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Authors: Christopher Paolini

Eso quedaría demasiado ridículo.

¿En serio?

Ajá
—asintió Eragon, a punto de estallar en carcajadas otra vez.

Saphira sorbió por la nariz.

No hace falta que te rías de mí. ¿Te gustaría a ti que el pelaje de la cabeza se te empezara a caer, o que perdieras una de estas estúpidas protuberancias que llamas dientes? Entonces sería yo quien tendría que consolarte a ti, sin duda.

Sin duda
—asintió Eragon de buen grado—.
Pero los dientes no vuelven a crecer.

El chico saltó de la roca y se dirigió río arriba hasta donde había dejado las botas. Al caminar, ponía los pies en el suelo con cuidado para no hacerse daño con las piedras y las ramas que había en toda la orilla. Saphira lo siguió pisando el fango.

Podrías hacerme un hechizo para proteger justo este punto
—le dijo mientras él se ponía las botas.

Sí, podría. ¿Quieres que lo haga?

Sí.

Eragon elaboró el hechizo mentalmente mientras se ataba los cordones de las botas. Luego puso la palma de la mano derecha encima del agujerito del morro de Saphira y murmuró las palabras en el idioma antiguo. La palma de su mano emitió un destello azulado y la protección quedó firmemente colocada en el cuerpo de la dragona.

Ya está
—le dijo—.
Ahora no tienes que preocuparte de nada.

Excepto de que todavía me falta una escama.

Eragon le dio un golpecito en el morro con el puño.

Vamos. Regresemos al campamento.

Se alejaron del lago por la escarpada pendiente y Eragon tuvo que sujetarse a las raíces de los árboles para trepar. Cuando llegaron arriba se encontraron ante un majestuoso paisaje: a un kilómetro hacia el este se extendía el campamento de los vardenos, y un poco más al norte se veía Dras-Leona, una masa desordenada y extensa de edificios. Las únicas señales de vida de la ciudad eran las nubes de humo que se elevaban desde las chimeneas de las casas. Como siempre, Thorn reposaba encima de las almenas de la puerta sur, disfrutando del sol de la tarde. Parecía dormido, pero Eragon sabía por experiencia que el dragón vigilaba estrechamente a los vardenos, y que en cuanto alguien intentara acercarse a la ciudad, se erguiría y advertiría a Murtagh y a toda la ciudad.

Eragon saltó a la grupa de Saphira, y ella lo llevó hasta el campamento con paso tranquilo.

Al llegar, el chico bajó al suelo y caminó delante de ella por entre las tiendas. El campamento estaba en silencio, la poca actividad que había en él era perezosa y soñolienta, desde las tranquilas conversaciones de los guerreros hasta la quietud de las banderas en las astas. Los únicos seres que parecían inmunes al aletargamiento general eran los escuálidos perros medio salvajes que vagabundeaban por allí husmeando constantemente en busca de restos de comida.

Unos cuantos de esos perros tenían el morro y los costados llenos de arañazos, consecuencia de su error —por otro lado, comprensible—de pretender dar caza y atormentar a los hombres gato como si fueran gatos comunes. Cada vez que lo habían intentado, sus gañidos habían llamado la atención de todo el campamento y los hombres se habían reído con ganas al ver a los perros huir con el rabo entre las piernas.

Consciente de las muchas miradas que se dirigían hacia él, Eragon caminaba con paso vigoroso, la cabeza erguida y los hombros echados hacia atrás para ofrecer una imagen de determinación y energía. Los hombres necesitaban creer que él conservaba una gran confianza, y que no había permitido que el tedio de la situación lo abatiera.

«Si por lo menos Murtagh y Thorn se marcharan… —pensó—. No haría falta que estuvieran fuera más de un día, y nosotros podríamos hacernos con el control de la ciudad.»

Hasta el momento, el sitio de Dras-Leona había sido curiosamente tranquilo. Nasuada se negaba a atacar la ciudad:

—Venciste por los pelos a Murtagh la última vez que os encontrasteis —le había dicho a Eragon—. ¿Has olvidado que te hirió en la cadera? Y él prometió que la próxima vez que os cruzarais el uno con él otro, él sería más fuerte. Murtagh puede ser muchas cosas, pero no me parece que sea un mentiroso.

—La fuerza no lo es todo en una lucha entre magos —había respondido Eragon.

—No, pero tampoco carece de importancia. Además, él ahora tiene el apoyo de los sacerdotes de Helgrind, y sospecho que bastantes de ellos son magos. No voy a correr el riesgo de permitir que te enfrentes a ellos y a Murtagh cara a cara en una batalla, ni siquiera con los hechiceros de Blödhgarm a tu lado. Hasta que no consigamos alejar a Murtagh y a Thorn, o los atrapemos, o consigamos alguna ventaja sobre ellos, permaneceremos aquí y no atacaremos Dras-Leona.

Eragon protestó, le parecía que no era práctico retrasar la invasión de la ciudad. Además, si él no podía derrotar a Murtagh, ¿qué esperanzas creía ella que tendría cuando se enfrentara a Galbatorix?

