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Authors: Christopher Paolini

Hay muchas maneras de utilizar los ojos. Brom tenía la suya propia, pero su estilo no era de los más flexibles ni apropiados para una batalla larga. Se pasó toda la vida luchando uno contra uno, o en pequeños grupos, y sus hábitos son consecuencia de ello. Es mejor tener una visión amplia, pues si concentras demasiado la mirada es posible que cualquier característica del lugar o de la situación te pille desprevenido. ¿Lo comprendes?

Sí, maestro.

Entonces, inténtalo otra vez. Y ahora relájate y amplía tu percepción.

Eragon volvió a repasar lo que sabía de Arya. Cuando hubo decidido la estrategia, cerró los ojos, calmó su respiración y se sumió en lo más profundo de sí. Sus miedos y ansiedades fueron desapareciendo poco a poco, dejando a su paso un profundo vacío que atenuó el dolor de su cuerpo y le dio una claridad de mente inusual. Aunque no había perdido interés en la victoria, la posibilidad de la derrota ya no lo afectaba. Sería lo que sería, y no se pelearía inútilmente contra el destino.

—¿Preparado? —preguntó Arya cuando Eragon hubo abierto los ojos otra vez.

—Preparado.

Se colocaron en sus respectivas posiciones y permanecieron quietos, sin moverse, esperando a que fuera el otro quien atacara primero. El sol se encontraba a la derecha de Eragon, y eso significaba que si conseguía que Arya se colocara frente a él, su luz la deslumbraría. Ya había intentado eso en otra ocasión, sin éxito, pero esta vez se le ocurrió un modo en que sería capaz de hacerlo.

Sabía que Arya confiaba en su capacidad de derrotarlo. Estaba seguro de que la elfa no menospreciaba sus habilidades, pero aunque fuera consciente de su deseo de mejorar y de su capacidad, había obtenido una victoria apabullante en la mayoría de los combates.

Aquello le había demostrado que él era fácil de vencer, a pesar de que su razonamiento le desaconsejara creérselo del todo. Por tanto, esa confianza era su punto débil.

«Cree que es mejor que yo con la espada —se dijo Eragon—. Y quizá lo sea, pero yo puedo hacer que sus expectativas se vuelvan contra ella. Ese será el motivo de su derrota, si es que algo puede serlo.»

Dio unos pasos hacia delante, furtivamente, y le sonrió igual que ella le había hecho antes a él. Arya mantuvo una expresión vacía de toda emoción. Al cabo de un instante, la elfa se lanzó contra él con furia, como si quisiera lanzarlo al suelo. Eragon dio un salto hacia atrás y un poco hacia la derecha, como empezando a conducir a Arya en dirección al punto deseado.

La elfa se detuvo en seco a varios metros de él y se quedó inmóvil como un animal salvaje al que han pillado al descubierto. Luego dibujó medio círculo en el aire con la espada, mirándolo intensamente.

Eragon sospechó que el hecho de que Glaedr los observara hacía que ella estuviera decidida a hacerlo bien.

De repente, Eragon se sorprendió al oír que Arya emitía un suave gruñido gatuno. Al igual que su sonrisa, ese gruñido era una estratagema para inquietarlo. Y funcionó, pero solo en parte, pues él ya empezaba a esperar ese tipo de ardides, aunque quizá no aquel en concreto.

De un salto, Arya salvó la distancia que los separaba y empezó a lanzarle unos pesados golpes que Eragon paró con el escudo.

Permitió que la elfa lo atacara, sin responder, como si sus golpes fueran demasiado fuertes para él y solo pudiera defenderse. Cada vez que recibía una de esas dolorosas descargas en el hombro y el brazo, Eragon se movía un poco a la derecha, tropezando de vez en cuando para dar la impresión de que iba cediendo poco a poco.

Y, durante todo el proceso, se mantuvo tranquilo…, vacío.

Sabía que se acercaba el momento adecuado. De repente, sin pensarlo y sin dudar, sin esforzarse por ser rápido o lento, actuó con decisión en el instante idóneo y perfecto. Mientras la espada de Arya descendía hacia él dibujando un arco, Eragon se giró hacia la derecha y esquivó el golpe colocándose de espaldas al sol. La punta de la espada de la elfa fue a clavarse en el suelo con un golpe sordo. Ella giró la cabeza para no perderlo de vista, pero cometió el error de mirar directamente al sol. Achicó los ojos y sus pupilas se contrajeron en dos puntos pequeños y oscuros.

Aprovechando la oportunidad, Eragon le dio una estocada debajo del brazo izquierdo, en las costillas. Se la hubiera podido dar en la base del cuello —y lo habría hecho si la batalla hubiera sido real—, pero se reprimió, pues, a pesar de que la espada no cortaba, un golpe como ese podía ser mortal.

Arya soltó un grito agudo al sentir el contacto de
Brisingr
y retrocedió unos pasos. Apretando el brazo contra el costado del cuerpo, frunció el ceño y miró a Eragon con una expresión rara.

¡Excelente!
—exclamó Glaedr—.
¡Otra vez!

