Legado (26 page)

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Authors: Christopher Paolini

Roran controlaba el curso del agua: cuando llegaran a la ciudad, los soldados notarían que había algo extraño y darían la voz de alarma.

Roran quería que hicieran precisamente eso, pero no por ese motivo.

Así que cuando le pareció que se encontraban a cinco minutos de Aroughs, le hizo una gesto a Carn y dijo:

—Manda la señal.

El mago asintió con la cabeza y se agachó, mientras pronunciaba en silencio las extrañas palabras del idioma antiguo. Al cabo de unos instantes, se incorporó y anunció:

—Ya está hecho.

Roran miró hacia el oeste. Allí, en los campos de las afueras de Aroughs, se encontraban las catapultas, las ballestas y las torres de asedio de los vardenos. Las torres de asedio estaban inmóviles, pero las demás máquinas empezaron a cobrar vida. Piedras y flechas salieron volando por los aires en dirección a las inmaculadas y blancas murallas de la ciudad. Además, Roran sabía que, en el extremo más alejado de la urbe, unos cincuenta hombres estaban en esos momentos haciendo sonar las trompetas, lanzando gritos de guerra y disparando flechas de fuego. Todo ello para desviar la atención de los soldados que defendían las murallas y hacerles creer que el ejército que los atacaba era mucho mayor.

Roran sintió que una calma profunda lo invadía.

La batalla estaba a punto de empezar.

Muchos hombres estaban a punto de morir.

Quizás él sería uno de ellos.

Saber eso le aclaró las ideas, y todo su agotamiento se esfumó, al igual que desapareció el ligero temblor que había sufrido desde que habían intentado asesinarle unas horas antes. Nada resultaba tan vigorizador como luchar —ni la comida, ni la risa, ni trabajar con las manos, ni siquiera el amor—, y a pesar de que detestaba reconocerlo, no podía negar el poder de atracción que la batalla ejercía sobre él.

Roran nunca había querido ser un guerrero, pero en eso se había convertido, y estaba decidido a superar a todos los que habían existido antes que él.

Se puso en cuclillas y miró por entre dos trozos de afilada pizarra hacia la puerta que se acercaba rápidamente a ellos para cerrarles el paso. La parte de la puerta que quedaba por encima de la superficie del agua —y un trozo que quedaba por debajo, pues el nivel del agua había aumentado—, estaba construida con unos sólidos tablones de roble que se veían oscurecidos por el tiempo y la suciedad. Roran sabía que, por debajo, la puerta se transformaba en una rejilla de acero y de madera, muy parecida a una puerta levadiza, para permitir el paso del agua. La parte superior sería la más difícil de romper, pero supuso que la rejilla de abajo estaría un tanto debilitada por el contacto con el agua. Si conseguían arrancar parte de esa rejilla, luego resultaría más fácil romper los tablones de la parte de arriba.

Por eso había hecho sujetar dos robustos troncos en la parte inferior de la primera barcaza. Puesto que estaban sumergidos, impactarían contra la parte inferior de la puerta al mismo tiempo que el ariete golpearía la parte superior.

Era un plan ingenioso, pero no tenía ni idea de si realmente funcionaría.

—Calma —murmuró, más para sí mismo que para los que tenía a su alrededor.

Unos cuantos guerreros situados en la última barcaza continuaban empujando con las pértigas, pero los demás permanecían escondidos debajo del caparazón de escudos.

Ante ellos se abría el arco que conducía hasta la puerta, enorme y oscuro, como la entrada de una cueva. Cuando la proa de la barcaza penetró en la sombra de ese arco, Roran vio que el rostro de un soldado —redondo y blanco como una luna llena— aparecía sobre la muralla, a más de nueve metros de altura, y miraba hacia abajo con expresión de asombro y horror.

Las barcazas estaban avanzando a tal velocidad que Roran no tuvo tiempo más que de soltar un juramento antes de que la corriente los arrastrara al interior de la oscura entrada y el techo abovedado le ocultara al soldado.

Las barcazas impactaron contra la puerta.

La fuerza de la colisión hizo caer a Roran hacia delante, contra el muro de pizarra tras el que se había parapetado. Se golpeó la cabeza contra él y, aunque llevaba puesto el yelmo, los oídos le pitaron. Toda la barcaza tembló. A pesar del pitido, Roran oyó el crujido de la madera al romperse y el chirrido del acero torcido. Uno de los bloques de pizarra le cayó encima y le golpeó en los hombros y los brazos.

Roran, furioso, lo cogió con ambas manos y lo lanzó con fuerza contra la pared del arco de la entrada.

En medio de aquella oscuridad era difícil ver qué estaba sucediendo. A su alrededor, todo era confuso y ruidoso. Roran notó los pies sumergidos en agua y se dio cuenta de que la barcaza se había inundado, aunque no supo si se estaba hundiendo.

—¡Dadme un hacha! —gritó, alargando la mano hacia atrás—. ¡Un hacha, dadme un hacha!