Pero Nasuada no se había dejado convencer.

Junto con Arya, Blödhgarm y todos los hechiceros de
Du Vrangr Gata
, habían intentado dar con la manera de ganar esa ventaja de que hablaba Nasuada. Pero todas las estrategias que contemplaron eran impracticables, pues requerían más tiempo y recursos de los que disponían. Y, por otro lado, tampoco resolvían la cuestión de cómo matar, capturar o alejar a Murtagh y a Thorn.

Nasuada incluso había acudido a Elva para pedirle que utilizara sus habilidades —su capacidad de percibir el dolor de los demás, así como de predecir el dolor que iban a sufrir en un futuro inmediato—para vencer a Murtagh o para entrar a escondidas en la ciudad. Pero la muchacha se había reído de ella, y la había despedido con burlas y desprecios:

—No te debo ninguna lealtad, ni a ti ni a nadie, Nasuada.

Encuentra a algún otro crío que gane tus batallas en tu lugar. Yo no pienso hacerlo.

Así que los vardenos esperaban.

Pasaban los días, y Eragon se daba cuenta de que los hombres estaban cada vez más hoscos y descontentos. Por otro lado, la preocupación de Nasuada aumentaba. Eragon había aprendido que un ejército era una bestia voraz que pronto moría o se desintegraba si sus miles de estómagos no recibían masivas cantidades de comida de forma regular. Cuando un ejército marchaba a un nuevo territorio, obtener los víveres era una sencilla cuestión de confiscar la comida y otros suministros básicos a la gente, además de apropiarse de los recursos que ofrecían sus tierras. Al igual que una plaga de langostas, los vardenos dejaban un territorio desolado a su paso, un territorio carente de todo aquello necesario para sobrevivir. Y durante sus paradas pronto agotaban las provisiones que tenían a mano y se veían obligados a subsistir de lo que les traían de Surda y de las otras ciudades que habían capturado. Aunque los habitantes de Surda eran generosos, y a pesar de que las ciudades conquistadas eran ricas, sus envíos de comida no eran suficientes para mantener a los vardenos durante mucho tiempo más.

Eragon sabía que los guerreros estaban completamente entregados a la causa, pero no tenía ninguna duda de que la mayoría de ellos, enfrentados a la posibilidad de sufrir la agonía de una lenta muerte por hambre que solo serviría para darle a Galbatorix el placer de la victoria, preferiría huir a cualquier lejano rincón de Alagaësia donde pudieran pasar el resto de su vida a salvo del Imperio. Ese momento todavía no había llegado, pero se acercaba rápidamente.

Era el miedo a ese destino lo que mantenía a Nasuada despierta durante las noches. Eragon se había dado cuenta de que cada mañana se la veía más demacrada: las profundas ojeras que se le dibujaban en el rostro parecían dos sonrisas pequeñas y tristes.

Por otro lado, Eragon se alegraba de que Roran no se hubiera encontrado obstaculizado en Aroughs como ellos en Dras-Leona, y lo que su primo había logrado allí aumentaba la profunda admiración y el aprecio que sentía por él. «Es un hombre más valiente que yo.»

Nasuada no lo aprobaría, pero Eragon había decidido que cuando Roran regresara —lo cual, si todo iba bien, sería al cabo de pocos días— le colocaría todos los escudos mágicos de nuevo. Eragon ya había perdido a demasiados miembros de su familia por culpa del Imperio y de Galbatorix, y no estaba dispuesto a permitir que Roran también sufriera ese destino.

Tres enanos cruzaron el camino delante de él, discutiendo entre ellos, y se detuvo un momento para dejarlos pasar. Los enanos no llevaban ninguna insignia, pero Eragon sabía que no eran del clan Dûrgrimst Ingeitum, pues llevaban las trenzas de las barbas adornadas con cuentas, y esa moda no era propia de las gentes del Ingeitum. No sabía de qué estaban discutiendo, pues solo podía comprender unas cuantas palabras de ese gutural idioma, pero parecía evidente que era una cuestión de suma importancia, a juzgar por el tono de sus voces, la vehemencia de sus gestos y sus expresiones exageradas…, y por el hecho de que no se dieron cuenta de que él y Saphira se encontraban en el camino. Al verlos, Eragon sonrió: a pesar de la seriedad de sus caras, su preocupación le resultaba un poco cómica. El ejército enano, dirigido por su nuevo rey, Orik, había llegado a Dras-Leona dos días antes, para gran alivio de todos los vardenos. Este hecho y la victoria de Roran en Aroughs se habían convertido en los principales temas de conversación en todo el campamento. Los enanos eran casi el doble de las fuerzas aliadas de los vardenos, y su presencia había hecho aumentar considerablemente las posibilidades de que los vardenos llegaran a Urû’baen y alcanzaran a Galbatorix, siempre y cuando antes encontraran una solución a la situación con Murtagh y Thorn.

Mientras Saphira y él caminaban por el campamento, Eragon vio a Katrina, que, sentada delante de su tienda, tejía ropita nueva para el niño que iba a nacer. Al verlo, lo saludó con la mano y gritó:

—¡Primo!