Eragon sintió una momentánea satisfacción, pero inmediatamente se distanció de ese sentimiento y regresó a su anterior estado de desapego.

Cuando Arya bajó el brazo, con la expresión del rostro ya más suave, ambos empezaron a girar el uno frente al otro hasta que ninguno de ellos tuvo el sol enfrente. Entonces comenzaron de nuevo.

Eragon se dio cuenta enseguida de que Arya se movía con más prudencia que antes. En otras ocasiones eso le hubiera complacido y lo hubiera animado a atacar con mayor agresividad, pero esta vez se resistió a esa emoción, pues le pareció evidente que la elfa lo hacía a propósito. Si picaba el anzuelo, pronto se encontraría a su merced, como ya le había sucedido tantas otras veces.

El duelo duró solamente unos segundos más, aunque tuvieron tiempo de intercambiar una buena serie de golpes. Los escudos crujieron, la tierra saltó bajo sus pies y las espadas entrechocaron mientras ellos danzaban de un lado a otro retorciendo sus cuerpos con la rapidez y la agilidad de unas volutas de humo.

Al final, el resultado fue el mismo que antes. Eragon traspasó la defensa de Arya con un movimiento diestro y golpeó a la elfa en el pecho, desde el hombro al esternón. La fuerza del golpe la hizo tropezar y caer sobre una rodilla. Arya se quedó en esa posición con el ceño fruncido y la respiración agitada. Sus mejillas adoptaron una inusual palidez, solo rota por unas violentas ronchas rojas en los pómulos.

¡Otra vez!
—ordenó Glaedr.

Eragon y Arya obedecieron sin protestar. Esas dos victorias habían hecho que Eragon se sintiera menos cansado, y se daba cuenta de que a Arya le sucedía lo contrario. El siguiente combate no tuvo un ganador claro. Arya se repuso y consiguió frustrar todas las estratagemas y trucos de Eragon, igual que hizo él con ella. Se enfrentaron una y otra vez hasta que estuvieron tan cansados que ninguno de ellos se sentía capaz de continuar. Se quedaron de pie, apoyados en sus respectivas espadas, como si estas fueran demasiado pesadas para levantarlas, jadeantes y sudorosos.

¡Otra vez!
—dijo Glaedr en voz baja.

Eragon levantó
Brisingr
con una mueca. Cuanto más agotado se sentía, más difícil le resultaba mantener la mente vacía e ignorar su cuerpo maltrecho. También le parecía más complicado mantener el ánimo tranquilo y no caer en el mal humor que lo poseía cuando estaba cansado. Supuso que aprender a manejarse bien en tal situación era parte de lo que Glaedr le quería enseñar.

Los brazos le dolían demasiado para mantener la espada y el escudo en alto. Así que los dejó colgar a ambos lados de su cuerpo con la esperanza de ser capaz de levantarlos con la rapidez adecuada en el momento en que fuera necesario.

Eragon y Arya avanzaron el uno hacia el otro sin la elegancia de las ocasiones anteriores.

El chico se sentía exhausto, pero se negaba a abandonar. Aunque no acababa de comprenderlo del todo, ese entrenamiento se había convertido en algo más que en una simple prueba. Era como una demostración de quién era él: de su carácter, de su fuerza y de su resistencia. No era Glaedr quien lo ponía a prueba, sino más bien Arya. Sentía como si ella buscara algo de él, como si quisiera que le demostrara…, no sabía qué, pero estaba decidido a hacerlo tan bien como pudiera, a continuar luchando mientras ella quisiera, sin importarle cuánto pudiera dolerle el cuerpo.

Una gota de sudor le cayó en el ojo izquierdo. Parpadeó y Arya se rio a carcajadas.

De nuevo se unieron en esa danza mortífera, y otra vez llegaron a un punto muerto. El cansancio los había vuelto torpes, pero, a pesar de ello, se movían juntos con una armonía que impedía que ninguno de los dos obtuviera la victoria.

Al final terminaron el uno frente al otro, con las empuñaduras de las espadas cruzadas, empujándose mutuamente con la poca fuerza que les quedaba. Entonces, mientras forcejeaban sin ningún resultado, Eragon dijo en voz baja y con un tono fiero:

—Yo… te veo…

Los ojos de Arya destellaron un breve instante.

Un encuentro íntimo

Glaedr los hizo combatir dos veces más. Cada enfrentamiento fue más breve que el anterior, y cada uno de ellos terminó en un empate que frustró más al dragón dorado, incluso, que a Eragon o a Arya.

Hubiera querido que continuaran enfrentándose hasta que quedara completamente claro quién era mejor, pero al final del segundo combate los dos estaban tan cansados que se dejaron caer al suelo y se quedaron allí, el uno al lado del otro, jadeando. Entonces Glaedr tuvo que admitir que forzarlos a continuar sería, cuando menos, contraproducente, si no directamente dañino.

Cuando se hubieron recuperado y fueron capaces de ponerse en pie y de caminar, Glaedr los convocó a ambos a la tienda de Eragon.

Primero, y con la energía de Saphira, sanaron las heridas más dolorosas. Luego devolvieron los destrozados escudos al maestro de armas de los vardenos, Fredric, quien les dio otros nuevos, no sin antes soltarles una lección sobre cómo cuidar mejor del equipo de combate.

