esqueleto más grande que vio tenía unas costillas de al menos veinticinco metros de longitud y cuatro o cinco de ancho en su parte más gruesa. Solo el cráneo —una cabeza enorme y temible cubierta en parte de líquenes, como un enorme peñasco— era casi tan grande como el cuerpo de Saphira. Incluso Glaedr, en su forma corpórea, era poca cosa comparado con aquel dragón.

Ahí yace Belgabad, el más grande de los nuestros
—explicó Glaedr al ver el interés de Eragon.

El chico recordó vagamente aquel nombre de una de las historias que había leído en Ellesméra; el autor solo había escrito que Belgabad había estado presente en la batalla y que había perecido en combate, igual que otros tantos.

¿
Quién era su Jinete?
—preguntó.

No tenía Jinete. Era un dragón salvaje. Durante siglos, vivió solo en las tierras heladas del norte, pero cuando Galbatorix y los Apóstatas empezaron a matar a los nuestros, acudió en nuestra ayuda.

¿Era el dragón más grande de la historia?

¿De la historia? No. Pero en aquel tiempo sí.

¿De dónde sacaba el alimento que necesitaba?

Cuando tienen esa edad y ese tamaño, los dragones se pasan la mayor parte del tiempo en una especie de trance, soñando con lo que se les viene a la mente, sea el movimiento de las estrellas, sea la aparición y caída de las montañas con el paso de los milenios, o incluso con cosas tan nimias como el aleteo de una mariposa. Yo ya siento ganas de ceder a ese letargo, pero se me necesita despierto, y despierto estaré.

¿Conocías… a Belgabad?
—preguntó Saphira, hablando con dificultad por la fatiga.

Coincidí con él, pero no lo conocía. Por norma general, los dragones salvajes no se mezclaban con nosotros, los que estábamos vinculados a los Jinetes. Nos miraban mal por ser tan dóciles y complacientes, y nosotros los mirábamos mal a ellos por dejarse llevar tanto por sus instintos, aunque en ocasiones los admirábamos por eso mismo. Por otra parte, debéis recordar que ellos no tenían idioma propio, y aquello nos separaba más de lo que podáis pensar.

El idioma altera la mente de formas difíciles de explicar. Los dragones salvajes podían comunicarse con la misma eficacia que cualquier enano o elfo, por supuesto, pero lo hacían compartiendo recuerdos, imágenes y sensaciones, no palabras. Solo los más astutos decidieron aprender este u otros idiomas.

Glaedr hizo una pausa. Luego prosiguió.

Si mal no recuerdo, Belgabad era descendiente lejano de Raugmar el Negro, y Raugmar, como seguro que recuerdas, Saphira, era el trastatarabuelo de tu madre, Vervada.

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