La barcaza sufrió una sacudida que estuvo a punto de hacerle caer, pero Roran consiguió avanzar tambaleándose. La puerta se había hundido un poco, aunque todavía resistía. La continua presión del agua acabaría por vencer la resistencia y la barcaza podría cruzar la puerta, pero Roran no podía esperar a que la naturaleza siguiera su curso. Alguien le puso un hacha en la mano. En ese momento, sobre sus cabezas se abrieron seis trampillas y una lluvia de flechas les cayó encima. Al fragor general se sumaron los impactos de las puntas de acero contra la madera y los escudos.

Se oyó el grito de un hombre.

—¡Carn! —bramó Roran—. ¡Haz algo!

Roran continuó avanzando por la inclinada cubierta y trepó por encima del muro de pizarra de la proa. En ese momento se oyó un crujido ensordecedor procedente del centro de la puerta y la barcaza avanzó unos centímetros más. La madera se abrió formando varias grietas por las que se colaba la luz procedente del otro lado.

Una flecha cayó encima de un trozo de pizarra, justo al lado de donde Roran tenía apoyada la mano derecha.

Roran continuó avanzando.

Justo cuando estaba llegando al extremo delantero de la barcaza, se oyó un sonido agudo y penetrante que obligó a Roran a taparse los oídos con las manos. Una potente ola le cayó encima, tapándole la visión por un momento. Cuando la recuperó, se dio cuenta de que la puerta había cedido y que ahora había un agujero por el cual las barcazas podrían entrar en la ciudad. Pero la madera astillada y rota de la parte superior del agujero quedaba a la altura de la cabeza y el pecho de los hombres, lo cual suponía un serio peligro. Sin dudar ni un momento, Roran se lanzó hacia atrás, cayendo al otro lado del muro de pizarra.

—¡Bajad la cabeza! —gritó, protegiéndose con el escudo.

Las barcazas avanzaron hacia delante impulsadas por la corriente, poniéndose a salvo de la lluvia de flechas, y entraron en una enorme sala de piedra iluminada por antorchas. Al otro extremo de esa sala, el agua fluía a través de un rastrillo. Al otro lado de este se veían los edificios de la ciudad.

A ambos lados de la sala había unos muelles de piedra que servían para cargar y descargar las mercancías. En ellos se veían unas grúas montadas encima de unas altas plataformas de piedra. Del techo colgaban poleas, cuerdas y redes. Y de los muros anterior y posterior sobresalían unas galerías y escaleras para permitir el paso de un extremo a otro de la sala sin mojarse. Roran supuso que la galería del muro posterior daba a los cuartos de guardia que quedaban encima del arco de la entrada por donde habían penetrado las barcazas, y también a la parte superior de las murallas de la ciudad, al parapeto donde antes había visto al soldado.

Al ver el rastrillo, Roran se sintió abatido, frustrado. Había creído que podrían entrar directamente en la ciudad, pero ahora estaban atrapados.

«Bueno, ya es inevitable», pensó.

Así fue. Las galerías se llenaron de guardias vestidos de color escarlata que se agachaban para cargar las ballestas y lanzaban flechas y flechas.

—¡Hacia allá! —gritó Roran, señalando el muelle de la izquierda.

Los guerreros volvieron a empuñar las pértigas y empujaron las barcazas hacia el borde del canal. Los escudos abollados de todos ellos daban al conjunto de barcazas el aspecto de un gigantesco erizo alargado. Al ver que las barcazas se aproximaban al muelle, veinte guardias desenfundaron las espadas y bajaron corriendo las escaleras para evitar que los vardenos desembarcaran.

—¡Deprisa! —urgió Roran.

Una flecha se clavó en su escudo y perforó la madera de tres centímetros de grueso con su punta adiamantada. Roran se tambaleó, pero consiguió mantener el equilibrio. Sabía que solo disponía de unos instantes antes de que los guardias dispararan contra él. Saltó al muelle con los brazos extendidos para no perder el equilibrio y aterrizó pesadamente, apoyando una rodilla en el suelo. Acababa de empuñar el martillo cuando los guardias cayeron sobre él.

Los recibió con un sentimiento de alivio y de alegría salvaje. Ya estaba harto de planificar y de preocuparse por lo que pudiera suceder. Ahora por fin se enfrentaba a unos contrincantes honestos —y no a un rastrero asesino— con los que podía combatir a muerte.

El enfrentamiento fue breve y sangriento. Roran dejó fuera de combate a tres de los soldados durante los primeros segundos. Luego Baldor, Delwin, Hamund, Mandel y los demás se unieron a él para repeler a los soldados.

Roran no era un espadachín, así que no intentó batirse con la espada. Parando los golpes de sus espadas con el escudo, utilizó el martillo para romperles los huesos. Tuvo que esquivar alguna que otra estocada, pero evitó intercambiar más de unos cuantos golpes con el mismo guardia porque sabía que su falta de experiencia podía acabar siendo fatal. Había descubierto que, en la lucha, el mejor truco no consistía en realizar alguna floritura con la espada, de esas que se tarda años en aprender, sino en llevar la iniciativa y hacer lo que el enemigo menos esperaba. Así que se alejó de la pelea del muelle y corrió escaleras arriba, hacia la galería desde donde los guardias continuaban disparando a los vardenos que bajaban de las barcazas.