Después, al llegar a la puerta de la tienda, se encontraron con que Nasuada los estaba esperando acompañada de su guardia habitual.

—Ya era hora —dijo con aspereza—. Si ya habéis terminado de intentar haceros pedazos el uno al otro, es hora de que hablemos.

Sin pronunciar otra palabra más, se agachó y entró. Blödhgarm y sus hechiceros se colocaron formando un amplio círculo alrededor de la tienda, lo cual intranquilizó a los guardias de Nasuada. Eragon y Arya entraron tras ella, y se sorprendieron al ver que Saphira también metía la cabeza por la puerta, llenando el interior con el olor del humo y de la carne quemada. Esa súbita aparición del morro de Saphira asombró a Nasuada, pero enseguida recuperó la compostura.

Dirigiéndose a Eragon, dijo:

—Lo que he notado era Glaedr, ¿verdad?

El chico miró hacia la entrada de la tienda, deseando que los guardias estuvieran demasiado lejos para oírlos. Luego, asintió con la cabeza.

—Sí, lo era.

—¡Ah, lo sabía! —exclamó, satisfecha. Pero enseguida su rostro mostró preocupación—: ¿Puedo hablar con él? ¿Está…, está permitido, o solo se comunica con un Jinete o un elfo?

Eragon dudó un momento y miró a Arya en busca de una pista.

—No lo sé —respondió por fin—. Todavía no se ha recuperado del todo. Quizá no quiera…

Hablaré contigo, Nasuada, hija de Ajihad
—intervino Glaedr, de repente, llenando sus mentes con el eco de su voz—.
Pregúntame lo que quieras, y luego déjanos seguir trabajando. Quedan muchas cosas por hacer si queremos preparar a Eragon para los desafíos que le esperan.

El chico nunca había visto una expresión de asombro como esa en el rostro de Nasuada.

—¿Dónde? —preguntó, con un gesto de duda.

Indicó un trozo de tierra que había al lado de la cama. Nasuada arqueó las cejas, sorprendida, pero asintió con la cabeza. Se puso en pie y saludó a Glaedr con un gesto formal. Ambos intercambiaron unas frases cordiales: Nasuada le preguntó por su salud y ofreció la ayuda de los vardenos en lo que pudiera necesitar. En respuesta a la primera pregunta —que había puesto nervioso a Eragon—, Glaedr, con gran educación, explicó que su salud iba bien, gracias; y en cuanto a la segunda, no necesitaba nada de los vardenos, aunque agradecía el ofrecimiento.

Ya no como
—dijo—.
Ya no bebo, y ya no duermo de la manera en que vosotros lo hacéis. Ahora mi único placer, mi única debilidad, consiste en pensar la manera de conseguir la caída de Galbatorix.

—Lo comprendo —dijo Nasuada—. Yo siento lo mismo.

Nasuada preguntó si el dragón podía dar algún consejo a los vardenos sobre la manera en que podrían capturar Dras-Leona sin que eso les costara un número inaceptable de víctimas y de pérdida de material, y, según sus propias palabras, sin «ofrecer a Eragon y a Saphira en bandeja al Imperio». Después de que ella le explicara con mayor detalle cuál era la situación, el dragón respondió:
No puedo darte ninguna solución sencilla, Nasuada. Continuaré pensando en ello, pero de momento no veo ningún camino claro para los vardenos. Si Murtagh y Thorn estuvieran solos, yo podría vencerlos mentalmente con facilidad. Pero Galbatorix les ha dado demasiados eldunarís, y no puedo hacerlo. A pesar de que contamos con Eragon, Saphira y los elfos, la victoria no es segura.

Nasuada, visiblemente decepcionada, se quedó en silencio. Al cabo de unos instantes, apoyó las manos sobre su regazo con actitud de aceptación y le dio las gracias al dragón por el tiempo que le había concedido. Luego se despidió de todos y, dando un rodeo a la cabeza de Saphira, salió de la tienda.

Arya se acomodó en el taburete de tres patas. Eragon se sentó en el catre, un tanto más relajado. Se secó el sudor de las manos en el pantalón y le ofreció a la elfa un trago del odre de agua, que ella aceptó, agradecida. Después, también él dio unos tragos. El combate lo había dejado hambriento. El agua apaciguó un tanto las protestas de su estómago, pero esperaba que Glaedr no los retuviera durante mucho tiempo. El sol casi se había puesto, y deseaba como lo que más un plato caliente de la cocina de los vardenos, antes de que estos apagaran los fuegos y se retiraran a descansar. Si no, debería conformarse con un trozo de pan rancio, un poco de carne seca y de queso de cabra enmohecido y, si tenía suerte, una o dos cebollas crudas, lo cual no era una perspectiva muy apetitosa.

Glaedr esperó a que ambos acabaran de ponerse cómodos y empezó a instruir a Eragon en los principios del combate mental. El chico ya los conocía, pero escuchaba con atención y cada vez que el dragón le pedía que hiciera algo, obedecía sin preguntar ni quejarse.

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