Él respondió con el mismo saludo, tal como se había convertido en costumbre desde la boda.

Al cabo de un rato, después de disfrutar de una tranquila comida —que, por parte de Saphira se desarrolló con gran profusión de ruidos mientras rasgaba y masticaba la carne—, Eragon y la dragona se retiraron a tumbarse al sol en el trozo de césped que había al lado de la tienda. Por orden de Nasuada —orden que los vardenos habían respetado con un celo riguroso— esa porción de césped se había mantenido libre para Saphira. Una vez que estuvo allí, la dragona se enroscó en el suelo para echar una cabezada bajo la cálida brisa de mediodía. Eragon sacó el
Domia abr Wyrda
de las alforjas, trepó encima de Saphira y se acomodó en la sombreada curva interior que formaban el cuello y la musculosa pata anterior de la dragona. Allí, bajo la luz que se filtraba a través de los pliegues de su ala y que hacía brillar sus escamas, la piel del chico adoptaba un raro tono púrpura que también sombreaba las finas y angulares formas de las runas, haciéndole más difícil la lectura. Pero no le importaba: el placer de sentarse con Saphira compensaba con creces esa incomodidad.

Descansaron juntos durante una o dos horas, hasta que Saphira hubo digerido la comida y Eragon se sintió cansado de descifrar las complicadas frases de Heslant
el Monje
. Entonces, aburridos, los dos dieron un paseo por el campamento inspeccionando las defensas y cruzando de vez en cuando algunas palabras con los centinelas apostados por todo el perímetro. Llegaron al extremo este del campamento, donde había acampado el grueso del ejército de los enanos. Allí se encontraron con un enano que, con las mangas de la camisa arremangadas, estaba acuclillado al lado de un cubo de agua y hacía una bola de tierra con las manos. A sus pies tenía un montón de barro y un palo que había utilizado para removerlo. Esa visión era tan absurda que Eragon tardó unos segundos en darse cuenta de que ese enano era Orik.


Derûndânn
, Eragon… Saphira —dijo Orik sin levantar la mirada.


Derûndânn
—respondió Eragon imitando el saludo tradicional de los enanos.

El chico se agachó al otro lado del montón de barro y observó a Orik mientras este continuaba alisando el contorno de la bola con el dedo pulgar. De vez en cuando, cogía un puñado de tierra seca y salpicaba con ella la amarillenta bola de tierra. Luego, con suavidad, apartaba el exceso de tierra con los dedos.

—Nunca pensé que vería al rey de los enanos agachado en el suelo y jugando con el barro, como un niño —dijo Eragon.

Orik soltó un fuerte resoplido que le movió los pelos del mostacho.

—Y yo nunca pensé que un dragón y un Jinete me estarían observando mientras fabrico una
Erôthknurl
.

—¿Y qué es una
Erôthknurl
?

—Una
thardsvergûndnzmal
.

—¿Una
thardsver
…? —Eragon se rindió a mitad de palabra, incapaz de recordarla completa y, mucho menos de pronunciarla—. ¿Y eso qué es?

—Una cosa que parece ser lo que no es —respondió Orik levantando la bola de tierra—. Como esto. Esto es una piedra hecha de tierra. O, mejor dicho, eso es lo que parecerá cuando haya terminado.

—Una piedra de tierra… ¿Es mágica?

—No, es una habilidad mía. Nada más.

Puesto que Orik no daba explicaciones, Eragon preguntó:

—¿Cómo se hace?

—Si tienes paciencia, lo verás.

Luego, al cabo de un rato, Orik consintió y explicó:

—Primero, tienes que encontrar un poco de tierra.

—Un trabajo difícil, ¿eh?

El enano frunció sus pobladísimas cejas y le dirigió una mirada penetrante.

—Algunas clases de tierra son mejores que otras. La arena, por ejemplo, no sirve. La tierra debe estar compuesta de partículas de tamaños diversos, para poder hacer que se comprima de la forma adecuada. Además, ha de tener un poco de barro, como esta. Pero lo más importante: si hago esto —añadió, dando una palmada sobre un trozo de tierra seca que quedaba entre la hierba—, debe levantar mucho polvo. ¿Ves? —Y mostró la palma de la mano cubierta de una fina capa de polvo.

—¿Y eso por qué es importante?

—Ah —repuso Orik, dándose unos golpecitos en la nariz y ensuciándosela. Luego continuó frotando la bola con las manos mientras la iba girando para darle una forma simétrica—. Cuando tienes la tierra, la humedeces y la mezclas, como harías con harina y agua, hasta que tienes un barro denso. —Hizo un gesto con la cabeza indicando el montón de barro que tenía a sus pies—. Y con ese barro, haces una bola como esta, ¿ves? Luego la comprimes y le extraes hasta la última gota. Después le das una forma redonda. Cuando se te empieza a pegar en las manos, haces lo que estoy haciendo yo: le echas tierra encima para absorber más humedad del interior. Y continúas así hasta que la bola queda seca y mantiene la forma, pero no tan seca que se rompa.

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