Subió los escalones de tres en tres y, cuando llegó arriba, blandió el martillo y golpeó al primero de los guardias en pleno rostro. El soldado que se encontraba a su lado acababa de disparar la ballesta, y, al verlo, cogió la empuñadura de la espada mientras retrocedía. Pero Roran le propinó un fuerte golpe en las costillas, rompiéndoselas, antes de que tuviera tiempo de desenfundarla.

Una de las cosas que a Roran le gustaba de luchar con el martillo era que no tenía que prestar atención a qué clase de armadura llevaban sus enemigos. El martillo, al igual que cualquier arma roma, hería a un hombre por la fuerza del impacto, y esa manera simple de pelear le encantaba.

El siguiente soldado consiguió dispararle una flecha antes de que él continuara avanzando. Esta vez, la flecha atravesó el escudo y se quedó trabada en él, casi clavándosele en el pecho. Roran se aseguró de mantener la mortífera punta de la flecha lejos de su cuerpo y descargó un fuerte golpe en el hombro de su contrincante. El soldado empleó la ballesta para pararlo, así que Roran le propinó un golpe con el escudo. El tipo cayó abajo, gritando. Pero esa maniobra había dejado a Roran totalmente al descubierto, y cuando dirigió la atención a los cinco soldados que quedaban en la galería se dio cuenta de que tres de ellos le estaban apuntando al corazón.

Entonces los soldados dispararon.

Y justo antes de que las flechas lo alcanzaran, se desviaron hacia la derecha e impactaron contra la oscura pared como gigantes abejas enojadas. Carn lo había salvado. Cuando ya no corrieran ningún peligro, encontraría alguna manera de darle las gracias al mago.

Roran cargó contra los demás soldados con una serie de golpes seguidos, acabando con ellos con la misma facilidad con la que hubiera terminado con una hilera de clavos. Luego rompió la flecha que todavía estaba atravesada en su escudo y se dio la vuelta para ver cómo progresaba la lucha en el muelle.

Abajo, en ese mismo momento, el último de los soldados se derrumbaba en el suelo encharcado de sangre y su cabeza rodaba por el muelle hasta caer al agua, donde se hundió dejando una estela de burbujas a su paso. Unas dos terceras partes de los vardenos ya habían desembarcado y estaban formando en ordenadas hileras a lo largo de la orilla del canal. Roran iba a ordenar a sus hombres que se apartaran del borde del muelle para dejar espacio a los que todavía no habían desembarcado, cuando, de repente, una de las puertas del muro izquierdo se abrió y un horda de soldados penetró en la sala.

«¡Maldición! ¿De dónde salen? ¿Y cuántos son?»

Justo cuando Roran empezaba a bajar las escaleras para ayudar a sus hombres a expulsar a los recién llegados, Carn —que todavía se encontraba en la barcaza— levantó los brazos señalando a los soldados y gritó unas secas y extrañas palabras en el idioma antiguo.

A su sobrecogedora orden, dos sacos de harina y un bloque de pizarra salieron volando desde la barcaza y golpearon a los soldados, tumbando al suelo a unos doce de ellos. La colisión hizo que los sacos se rasgaran y una enorme nube de harina rodeó a los soldados, asfixiándolos e impidiéndoles ver bien. Casi de inmediato, un potente destello luminoso encendió el muro que había detrás de los soldados.

Una enorme bola de fuego, anaranjada y cubierta de hollín, rodaba entre las nubes de harina devorando el fino polvo con voracidad y emitiendo un potentísimo ruido, como si cien banderas ondearan bajo un furioso viento.

Roran se protegió con el escudo mientras observaba la escena con cautela. Un humo asqueroso y caliente le picaba en la nariz y en los ojos y, de repente, vio que se le había incendiado la barba. Soltando una maldición, dejó caer el martillo y apagó las diminutas llamas a manotazos.

—¡Eh! —le gritó a Carn—. ¡Me has quemado la barba! Ten más cuidado, o haré que claven tu cabeza en una pica.

Para entonces, casi todos los soldados habían caído al suelo y se cubrían el rostro quemado. Unos cuantos se debatían con sus ropas prendidas en llamas o blandían a ciegas sus armas en un intento por rechazar un posible ataque de los vardenos. Los hombres de Roran parecían haberse salvado, pues la mayoría de ellos se encontraban fuera del radio de acción de la bola de fuego; solamente tenían alguna quemadura de poca importancia, aunque estaban sobresaltados y desorientados.

—¡Dejad de mirar como tontos e id a por esos granujas antes de que se recuperen! —ordenó, dando un golpe de martillo en la barandilla para asegurarse de que llamaba la atención de todos.

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